Yo soy una ¨®pera. Una revuelta. Una amenaza
A menudo las mujeres autoras estuvimos mudas. Fuimos, recuperando al personaje de Hustvedt, solitarias e incomprendidas
Ah¨ª va una paradoja: al acabar la carrera quise que mi proyecto final de pintura versara sobre el silencio. Part¨ªa de la incapacidad de encontrarlo en mi d¨ªa a d¨ªa (de vivir en una familia que piensa que podemos escucharnos aunque estemos en habitaciones separadas por tres muros, pas¨¦ a hacerlo en una residencia de mujeres situada enfrente de Capitan¨ªa General y, despu¨¦s, viv¨ª en un min¨²sculo piso de estudiantes donde, sin un balc¨®n que diera a la calle y con la televisi¨®n puesta a todas horas, cuatro mujeres empez¨¢bamos a descubrir nuestros cuerpos) y de la torpeza de no saber encontrarlo en ...
Ah¨ª va una paradoja: al acabar la carrera quise que mi proyecto final de pintura versara sobre el silencio. Part¨ªa de la incapacidad de encontrarlo en mi d¨ªa a d¨ªa (de vivir en una familia que piensa que podemos escucharnos aunque estemos en habitaciones separadas por tres muros, pas¨¦ a hacerlo en una residencia de mujeres situada enfrente de Capitan¨ªa General y, despu¨¦s, viv¨ª en un min¨²sculo piso de estudiantes donde, sin un balc¨®n que diera a la calle y con la televisi¨®n puesta a todas horas, cuatro mujeres empez¨¢bamos a descubrir nuestros cuerpos) y de la torpeza de no saber encontrarlo en los libros a los que me acercaba. A todo lo que fui capaz de llegar fue al proyecto 4¡ä 33¡å de John Cage (la pieza tiene una duraci¨®n de cuatro minutos y treinta y tres segundos en los que el o la int¨¦rprete ha de obedecer al mandato del silencio), pero yo era pintora figurativa, con lo que se hac¨ªa complejo tirar de aquel hilo. Pintaba en rojos y sab¨ªa por Cage que, incluso encerrada en una c¨¢mara anecoide, no pod¨ªa desaparecer del todo porque nunca iba a poder estar totalmente en silencio: mi propio cuerpo iba a traicionarme. Dijo Cage despu¨¦s de salir de la c¨¢mara: ¡°O¨ªa dos sonidos, uno alto y otro bajo. Cuando se los describ¨ª al ingeniero a cargo, me inform¨® que el alto era mi sistema nervioso, y el bajo mi sangre en circulaci¨®n¡±.
Como cualquier otra mujer de poco m¨¢s de 20 a?os, tambi¨¦n me dej¨¦ arrastrar por las buenas costumbres. Por lo que se esperaba de m¨ª. Y en esa b¨²squeda del silencio, lo acab¨¦ banalizando. Lo romantic¨¦. Durante gran parte de mi vida, el silencio (que deber¨ªa haberme estallado en las narices si hubiera estado atenta a las cosas y, en lugar de querer gustar a los hombres, hubiera buscado a mis semejantes en los libros, en las calles o sobre las telas) al que me acab¨¦ entregando fue el m¨¢s t¨®xico: el propio.
Hoy ha venido al taller una mujer que se dirigi¨® directamente a una pared llena de grabados y se qued¨® mirando una pieza. ¡°?Es tuyo?¡±, me ha preguntado se?alando un retrato de Joyce Maynard. Le he dicho que s¨ª y he vuelto a pensar en nuestra mudez. En c¨®mo se ha impuesto durante siglos sin que nosotras hayamos podido hacer nada por evitarlo. ¡°Yo soy una ¨®pera. Una revuelta. Una amenaza¡±, escribe en su diario el magn¨ªfico personaje de la pintora que experimenta con el g¨¦nero creado por Siri Hustvedt en El mundo deslumbrante. Sigue: ¡°Sospechaba que, de haber venido yo a este mundo con otro envoltorio, mi obra habr¨ªa tenido aceptaci¨®n, o, al menos, hubiera sido tomada en serio¡±. A menudo las mujeres autoras estuvimos mudas. Fuimos, recuperando al personaje de Hustvedt, solitarias e incomprendidas.
Durante mucho tiempo me dediqu¨¦ a pintar a mujeres sin boca, las mudas, las llamaba. Llegu¨¦ a pintar una de tres por tres metros en los Monegros. Ten¨ªa la cara de color rosa. Despu¨¦s constru¨ª un personaje que intent¨¦ que contuviera a todas las mujeres que me hab¨ªan permitido alejarme de m¨ª misma y construirme desde un lugar m¨¢s rico y combativo. Mi personaje conten¨ªa a Anne Sexton y su fisicidad, a Clarice Lispector y ese tener que esforzarse por entender que tenemos un cuerpo al que podemos amar y dar placer, que puede ser paseado enfundado en un ba?ador rojo sin temer a la opini¨®n ajena, a Maria Luisa Bombal y la mujer amortajada que el d¨ªa de su entierro entiende c¨®mo de injusto ha sido el mundo con ella por el simple hecho de haber nacido mujer, a Teresa Wilms Montt, a Camille Claudel, a Sylvia Plath, a Gabriela Mistral, a Emilia Pardo Baz¨¢n.
Hablaba de las buenas costumbres, de la mujer que quiere ser autora y acaba ocupando el lugar de musa con una sonrisa en la boca. El m¨ªo, mientras buscaba el silencio en ese lugar equivocado banalizado por el amor rom¨¢ntico, fue el de musa barata. O el de musa de baratija, algo que me hac¨ªa sentir todav¨ªa m¨¢s miserable. Ahora me parece c¨®mico.