La estaci¨®n, por Ana Pastor
Abr¨ªa y cerraba la caja registradora con un golpe propio de quien conoce cu¨¢nto cuesta ganarse el sueldo.
Las doce botellas de leche estaban apiladas una tras otra con una monoton¨ªa evidente que solo romp¨ªa la n¨²mero trece, que yac¨ªa sin tap¨®n a la espera de ser rematada. La mujer del dulce acento latino pasaba una y otra vez por delante y repet¨ªa de manera mec¨¢nica la misma maniobra a intervalos de tres minutos. Pon¨ªa la taza blanca, giraba el cartucho de metal y esperaba a que el caf¨¦ llegara al nivel deseado seg¨²n la petici¨®n del cliente. En la solapa del uniforme negro, de camisa, pantal¨®n y delantal con rayas rojas verticales, llevaba una chapa rectangular con el nombre impreso. Digamos que...
Las doce botellas de leche estaban apiladas una tras otra con una monoton¨ªa evidente que solo romp¨ªa la n¨²mero trece, que yac¨ªa sin tap¨®n a la espera de ser rematada. La mujer del dulce acento latino pasaba una y otra vez por delante y repet¨ªa de manera mec¨¢nica la misma maniobra a intervalos de tres minutos. Pon¨ªa la taza blanca, giraba el cartucho de metal y esperaba a que el caf¨¦ llegara al nivel deseado seg¨²n la petici¨®n del cliente. En la solapa del uniforme negro, de camisa, pantal¨®n y delantal con rayas rojas verticales, llevaba una chapa rectangular con el nombre impreso. Digamos que ese nombre, que descubr¨ª poco antes de marcharme, acompasaba su amabilidad y belleza serena.
A cada cliente le regalaba el cl¨¢sico ?qu¨¦ va a tomar? despu¨¦s del preceptivo ?buenos d¨ªas?, ?buenas tardes? o ?buenas noches?. Pero siempre lo hac¨ªa con ?una sonrisa arrebatadora. Y a cada rato arqueaba las cejas como enfocando para tratar de observar el otro lado de la barra donde no dejaban de llegar hombres y mujeres que comenzaban o continuaban viaje en aquella estaci¨®n. Unos bocadillos, un pincho, refrescos, caf¨¦¡ El bar, cuya disposici¨®n era circular, respiraba vida y el ajetreo permit¨ªa intuir la capacidad de trabajo de aquella mujer sobre la que no pod¨ªa retirar la vista.
De figura menuda, deb¨ªa rondar los 45 a?os, dejaba su cara totalmente al descubierto gracias a una coleta que retiraba su melena negra y rizada. Daba la sensaci¨®n de que pod¨ªa realizar aquel trabajo con los ojos cerrados. Sab¨ªa d¨®nde estaba colocada cada cosa y ten¨ªa medido perfectamente el espacio para no chocar con el resto de compa?eros que se mov¨ªan a la misma velocidad. Abr¨ªa y cerraba la caja registradora con un golpe de autoridad propio de quien conoce cu¨¢nto cuesta ganarse el sueldo, especialmente cuando no es millonario.?Su mec¨¢nica actividad y amabilidad vital se vio interrumpida durante unos minutos por un grupo que reclamaba un billete que, te¨®ricamente, hab¨ªa dejado sobre la barra tras tomar unos caf¨¦s. Dej¨¦ de ver su sonrisa durante un instante. Qued¨® borrada hasta que se deshizo el entuerto. Ella no hab¨ªa cogido el billete de veinte euros, sino que se hab¨ªa resbalado hasta el suelo, por fuera de la barra, y los clientes no tuvieron m¨¢s remedio que disculparse. Las intuidas horas de trabajo y el cansancio no evitaron que volviera a pintar en su rostro la sonrisa a los pocos segundos. Zanj¨® la discusi¨®n con un ?no pasa nada? y continu¨® a lo suyo. Me?habr¨ªa gustado hacerle muchas preguntas, pero no quer¨ªa incomodarla ni interrumpirla.
Me habr¨ªa gustado saber de su vida, sus victorias, sus fracasos, pero no me atrev¨ª. Lo cierto es que acababa de conocerla hac¨ªa solo media hora. Y el enorme reloj en el centro del vest¨ªbulo marcaba ya los pocos minutos que quedaban para que saliera mi tren. Antes de levantarme, volv¨ª a llamar su atenci¨®n para que se acercara. Mi tremenda miop¨ªa me imped¨ªa leer bien su nombre en la solapa, as¨ª que le hice un gesto. No ten¨ªa una gran excusa porque ya me hab¨ªa acabado la taza de t¨¦ y la hab¨ªa pagado. As¨ª que le pregunt¨¦ qu¨¦ pon¨ªa en la chapa. Despu¨¦s de mirarme con cara de extra?eza, me respondi¨® divertida con un precioso acento de Ecuador: ??Cisne, me llamo Cisne?.?