?Las cartas m¨¢s habituales son las de mujeres aterradas por si no tienen hijos?: lee lo ¨²ltimo de Dolly Alderton

Dolly Alderton habla de actualidad, relaciones y dudas existenciales en su columna de consejos de ¡®The Sunday Times¡¯, ¡®Dear Dolly¡¯. Publicamos un adelanto de las p¨¢ginas iniciales de su nuevo libro, ¡®Querida Dolly. Sobre el amor, la vida y la amistad¡¯, que Planeta publica el 22 de febrero.

Cortes¨ªa de la editorial

Estaba en mi peor momento cuando decid¨ª que quer¨ªa intentar resolver los problemas del resto del mundo. Ten¨ªa la cabeza hecha un l¨ªo y el coraz¨®n roto. Era uno de esos a?os en los que cada mes tra¨ªa una nueva tristeza; un annus horribilis, me parece que lo llaman. Y, en un giro especialmente cruel del destino, mi mal a?o coincidi¨® tambi¨¦n con el mal a?o: 2020. El m¨¢s horribilis de todos los annus.

En aquel momento, me ofrec¨ª a mi editora de la revista Style de The Sunday Times para tener un consultorio en la revista. Siendo veintea?era, hab¨ªa...

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Estaba en mi peor momento cuando decid¨ª que quer¨ªa intentar resolver los problemas del resto del mundo. Ten¨ªa la cabeza hecha un l¨ªo y el coraz¨®n roto. Era uno de esos a?os en los que cada mes tra¨ªa una nueva tristeza; un annus horribilis, me parece que lo llaman. Y, en un giro especialmente cruel del destino, mi mal a?o coincidi¨® tambi¨¦n con el mal a?o: 2020. El m¨¢s horribilis de todos los annus.

En aquel momento, me ofrec¨ª a mi editora de la revista Style de The Sunday Times para tener un consultorio en la revista. Siendo veintea?era, hab¨ªa escrito una columna semanal sobre citas en Style, un hecho que a veces tira al suelo la puerta de mi subconsciente en mitad de la noche y hace que me despierte con sudores fr¨ªos. Sin embargo, sigue siendo una de las mejores oportunidades laborales que me han dado en la vida. Adem¨¢s, entre los veintis¨¦is y los veintiocho a?os es la edad perfecta para que una persona cuente su vida sin pudor para entretener a los dem¨¢s. Es el momento adecuado para el exhibicionismo, puesto que la falta de autoconciencia da para contar unas cuantas fechor¨ªas motivadas por el s¨ªndrome del protagonista, pero lo compensamos con la autoconciencia justa para re¨ªrnos de ellas. Termin¨¦ la columna, escrib¨ª unas memorias sobre mi etapa de veintea?era y luego cerr¨¦ la veda de divulgaci¨®n de mi vida personal. Ya hab¨ªa compartido suficiente.

Aquello me dej¨®, durante un breve periodo, en una tierra de nadie period¨ªstica. Despu¨¦s de haber escrito unas memorias, la gente quer¨ªa que siguiese meti¨¦ndome a m¨ª misma en las historias hasta cuando mi presencia no pod¨ªa ser m¨¢s irrelevante. Hab¨ªa editores que me encargaban escribir sobre personas, lugares y cosas fingiendo que quer¨ªan que fuese una observadora neutral y, al final, de forma invariable, terminaban pidi¨¦ndome que metiese a la fuerza referencias a mi vida personal en el texto. En aquel momento podr¨ªa haber entrevistado a Barack Obama y me habr¨ªa encontrado las siguientes notas del editor: ?Podr¨ªas escribir sobre c¨®mo se parece tu vida a la suya?? Hay similitudes entre tu vida amorosa y su mandato?? Te recuerda a alg¨²n exnovio???.

Y lo entend¨ªa, claro. Yo era la que hab¨ªa insistido en contarle a todo el mundo mi vida, al principio nadie me lo hab¨ªa pedido. Intent¨¦ escribir una columna en primera persona que apenas incluyese detalles ¨ªntimos sobre mi vida. Sin embargo, lo que hace interesante una columna en primera persona es la admisi¨®n de los defectos, los errores y los desastres de quien escribe, de modo que aquello era, cuando menos, un reto. Adem¨¢s, no estaba hecha para ser una columnista de opini¨®n. Soy de piel muy fina, ideas muy volubles y valent¨ªa muy escasa. As¨ª que, sin vida personal ni opiniones p¨²blicas, ten¨ªa muy poco material que no fueran reflexiones entusiastas sobre cosas que me gustaban. O textos evasivos en los que no llegaba a despotricar del todo de cosas que no me gustaban y en los que siempre amortiguaba mis palabras con aclaraciones llenas de inseguridad. Una amiga m¨ªa llamaba a ese tipo de columnas amables y poco memorables ?periodismo de ¡°le he cambiado las pilas al mando de la tele¡±?. Y yo no quer¨ªa dejar eso como legado.

Yo siempre hab¨ªa querido ser consejera sentimental. En la adolescencia, me compraba revistas para chicas e iba directa al consultorio. En mi casa se hablaba de sexo ¡ªimagino que mucho m¨¢s que en casa de los boomers (las ¨²ltimas v¨ªctimas de la crianza victoriana) a esa edad¡ª, pero sin demasiadas concreciones. Me hablaban sobre las veleidades de ?hacer beb¨¦s? y de ?sensaciones de hormigueo? y de ?cuando alguien te importa mucho?. Con aquello no me bastaba. Necesitaba m¨¢s. Los consultorios eran mi salvaci¨®n. Mis ojos pervertidos iban de una p¨¢gina a otra buscando palabras clave: virginidad, masturbaci¨®n, flujo. Asimilaba los consejos y los repart¨ªa como si fuesen m¨ªos, lo cual me convirti¨® en el Yoda sexual del patio. Exageraba en gran medida mi experiencia y aconsejaba a chicas de mi edad y mayores.

Una de las cosas de las que m¨¢s me arrepiento es de que la infancia y la adolescencia me parecieran situaciones tan humillantes. Leyendo ahora los diarios de mi adolescencia, reconozco cu¨¢nto le ment¨ªa al papel por la verg¨¹enza que me daba ser tan joven. Hablaba con cansancio del sexo, como si me aburriese, cuando ni siquiera me hab¨ªan tocado. Anotaba el n¨²mero de calor¨ªas ingeridas y cigarros fumados cada d¨ªa, como una divorciada hastiada. Deseaba que mi vida pasara, ignorando poseer un bien m¨¢s valioso que el oro: la juventud. No quise saber nada de mi vida en todo lo que duraron la infancia y la adolescencia. Creo que mi obsesi¨®n con tener un consultorio pudo nacer de ese deseo: quer¨ªa ser una mujer experimentada que daba consejos, no una colegiala torpe ley¨¦ndolos tumbada en la cama.

Ya de adulta, sigui¨® atray¨¦ndome cierto tipo de consejera. Quer¨ªa mujeres vestidas de cachemir negro que me dijesen, de manera categ¨®rica, c¨®mo vivir mi vida. Qu¨¦ recetas cocinar, con qu¨¦ hombres salir, qu¨¦ corte de pelo probar. Ese es uno de los motivos por los que Nora Ephron es mi escritora favorita y mi eterna gur¨² vital; los consejos que da en sus art¨ªculos y ensayos personales est¨¢n repletos de especificidades llenas de convicci¨®n (no gastes demasiado en un bolso, no comas claras de huevo solas, ponle m¨¢s mantequilla a la sart¨¦n y m¨¢s aceite de ba?o a la ba?era). No quiero vlogueras de moda sonrientes con los dientes muy blancos y la cara muy cincelada que empiecen un v¨ªdeo diciendo ?Hola, chicas? antes de decirme que pruebe unos brownies de boniato que ?si lo prefieres, puedes hacerlos no veganos?. No quiero eso en absoluto. Lo que quiero es una se?ora imperiosa que me diga que espabile de una vez. Quiero que una mujer inteligente, graciosa y a la que se la suda todo me d¨¦ una lista de normas en apariencia arbitrarias para mejorar mi vida, para que la vida sea m¨¢s eficiente, m¨¢s f¨¢cil y, sobre todo, m¨¢s placentera. Quiero que me diga que soy tonta si no sigo esas normas. Es algo que me cuesta recibir de los hombres, pero ponme a una mujer mayor y sabia con unos pendientes grandes y llamativos que me diga lo que ha aprendido y la seguir¨¦ hasta los confines de la Tierra. Si no me encuentras en una boda y no me ves al lado de la tabla de quesos ni en la barra libre, es muy probable que est¨¦ a los pies de una abuela o una t¨ªa abuela, nadando en perfume Shalimar y en historias de amores perdidos.

Tan solo hay un hombre al que le haya pedido consejo. Durante el annus horribilis, en una de mis muchas noches en vela, le escrib¨ª a Nick Cave. Tiene una newsletter, The Red Hand Files, en la que los fans le escriben y ¨¦l responde en su papel de consejero m¨ªstico y po¨¦tico. Ni siquiera durante mis a?os de ¨¢vida aficionada a los consultorios de las revistas le hab¨ªa escrito a un desconocido pidi¨¦ndole ayuda, pero ah¨ª estaba yo, en alg¨²n momento entre la medianoche y el amanecer, en la cama, escribiendo a oscuras en el ordenador, pidi¨¦ndole a Nick Cave que me ayudase. No dir¨¦ qu¨¦ le pregunt¨¦, porque es demasiado humillante. Y no lleg¨® a contestarme, pero eso daba igual. Lo que aprend¨ª de compartir el dolor m¨¢s privado con un solucionador de problemas semiprofesional fue que el simple acto de pedir ayuda era, por s¨ª mismo, sanador. Era como si, bajo el manto de la oscuridad, hubiese bajado a hurtadillas a los muelles y hubiese lanzado un mensaje en una botella imaginando c¨®mo lo recibir¨ªan. Al escribirlo, estaba reconociendo que pod¨ªa importarle a alguien, que esa persona pod¨ªa decirme lo que necesitaba sin conocerme. Porque estaba sintiendo algo que hab¨ªan sentido otras personas y, por lo tanto, no era, como sospechaba, la mujer m¨¢s sola y extra?a del mundo.

Hace a?os pr¨¢cticamente supliqu¨¦ que me dejasen tener un consultorio en otra revista (cuyo nombre no voy a desvelar excepto para decir que fue Vogue), pero me rechazaron. Y tengo claro que fue una buena decisi¨®n, porque ahora estoy comprobando que, si ya es duro recibir consejos de una treinta?era, imagina recibirlos de una veintea?era. Sin embargo, a los treinta y uno consegu¨ª convencer a mi maravillosa editora de Style de que ese ser¨ªa el formato adecuado para m¨ª: un lugar en el que podr¨ªa hablar de forma ¨ªntima con el p¨²blico sin tener que hablar necesariamente sobre mi vida ¨ªntima, en el que podr¨ªa dar una opini¨®n sobre las emociones de la gente en lugar de opinar sobre la situaci¨®n del mundo. En la primera d¨¦cada de mi vida como escritora profesional, hab¨ªa escrito sobre todas mis cagadas, lo cual es una buena forma de entrenarse para un consultorio. No pod¨ªa ni pretend¨ªa afirmar que era una sabia o una experta, ni siquiera una persona que hab¨ªa tomado las decisiones correctas. Solo ser¨ªa una persona que hab¨ªa cometido errores y ten¨ªa inter¨¦s por aprender, alguien que intentaba entender mejor la vida, igual que la persona que escrib¨ªa al consultorio.

La primera remesa de cartas fue de un surrealismo inusitado. Hab¨ªa una mujer que se hab¨ªa acostado con un hombre ?casi enseguida?, despu¨¦s de la comida en que hab¨ªa consistido su primera cita; un dentista jubilado cuyos hijos estaban hartos de que les presentase a sus ?¨²ltimos ligues?; una chica que se mudaba a Par¨ªs y estaba nerviosa por si quedaba en evidencia delante de los lugare?os porque le gustaba cogerse ?unas cogorzas de magnitud b¨ªblica? y una mujer que ten¨ªa miedo de querer m¨¢s a los perros que a los hombres. Tras un par de a?os escribiendo este consultorio semanal, s¨¦ que los mismos problemas aparecen una y otra vez cada semana (?no me quiere?, ?no lo quiero o no la quiero?, ?ya no quiero mantener la amistad con cierta persona?, ?mi madre me irrita?). Es el motivo por el que, al parecer, Claire Rayner ¡ªpuede que la consejera m¨¢s querida del pa¨ªs¡ª termin¨® categorizando los problemas y las respuestas para ser m¨¢s eficiente (por ejemplo, esta carta presenta el problema 45 y necesita la respuesta 78) ?A m¨ª me gusta escribir sobre estos problemas tan consistentes, hay algo tranquilizador en su frecuencia y en el hecho de que estemos todos unidos por un dolor horriblemente personal. A menudo esas son las consultas que m¨¢s se comparten y comentan, pero no puedes responderlas una y otra vez sin repetirte y que los consejos que das con sinceridad parezcan, de pronto, trillados.

Lo que m¨¢s anhelo son los problemas inusuales, llenos de detalles extra?os que te llevan al centro de un laberinto moral y te hacen meditar de verdad cu¨¢l es el mejor plan de acci¨®n. Por eso, una de mis cartas favoritas fue la de una mujer que se hab¨ªa enamorado del hijo del que era novio de su madre desde hac¨ªa muchos a?os (a efectos pr¨¢cticos, de su hermanastro). Despu¨¦s de compartir el mejor sexo de su vida con ¨¦l, no sab¨ªa si lo que estaban haciendo estaba bien o mal, o si era legal siquiera (era legal, seg¨²n me aseguraron los redactores de The Sunday Times). Nunca hab¨ªa o¨ªdo un problema como ese, as¨ª que tuve que pensar mucho cu¨¢l era mi postura. La semana que estaba respondiendo a esa consulta, fui detr¨¢s de todos mis compa?eros de trabajo y amigos para que me dieran su opini¨®n y as¨ª tener en cuenta todas las posibles consecuencias. Esas son las consultas que m¨¢s ilusi¨®n me hace recibir en la bandeja de entrada del correo. Aunque me atormenta la leyenda urbana de que una consejera con consultorio en un peri¨®dico de tirada nacional respondi¨® una serie de problemas inusuales y fant¨¢sticamente detallados con franqueza y termin¨® descubriendo que eran cartas de broma que contaban tramas de pel¨ªculas famosas. Por ejemplo, ?Tengo una librer¨ªa de viejo en Notting Hill y me he enamorado de una clienta. El problema es que tiene un trabajo muy diferente al m¨ªo y vive en Estados Unidos. ?Deber¨ªa intentar tener algo con ella??. Siempre que recibo una historia que parece un poquito demasiado loca, compruebo en IMDb que no he sido v¨ªctima de una broma que, por otro lado, reconozco que es muy graciosa.

Muchos de los problemas que me mandaban el primer a?o del consultorio estaban marcados por el covid. No quer¨ªa hacer referencia constante a la pandemia como motivo de nuestra tristeza, porque me parec¨ªa evidente y bastante triste, la verdad, pero s¨ª cre¨ªa que era importante reconocer sus efectos colaterales en aspectos inesperados de nuestra vida interior y exterior, sobre todo porque era algo muy nuevo para todo el mundo. Recib¨ª muchas cartas de personas que hab¨ªan dejado de hablarse con familiares por diferencias pol¨ªticas, un tema imposible de evitar al hablar del covid. La gente me escrib¨ªa describiendo su soledad, su tristeza por estar perdi¨¦ndose la vida, su miedo a no estar aprovechando al m¨¢ximo la juventud y la solter¨ªa. Otra carta recurrente en aquel momento eran las confesiones de personas casadas desde hac¨ªa tiempo que estaban pensando en su primer amor. Aquello era inevitable y me tocaba de cerca, porque, durante las cuarentenas, me hab¨ªa convertido en archivera de mis propias relaciones. Carente de conexi¨®n f¨ªsica, encontr¨¦ consuelo en la virtual. Le¨ª conversaciones de WhatsApp del 2017 con mis mejores amigas. Baj¨¦ por la galer¨ªa hasta la primera foto del iPhone en 2010 y pas¨¦ las p¨¢ginas de mi historia como si fuese una revista satinada de las que hay en la peluquer¨ªa. Busqu¨¦ en Google los nombres de antiguos novios y luego escrib¨ªa ?LinkedIn? o ?Verkami? para ver si pod¨ªa reconectar con quienes eran y quienes son sin tener que reconectar con ellos.

Igual que intentaba evitar echarle la culpa de todo al covid, tambi¨¦n intent¨¦ evitar criticar demasiado internet. Soy incapaz de leer ni de ver mucho m¨¢s sobre los males de internet. Somos muy conscientes de que demasiado internet puede hacernos da?o. Sabemos bien que algunas personas no pueden usa[1]lo de forma sana. Internet es como el alcohol, o conducir, o el sexo. Hay que ense?ar los riesgos que tiene, c¨®mo usarlo de forma segura, y me imagino que alg¨²n d¨ªa su uso estar¨¢ supervisado y restringido. Todav¨ªa no estamos en ese punto y, hasta que lleguemos ah¨ª, no creo que sea ¨²til empezar demasiadas frases diciendo: ?En la era de las redes sociales¡­?. Es de vagos atribuir todos los problemas a la existencia del mundo digital. Tampoco creo que nuestras preocupaciones se inventaran con interne . Internet solo nos ha dado un lugar en el que ponerlas y multiplicarla. Y, en otros tiempos, mientras me lamentaba por el lado malo de internet, pas¨¦ por alto las formas en las que puede enriquecer nuestras vidas. Conozco personalmente a muchas parejas felices que se han conocido en apps para ligar o por redes sociales. Y, a medida que mis amigas y yo nos hacemos mayores y nos va resultando cada vez m¨¢s dif¨ªcil encontrar tiempo para las otras, reconozco que me sentir¨ªa mucho menos cerca de las personas a las que quiero si no fuera por los grupos de WhatsApp y las stories para ?mejores amigos? de Instagram y los ¨¢lbumes compartidos de fotos de ahijados y los calendarios compartidos para averiguar cu¨¢ndo y c¨®mo co?o vamos a quedar.

Lo que me interesa ahora es c¨®mo los problemas relacionados con internet son s¨ªntomas de problemas subyacentes. Eso es lo que siempre espero poder ayudar a diagnosticar a una persona. Un miedo recurrente en la bandeja de entrada de ?Querida Dolly? es el de perderse las cosas. A menudo me escriben personas en la veintena que acaban de mudarse a Londres y se preocupan porque no se est¨¢n divirtiendo lo suficiente o gente soltera que siente que no tiene suficientes citas. Aunque lo m¨¢s com¨²n es que me escriban mujeres con pareja aterradas porque no se sienten del todo satisfechas, asustadas por si la opci¨®n que han elegido ha cerrado otras posibilidades mejores. Quieren que les diga si la estabilidad que han encontrado con su pareja es como se supone que tiene que ser una relaci¨®n larga o si, en realidad, es solo estancamiento y falta de est¨ªmulos. Se podr¨ªa alegar que esta compromisofobia colectiva se ha agravado con las redes sociales, la tiran¨ªa de la comparaci¨®n constante y nuestra hiperconciencia de otras opciones posibles, pero creo que la explicaci¨®n m¨¢s convincente es que, sencillamente, el compromiso es m¨¢s dif¨ªcil ahora que vivimos mucho m¨¢s; que el problema es m¨¢s existencial que digital. A medida que nuestra esperanza de vida se acerca poco a poco a los noventa a?os, conocer a alguien siendo personas de mediana edad puede conllevar igualmente una relaci¨®n de cincuenta a?os. De modo que es normal que la idea de un compromiso para toda una vida nos resulte m¨¢s abrumadora que a nuestros abuelos, y m¨¢s teniendo en cuenta que hace muy poco que las mujeres pueden explorar las mismas libertades sexuales y oportunidades laborales que los hombres. Este tira y afloja entre querer una existencia dom¨¦stica y arraigada y una vida de libertad n¨®mada es un instinto muy humano, que se ha examinado sin parar en la psique de las historias de hombres y protagonistas masculinos atormentados. Ahora nos toca a nosotras lidiar con este dilema. Un dilema que nunca me canso de explorar.

Explorar es lo que siempre intento hacer cuando leo y respondo a las consultas. Muy pocas veces doy una respuesta clara. Cuando entrevist¨¦ al presentador Graham Norton y le pregunt¨¦ por la ¨¦poca en la que tuvo un consultorio, me dijo que siempre sent¨ªa que su trabajo era imaginarse el punto de vista de la persona de la que se le quejaban. Si alguien escribe para hablar sobre la angustia que le provoca una amistad, su pareja, un familiar o un jefe, es f¨¢cil expresar empat¨ªa y decirle que tiene raz¨®n. Lo m¨¢s dif¨ªcil es aportar una visi¨®n compasiva desde todas las perspectivas. Esa, pienso yo, es la verdadera dificultad de tener que dar consejos: imaginarse c¨®mo lo viven las personas que rodean a quien escribe. Brindar empat¨ªa a todas las partes. Yo me esfuerzo mucho por hacerlo cuando escribo mis respuestas: incluso cuando no me parece bien lo que hace la persona sobre la que me han escrito, intento imaginarme qu¨¦ la habr¨¢ llevado a comportarse as¨ª.

Ha habido veces que me ha costado ofrecerle una perspectiva diferente a quien escrib¨ªa, sobre todo a quienes parecen tener relaciones, amistades o din¨¢micas familiares coercitivas o peligrosas. En esos casos, la seguridad de la persona que escribe tiene prioridad sobre cualquier intento de respuesta con una perspectiva de trescientos sesenta grados. Una vez, recib¨ª un correo de seguimiento de una de esas personas. Me dijo que, despu¨¦s de leer la respuesta a su consulta en la revista, dej¨® su relaci¨®n. Fue un recordatorio de la seriedad con la que debo tomarme ese tipo de consultas, aunque las contesto pocas veces, porque soy muy consciente de que ?la universidad de la calle? no me otorga la formaci¨®n ni los conocimientos suficientes para ello.

El ¨²nico tema con el que soy firmemente rotunda es el puritanismo de cualquier tipo. No soporto el puritanismo. Y veo demasiado ¨²ltimamente. No me gusta nuestra fobia a los excesos ni nuestro fetiche por el control. No pienso permitir que alguien juzgue su dieta ni su ingesta de alcohol ni su promiscuidad, sobre todo si es evidente que ese juicio es algo que ha internalizado de los dem¨¢s. Y, por lo general, no me gusta que la gente se queje del estilo de vida ni de los h¨¢bitos personales de los dem¨¢s. Tambi¨¦n soy bastante intolerante con la adoraci¨®n impuesta del trabajo. Cierto es que yo misma estoy bastante obsesionada con el trabajo, pero, cuanto mayor me hago, m¨¢s cuenta me doy de que esa no es la mejor opci¨®n para muchas personas. Creo que no se deber¨ªa juzgar a nadie por priorizar sus relaciones y su salud mental y su felicidad por encima del trabajo. Y no me gusta que la gente se queje porque sus amigos y conocidos no tienen tanta ambici¨®n como ellos ?En pocas palabras, intento que la gente deje de relacionar la moralidad con ciertas cosas que no me parecen logros (como la delgadez, la riqueza, la virginidad o la abstinencia).

Mi falta de disposici¨®n a moralizar en todas y cada una de las consultas es algo que a cierto tipo de lector le disgusta sobremanera. Los comentaristas aficionados de The Sunday Times, los habituales, aparecen en la secci¨®n de comentarios todas las semanas y piden lo de siempre: un juicio. Qui¨¦n tiene raz¨®n, qui¨¦n se equivoca, qui¨¦n se merece un escarmiento. Quieren un fallo judicial maniqueo sobre la ¨¦tica de la persona y, si no lo emito yo, lo discuten entre ellos debajo de la consulta. Algo que me resulta bastante fascinante es la cantidad de respuestas que reciben siempre las consultas relacionadas con la fidelidad. Cuando se publica una sobre infidelidades, las comparticiones y comentarios alcanzan cifras poco frecuentes. Poner los cuernos o que nos los pongan son experiencias tristes, pero habituales. En alg¨²n momento en la vida de casi todo el mundo, es probable que lo hagamos o que nos lo hagan. Y, aun as¨ª, seg¨²n mis lectores, parece que este acontecimiento vital y su injusticia es el tema que m¨¢s nos escandaliza. En ausencia de la religi¨®n organizada y sus sanciones sociales, tenemos las secciones de comentarios de los peri¨®dicos.

Hace mucho que me atormenta uno de estos comentaristas aficionados ¡ªun hombre cuyo nombre no mencionar¨¦, porque eso es justo lo que quiere¡ª, que mete baza cada domingo, a veces solo un minuto despu¨¦s de que se haya publicado la edici¨®n en l¨ªnea, para anunciar que est¨¢ pensando en cancelar su suscripci¨®n a The Sunday Times por mis art¨ªculos. Su problema con mis textos es anterior a la aparici¨®n del consultorio, de modo que su amenaza lleva cerni¨¦ndose sobre el peri¨®dico m¨¢s de cinco a?os ya. Me encuentra aburrid¨ªsima, esa es su queja principal. Lo aburro a m¨¢s no poder. Algunas veces, escribe su versi¨®n del consejo que le dar¨ªa a la persona que ha escrito. He terminado d¨¢ndome cuenta de que ve la secci¨®n de comentarios de cada domingo como su propio consultorio en miniatura. Entiendo muy bien esa tendencia y es probable que yo hiciera lo mismo si fuese ¨¦l, as¨ª que, cuando veo que otros comentaristas lo felicitan por la calidad de su comentario semanal, siento una extra?a felicidad por ¨¦l y una sensaci¨®n de triunfo compartido.

A pesar del ocasional detractor ruidoso, siempre me ha gustado escribir para The Sunday Times. Es una posici¨®n muy privilegiada como escritora y como feminista de ideas progresistas . Tengo l¨ªnea directa con la clase media de derechas inglesa. Todas las se[1]manas, cuando me siento a escribir la respuesta del consultorio, me emociono con esa idea. Puedo colar mis mensajes en la ¨²ltima p¨¢gina de Style y estos, a su vez, se cuelan en ciertas casas de Hampshire. Puede que jueces y legisladores y miembros del Partido Conservador lean mis palabras mientras desayunan sus tostadas con mermelada. No me hace falta convencer a personas de izquierdas y de mi edad de que las mujeres no deber¨ªan sentir verg¨¹enza por tener relaciones sexuales sin compromiso o de que una persona no tendr¨ªa que esconder que su expareja es trans, pero siempre que elijo a qu¨¦ consultas responder soy consciente de que tengo la oportunidad de normalizar temas en hogares en los que puede que sigan estigmatizados. Y normalizar siempre es m¨¢s efectivo que aleccionar, sobre todo porque yo misma todav¨ªa tengo mucho que aprender. Nunca en la vida quiero dar lecciones a la gente, pero s¨ª que quiero intentar ampliar mi empat¨ªa como consejera (y persona), y espero que quienes me lean quieran lo mismo.

La mayor¨ªa de las consultas que recibo son de mujeres heterosexuales que me escriben sobre hombres. Me gustar¨ªa tener una mayor variedad de temas de una mayor variedad de remitentes, pero solo puedo contestar a las personas que me escriben (aunque los detractores insistan en que los problemas se los inventa un equipo editorial; de verdad que no; si fuera as¨ª, os aseguro que ser¨ªan mucho m¨¢s variados). Algunas veces me escriben hombres y siempre me choca ver lo diferente que estructuran sus problemas. Las cartas de mujeres suelen seguir la plantilla de: ?Este es el problema que tengo, estos son los motivos por los que pienso que es culpa m¨ªa, esta es la raz¨®n por la que en el fondo s¨¦ que no se trata de un problema y me siento tonta por escribirte, gracias por leer esto, el mero hecho de escribirlo ha hecho que me sienta mejor. ?Soy mala persona??. Mientras que los remitentes hombres suelen sentirse mucho m¨¢s c¨®modos ech¨¢ndole la culpa a la persona sobre la que me escriben y est¨¢n seguros de que su problema es un problema de verdad y del que vale la pena hablar.

A veces es dif¨ªcil no sentir pena. Si leyera todas las cartas que recibo una semana tras otra y las pusiera unas al lado de otras, observar¨ªa una historia global de ansiedad femenina, de no sentirnos lo bastante buenas. De preocuparnos por no ser el tipo de chica que debemos ser desde que nacemos hasta que morimos. Cada d¨¦cada de la vida de las mujeres est¨¢ marcada por una nueva duda acerca de nosotras mismas. Empieza con las adolescentes que detestan su aspecto, contin¨²a a los veintipocos con las mujeres preocupadas por no haber perdido todav¨ªa la virginidad, luego ¡ªa los veintitantos o a los veintimuchos¡ª se preguntan por qu¨¦ no han tenido nunca una relaci¨®n y se culpan a s¨ª mismas. Luego, las mujeres cumplen los treinta y yo nado en mensajes de puro terror ante la perspectiva de no tener hijos nunca. Luego tienen hijos y recibo cartas sobre ser madres o amigas mal¨ªsimas porque no pueden conciliar el trabajo y la vida familiar. Luego sus hijos crecen y ellas se preocupan por si son compa?eras y esposas mal¨ªsimas. Luego est¨¢n las cartas de p¨¢nico de mujeres de setenta a?os que me escriben sobre la disfunci¨®n er¨¦ctil de sus maridos y me preguntan si es responsabilidad suya mantener la chispa.

Cuando les contesto a todas esas mujeres, lo primero que intento hacer es quitarle la verg¨¹enza a la pregunta. Creo que es ¨²til recordarle a la persona que, sea lo que sea lo que est¨¦ viviendo, es probable que otras mujeres ya lo hayan vivido. Eso significa que pueden centrarse en resolver el problema en lugar de odiarse a s¨ª mismas. Ahora entiendo el t¨®pico de los consultorios de ?es completamente normal y perfectamente sano?. Nunca pensaba que ser¨ªa de las que responden ?es completamente normal y perfectamente sano? a las cosas, pero aqu¨ª estoy, siendo una se?ora pragm¨¢tica que contesta ?esto no es nada que no haya visto antes, chicas?.

Cuando conviene ¡ªla mayor¨ªa de las veces¡ª, paso a explorar, a continuaci¨®n, c¨®mo est¨¢ ligado el problema al sexismo de la sociedad. Si las mujeres me escriben para confesar que sienten verg¨¹enza de su vida sexual presente o pasada, o para expresar odio por su aspecto f¨ªsico, creo que es importante situar esos problemas en un contexto social m¨¢s amplio para entender del todo d¨®nde est¨¢ el origen de estos sentimientos de inseguridad. Es algo de especial relevancia cuando recibo las cartas m¨¢s habituales, que son las de mujeres aterradas por si no tienen hijos. Siento que este tema me ata?e en lo personal, porque los a?os que he pasado escribiendo el consultorio han coincidido con la etapa de mi vida en la que el alarmismo por la fertilidad es ineludible. Quiero hacer todo lo que pueda para darles a las mujeres el consuelo que yo ando siempre buscando: que me recuerden que muchas de las ?verdades? sobre fertilidad se basan en conocimientos cient¨ªficos obsoletos y sin base cient¨ªfica, que hay m¨¢s de una forma de formar una familia y, sobre todo, que nunca se sabe lo r¨¢pido que puede cambiar tu vida.

Estas consultas ¡ªen las que las mujeres expresan su miedo a no ser el tipo correcto de mujer¡ª son las que me resultan m¨¢s f¨¢ciles de contestar. Mis respuestas son un intento de curar mis propias heridas, as¨ª como las de las mujeres que me han escrito. Al crear esta selecci¨®n, he repasado todos los consejos que he dejado por escrito y he visto que, aunque ya no soy una escritora de las que lo cuentan todo, mis emociones m¨¢s complicadas y mis experiencias m¨¢s sagradas se esconden a plena vista en estos textos. Puede que no fuese una coincidencia que, en el momento de mi vida en el que pensaba que no ten¨ªa las riendas de nada, decidiese aconsejar sobre cualquier tema a personas a las que no conoc¨ªa. En casi todos los casos, las respuestas podr¨ªan empezar tambi¨¦n con ?Querida Dolly?. Qu¨¦ suerte tan grande tengo de que parte de mi trabajo consista en tener el tiempo y el espacio para procesar la vida as¨ª.

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