La lectora solitaria
Leer es un acto de independencia. A algunos les interesan los pr¨®logos y otros prefieren estar cara a cara con su libro
Ella estaba leyendo, al borde de la piscina de un club de barrio en la ciudad de Buenos Aires. Si alguien lee cerca de donde estoy, en un bus, un bar, el banco de una plaza o sobre las baldosas de un natatorio, mi curiosidad zumba como un insecto hasta que clava su aguij¨®n en la tapa del libro ajeno, como si encontrar la respuesta fuera el comienzo de una investigaci¨®n seria sobre consumos culturales. En los medios de transporte dialogo con desconocidos. En las librer¨ªas, me atrevo a preguntar por qu¨¦ alguien est¨¢ comprando el ejemplar elegido. La pregunta tiene su recompensa. Pocos se sorpren...
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Ella estaba leyendo, al borde de la piscina de un club de barrio en la ciudad de Buenos Aires. Si alguien lee cerca de donde estoy, en un bus, un bar, el banco de una plaza o sobre las baldosas de un natatorio, mi curiosidad zumba como un insecto hasta que clava su aguij¨®n en la tapa del libro ajeno, como si encontrar la respuesta fuera el comienzo de una investigaci¨®n seria sobre consumos culturales. En los medios de transporte dialogo con desconocidos. En las librer¨ªas, me atrevo a preguntar por qu¨¦ alguien est¨¢ comprando el ejemplar elegido. La pregunta tiene su recompensa. Pocos se sorprenden o rechazan dar una respuesta. A veces, como si hablara para nadie, pronuncio alguna palabra sobre el libro que otro tiene en su mano.
En este caso, ella, la lectora, y yo, la curiosa, est¨¢bamos en un lugar que permite el di¨¢logo. Primero intent¨¦ ver la tapa del libro, pero ella lo sosten¨ªa de tal forma que a la tapa, siempre inclinada, no llegaban mis ojos. Cuando ella fue a nadar un rato, dej¨® el libro entre sus cosas, ni escondido ni francamente a la vista. De modo que acceder a ¨¦l habr¨ªa sido una intrusi¨®n que otros iban a percibir, porque seguramente me ver¨ªan mientras hurgaba entre sus pertenencias como si planeara robarle algo. No me anim¨¦.
Di vueltas alrededor de su tumbona, pero un pliegue de la toalla que ella hab¨ªa dejado al descuido tapaba todo el libro, excepto un ¨¢ngulo inferior que solo mostraba el blanco reluciente de la cartulina nueva. No hay caso, me dije, o me quedo sin saber o tendr¨¦ que preguntarle. De repente, una brisa de verano desplaz¨® la toalla y pude reconocer la tapa. Era La muerte en Venecia, de Thomas Mann, con pr¨®logo de Francisco Ayala. Fue suficiente para que empez¨¢ramos a conversar. Ella no hab¨ªa visto el filme de Visconti, porque decidi¨® leer antes el relato de Thomas Mann. La decisi¨®n incorpor¨® su lectura a un orden en que lo escrito reclamaba prelaci¨®n sobre lo cinematogr¨¢fico. Ella hab¨ªa visto varias pel¨ªculas de Visconti, pero este era el primer relato de Thomas Mann que le¨ªa, y estaba orgullosamente sorprendida.
Ella dijo que no hab¨ªa llegado a ese libro por casualidad. Mujer de m¨¢s de 50 a?os, lo hab¨ªa pasado por alto, pese a la pel¨ªcula de Visconti, cineasta que admiraba y de quien dio pruebas de haber visto dos o tres filmes, de los que mencion¨® Rocco y sus hermanos y El gatopardo. Tambi¨¦n hab¨ªa pescado en internet pedacitos de Muerte en Venecia, la pel¨ªcula donde Dirk Bogarde es Von Aschenbach. Le hab¨ªa emocionado la m¨²sica del filme, tanto como la expresi¨®n lenta y mitigada de su personaje. No me anim¨¦ a preguntarle si le gustaba Mahler, que es el sonido ominoso y sublime de la cinta. Era suficiente, sin esa pregunta pedante, que le gustaran los pedacitos que hab¨ªa escuchado en YouTube. Lleg¨® a La muerte en Venecia, como pude enterarme de a poco, mientras el sol ca¨ªa sobre la superficie azul de la piscina, por el camino que hoy es m¨¢s previsible: era una novela donde una peste modificaba dram¨¢ticamente el destino de sus personajes. Mann, me dijo ella, nos hablaba sobre nuestro presente.
Le pregunt¨¦ si hab¨ªa le¨ªdo el pr¨®logo de Francisco Ayala que abre la edici¨®n espa?ola. Ella se?al¨®, como algo evidente para cualquiera, que prefer¨ªa no leer pr¨®logos porque as¨ª evitaba que influyeran sobre su primera relaci¨®n con una novela. Le pregunt¨¦ entonces si los le¨ªa despu¨¦s de terminada esa novela y respondi¨® que tampoco, porque prefer¨ªa mantener sus propias ideas y sacar sus propias conclusiones. Antes de juzgar duramente esta negativa, quienes a veces escribimos pr¨®logos pensemos un poco para qu¨¦ le sirven a una mayor¨ªa de lectores que, hoy por hoy, se informan con las pastillas que encuentran en la web.
La lectora con quien hablaba cre¨ªa conservar intacta su autonom¨ªa. Se me ocurri¨® contarle cu¨¢nto hab¨ªa aprendido yo sobre los libros leyendo a Auerbach o a Barthes, pero me pareci¨® que as¨ª me deslizaba por una pendiente peligrosa, donde yo quedaba del lado de los pedantes que citan nombres desconocidos. Cambi¨¦ de tema, porque era preferible hablar del filme de Visconti. Ella se me anticip¨® con su recuerdo de algunas escenas, como aquella en que el rubio adolescente Tadzio da vueltas alrededor de Von Aschenbach en la playa, probando que, pese a las edades y los aspectos, nadie es nunca completamente inocente.
Ella me resultaba al mismo tiempo agresiva y simp¨¢tica en su independencia, aunque si todos los lectores la practicaran con el mismo celo muchos nos quedar¨ªamos sin trabajo. Pero ella ten¨ªa raz¨®n, porque ser lectora de ficci¨®n no la obligaba a garantizarnos a los cr¨ªticos literarios una fuente de sustento. Leer es un acto de independencia cuyos l¨ªmites no son fijos ni iguales para todos. Record¨¦, sin embargo, que en mi larga historia fueron las explicaciones de texto las que me permitieron entender algo de una masa de palabras a veces indescifrables. Pero, sentadas ella y yo al borde de la piscina, no parec¨ªa ni lugar ni momento para exponer los trabajosos cap¨ªtulos de mi autobiograf¨ªa.
A ella, esos cap¨ªtulos no le interesaban. Prefer¨ªa estar sola, cara a cara con Thomas Mann.
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