Un w¨¦stern revolucionario
¡®Babelia¡¯ adelanta un extracto de ¡®El poder del perro¡¯, novela de Thomas Savage que la directora Jane Campion ha convertido en un aplaudido filme reci¨¦n estrenado en el Festival de Venecia
En oto?o, los hermanos y los peones que hab¨ªan contratado trasladaban un millar de novillos cuarenta kil¨®metros por la carretera hasta los corrales del diminuto asentamiento de Beech. A menos que el clima fuera deprimente, que hubiera lluvia cayendo con fuerza desde el norte, o ese aguanieve que cortaba la cara o ese fr¨ªo que entorpec¨ªa la circulaci¨®n sangu¨ªnea, ese acontecimiento se parec¨ªa un poco a una excursi¨®n o un p¨ªcnic; los j¨®venes pensaban en los almuerzos que les hab¨ªa preparado la cocinera, la se?ora Lewis, para que los comieran al mediod¨ªa cuando las sombras se ocultaban bajo la ar...
En oto?o, los hermanos y los peones que hab¨ªan contratado trasladaban un millar de novillos cuarenta kil¨®metros por la carretera hasta los corrales del diminuto asentamiento de Beech. A menos que el clima fuera deprimente, que hubiera lluvia cayendo con fuerza desde el norte, o ese aguanieve que cortaba la cara o ese fr¨ªo que entorpec¨ªa la circulaci¨®n sangu¨ªnea, ese acontecimiento se parec¨ªa un poco a una excursi¨®n o un p¨ªcnic; los j¨®venes pensaban en los almuerzos que les hab¨ªa preparado la cocinera, la se?ora Lewis, para que los comieran al mediod¨ªa cuando las sombras se ocultaban bajo la artemisa; pensaban en la taberna que estaba al otro lado de la carretera, enfrente de los corrales, y en las habitaciones que estaban en la planta superior de la taberna, donde viv¨ªan las putas.
Cuando el sol sub¨ªa rojo y la escarcha se retiraba de la superficie de los pastos cortos y secos, la manada ya formaba una hilera de m¨¢s de ochocientos metros de largo; atrapados bajo el hechizo de la oscuridad y esa cualidad sagrada del alba que hace que los hombres se vuelquen en s¨ª mismos, los vaqueros guardaban silencio y los hermanos guardaban silencio, escuchando los pasos-pasos-pasos del ganado y el crepitar de la artemisa aplastada bajo las pezu?as hendidas, los crujidos-crujidos-crujidos del cuero de las sillas y el tintineo de las barbadas de plata alemana. El nuevo sol que se elevaba por encima de las colinas orientales dejaba al descubierto un mundo tan amplio y hostil a la esperanza que los vaqueros j¨®venes se aferraban a los recuerdos de casa, de los fogones de la cocina, las voces de sus madres, el guardarropa de la escuela y los gritos de los ni?os en el recreo. Levantaban el ment¨®n y fijaban la mirada en una abandonada caba?a de troncos, abierta a la intemperie, donde en el verano los caballos perdidos buscaban un poco de sombra, donde a?os antes un hombre como ellos hab¨ªa fracasado; en el punto en el que el camino se torc¨ªa cerca de una alambrada de espino, un cartel oxidado salpicado de orificios de balas los instaba a mascar tabaco de una marca que ya no exist¨ªa; m¨¢s adelante, encorvado sobre la perilla de su silla de montar, cabalgaba el hombre de m¨¢s edad de la barraca, gris, de rostro arrugado, uno que como ellos habr¨ªa so?ado alguna vez con un peque?o lugar propio, unas pocas hect¨¢reas, una casa, algunas cabezas de ganado, un prado verde, una mujer como esposa y, s¨®lo Dios lo sab¨ªa, tal vez un hijo.
Luego el sol se elevaba un poco m¨¢s sobre las colinas y esa calidez nueva alimentaba las esperanzas de los hombres, que hablaban, re¨ªan, bromeaban; sus planes se har¨ªan realidad pronto; cuando llegaran a viejos, como aquel tipo all¨ª encorvado sobre su montura, dispondr¨ªan de un lugar que fuera suyo. Tendr¨ªan dinero, har¨ªan planes. Mientras tanto, el hocico del caballo apuntaba a los corrales, a la taberna, a las mujeres de la planta superior.
Tambi¨¦n los hermanos guardaban silencio en la oscuridad y se distingu¨ªan entre s¨ª s¨®lo por sus siluetas, el delgado y el rechoncho; por sus siluetas y por el crujido largo y familiar de las sillas de montar de cada uno de ellos. As¨ª es, pens¨® Phil despreocupadamente, siempre se quedaban callados cuando empezaban la marcha, dirigiendo los pensamientos hacia dentro y hacia el pasado, y ese silencio le dec¨ªa que el pasado no hab¨ªa cambiado, no mucho. S¨ª, el coche, ese Stearns-Knight verde oscuro que corr¨ªa a toda mecha entre el ganado, lo irritaba; iba demasiado r¨¢pido, en su opini¨®n. Una vez, el chofer se hab¨ªa atrevido a hacer sonar la bocina y el ruido hab¨ªa asustado tanto al ganado que Phil se acerc¨® al coche, que avanzaba con lentitud, y, desde lo alto de su alaz¨¢n, le dijo al conductor lo que pensaba sin pelos en la lengua. ?Hab¨ªa que ver c¨®mo se humillaron los pasajeros del asiento trasero!
¡ªCondenados pueblerinos ¡ªgru?¨®¡ª. George, ?has o¨ªdo a ese hijo de perra tocar la bocina? Por todos los santos, no les importa un comino espantar a un mont¨®n de novillos. Ojal¨¢ todos esos jodidos coches explotaran.
Pero George, que era leal al Reo (as¨ª como a todas sus pertenencias), sigui¨® mirando hacia delante, en direcci¨®n a las grupas de las vacas.
¡ªDiablos ¡ªdijo¡ª. Oh, diablos, Phil. Hay que acomodarse a los tiempos.
¡ª?Los tiempos! ¡ªdijo Phil, y escupi¨®. Diez a?os atr¨¢s ten¨ªan una diligencia de verdad, con un hombre de verdad sobre el pescante cogiendo las riendas, con cuatro buenos caballos¡ª. ?C¨®mo se llamaba aquel chofer, Gordito? ¡ªle pregunt¨® a George. Pocas veces se olvidaba de un nombre, pero era una manera de dar comienzo a la conversaci¨®n de esa nueva ma?ana.
¡ªHarmon ¡ªdijo George.
¡ªPor Dios, tienes raz¨®n. ¡ªEse intercambio los hizo regresar al pasado, a cuando eran ni?os, los devolvi¨® a ese punto en el que pod¨ªan rememorar a Bronco Henry, a la ¨¦poca en que todav¨ªa quedaban unos pocos indios malolientes, antes de que el Gobierno decidiera cambiar las cosas y los mandara a la reserva. Phil todav¨ªa se acordaba de aquellos caballos viejos y de ancas torcidas sobre los que se marcharon los indios, aquellas destartaladas calesas en las que tuvieron que api?arse. Durante una semana entera, los indios desfilaron lentamente delante de la casa, rumbo a la reserva del sur de Idaho, levantando polvareda y haciendo ladrar a los perros de la finca. El ¨²nico que no estaba con ellos era el jefe, aquel viejo taimado. Se hab¨ªa muerto.
A Phil le gustaba recordarle a George todas esas veces en las que, mientras llevaba ganado, sus agudos ojos hab¨ªan avistado puntas de flechas indias que luego ¨¦l hab¨ªa recogido y a?adido a su notable colecci¨®n. No recordaba que George hubiera encontrado una punta de flecha alguna vez. Phil sonri¨® para sus adentros. ?C¨®mo podr¨ªa haberlo hecho? George siempre miraba al frente, como lo estaba haciendo ahora, en direcci¨®n a las polvorientas grupas de las vacas.
En ese preciso momento, Phil se pregunt¨®: ?c¨®mo deber¨ªa empezar la conversaci¨®n del d¨ªa? Un d¨ªa tan especial como ese. ?Con Bronco Henry? ?O con aquel incidente del a?o anterior, el del coche que, cuando estaba tratando de cruzar el r¨ªo de ganado, se desvi¨® hacia un costado y cay¨® en una zanja? Dos mujeres y un hombre, todos con pantalones bombachos, lo m¨¢s absurdo que se hab¨ªa visto, y all¨ª se quedaron, boquiabiertos, contemplando el coche volcado casi de lado, mirando, nada m¨¢s. A Phil le hab¨ªa alegrado que George estuviera en la parte delantera de la manada, puesto que ¨¦l habr¨ªa enganchado su cuerda al coche y los habr¨ªa sacado y entonces ellos no habr¨ªan aprendido la lecci¨®n.
?O comenzar esta ma?ana con el hecho m¨¢s importante, el de que ese era el vig¨¦simo quinto a?o que transportaban ganado juntos? ?Veinticinco a?os! ?Qu¨¦ orgullosos se hab¨ªan sentido entonces, y qu¨¦ adultos! Para Phil hab¨ªa algo importante en el hecho de que hubieran realizado el primer viaje de ida y vuelta en el bonito a?o redondo de mil novecientos, mil novecientos y nada m¨¢s. ?Jes¨²s! ?Jes¨²s! En aquella ¨¦poca, Bronco Henry no era mayor de que lo que ¨¦l y George eran ahora, no mucho mayor, a decir verdad, que los j¨®venes que los acompa?aban hoy, vestidos con sus ropas finas. Ya no sab¨ªan qu¨¦ demonios eran, esos j¨®venes: vaqueros o estrellas de pel¨ªcula. Phil jam¨¢s hab¨ªa visto una pel¨ªcula y por Dios que jam¨¢s lo har¨ªa, pero esos j¨®venes guardaban revistas sobre cine en la barraca y hab¨ªa un tipo que se llamaba W. S. Hart que era algo as¨ª como un Dios para ellos.
?C¨®mo arrugaban los sombreros, y esas bandanas de seda que se anudaban en el cuello, y esos elegantes zahones! Se hab¨ªa enterado de que uno de ellos hab¨ªa encargado botas a medida con incrustaciones extravagantes, gast¨¢ndose la paga de todo un mes en una jodida cosa para ponerse en los pies. ?Y despu¨¦s se preguntaban por qu¨¦ terminaban en ese condado! Bueno, musit¨® Phil, as¨ª eran las cosas. Cuanto m¨¢s ignorante era la gente, m¨¢s sent¨ªa la necesidad de adornarse.
George se hab¨ªa desviado un poco a la derecha; Phil cruz¨® en diagonal entre la manada, que avanzaba lentamente, y tarare¨® con voz tranquilizadora, para que los animales no se impacientaran.
¡ªBien, Georgie, chaval ¡ªsonri¨®¡ª. Supongo que aqu¨ª estamos.
A pesar de que eran hermanos, cabalgaban de manera diferente, se sentaban de manera diferente sobre las monturas; uno inclinado y relajado, cogiendo las riendas flojas entre las manos desnudas; el otro, recto, r¨ªgido sobre la silla, sacando panza, mirando hacia delante.
¡ª?Aqu¨ª? ¡ªpregunt¨® George, girando la cabeza¡ª. ?A qu¨¦ te refieres con aqu¨ª, Phil?
¡ª?Que a qu¨¦ me refiero con aqu¨ª? ?Que a qu¨¦ me refiero con aqu¨ª, Gordito, chaval? Hoy se cumplen veinticinco a?os. Mil novecientos y nada. Diecinueve cero cero. ?Lo recuerdas?
¡ªLa verdad es que lo hab¨ªa olvidado ¡ªdijo George.
Vaya. ?C¨®mo podr¨ªa olvidarlo?, se pregunt¨® Phil. ?En qu¨¦ hab¨ªa pensado todo ese a?o?
¡ªVeinticinco a?os. Algo as¨ª como un aniversario de plata, o como se llame ¡ªdijo Phil¡ª. ?No son eso? ¡ªCuando estaba de broma o enfadado, Phil comet¨ªa errores gramaticales para enfatizar sus palabras.
¡ªMucho tiempo ¡ªrepuso George.
¡ªBueno ¡ªdijo Phil¡ª. Tampoco tanto, maldita sea. ¡ªNo hab¨ªa tra¨ªdo ese asunto a colaci¨®n con el objeto de se?alar cu¨¢nto tiempo hab¨ªa pasado desde su infancia. El propio Phil no se sent¨ªa ni un a?o m¨¢s viejo que cuando ten¨ªa doce a?os y George diez; s¨®lo much¨ªsimo m¨¢s listo¡ª. Pero te dir¨¦ algo, George, hemos vivido algunos momentos formidables.
¡ªSupongo que s¨ª. ¡ªGeorge busc¨® su paquete de Bull Durham en el bolsillo de la camisa; at¨® las riendas en la perilla, se quit¨® los guantes y se lio un cigarrillo; grueso, con forma de embudo.
Phil lo mir¨® y resopl¨®. De ninguna manera iba a cargar ¨¦l solo con todo el peso de la conversaci¨®n del aniversario.
?Qu¨¦ le pasaba a George? ?Le dol¨ªa la barriga? ?Qu¨¦ t¨ªo maravilloso para pasar el oto?o con ¨¦l! Hab¨ªa estado raro todo el verano.
¡ªOye, Gordito ¡ªcoment¨®¡ª. Nunca has aprendido a liar un cigarro con una sola mano.
Y con esas palabras, Phil cruz¨® abruptamente entre el ganado para hablar con los j¨®venes, moviendo los labios como si estuviera prepar¨¢ndose para contarles aquella vez que Bronco Henry, enfermo y con fiebre, hab¨ªa hecho una de las cabalgadas m¨¢s bonitas que se hab¨ªan visto jam¨¢s; a los cuarenta y ocho a?os, maldita sea. A veces sent¨ªa el deseo de contar toda la historia. Una de las razones por las que odiaba el alcohol era que le daba miedo lo que podr¨ªa llegar a decir.
En ese momento un pajarito gris sali¨® zumbando de los arbustos. El alaz¨¢n de Phil se asust¨® y tropez¨®. Phil sinti¨® una furia repentina y una angustia como una n¨¢usea.
¡ª?Maldito seas, viejo est¨²pido! ¡ªgrit¨®, y tir¨® de la cabeza del alaz¨¢n, al tiempo que le daba un buen golpe con las espuelas. Veinticinco a?os desde que hab¨ªa cabalgado al lado de Bronco Henry.
El sol ya estaba en lo alto, las sombras eran m¨¢s cortas, las horas que faltaban ser¨ªan calientes y largas. S¨ª, como tambi¨¦n eran largos los a?os, pens¨® Phil, y las sombras que proyectaban.
Si el viento era favorable y uno ten¨ªa una nariz aguda, pod¨ªa oler los corrales de Beech mucho antes de verlos; estaban cerca del r¨ªo, que estaba casi seco en esta ¨¦poca del a?o, alejado de sus orillas y tan calmo que la superficie reflejaba el cielo curvo y vac¨ªo y, a veces, las urracas que aleteaban en lo alto, buscando carro?a, taltuzas y conejos muertos de tularemia o alg¨²n becerro muerto e hinchado de lo que en esa zona se llamaba pierna negra. S¨ª, si el viento era favorable y uno ten¨ªa la nariz aguda, pod¨ªa captar el olor del agua y la pestilencia sulf¨²rica y alcalina del arroyo que avanzaba lento y que, a la altura de los corrales, desembocaba en el r¨ªo y lo contaminaba.
Si el sol era favorable y uno ten¨ªa la vista aguda, a veces ve¨ªa aparecer el asentamiento, primero como un espejismo que flotaba justo sobre el horizonte, los corrales, los vagones jaula con los manchados pasadizos, las dos tabernas de fachadas falsas con habitaciones en la planta superior, la escuela blanca venida a menos con el campanario de baja altura, todo rodeado de artemisa y una zona sin vegetaci¨®n donde los ni?os jugaban a la pelota y las ni?as saltaban a la cuerda. Al otro lado de esa zona sin vegetaci¨®n estaba el edificio llamado La Hoster¨ªa, y detr¨¢s de ¨¦l se elevaba una colina desnuda en cuyas laderas pastaban unos delgados caballos salvajes, entre un viento perpetuo que les agitaba las enmara?adas crines y colas. Ese viento aullaba en verano y en invierno, chillando al pasar por la ladera hacia el cementerio ubicado al pie de la colina, donde una oxidada alambrada de espino y unos postes en putrefacci¨®n manten¨ªan a raya a los animales sueltos para que no pisaran las tumbas ni volcaran las jarras de fruta en las que a menudo hab¨ªa flores, violetas en primavera, castillejas m¨¢s tarde, pero s¨®lo los muertos recientes pod¨ªan estar seguros de que tendr¨ªan flores. Bajo ese sol se marchitaban de repente y su mensaje era ef¨ªmero; en poco tiempo, los tallos se ulceraban en el interior de esas jarras de fruta.
A una persona inteligente se le hab¨ªa ocurrido decorar una tumba reciente con flores de papel y poner encima de ellas una jarra de fruta boca abajo, para protegerlas de la lluvia.
Los corazones siempre lat¨ªan un poco m¨¢s r¨¢pido en Beech cuando corr¨ªa el rumor de que alguien hab¨ªa visto una polvareda en la llanura, que estaban llegando un mont¨®n de piezas de ganado transportadas por un mont¨®n de vaqueros derrochones. En las dos tabernas, los encargados de las barras constataban la altura del matarratas que hab¨ªa en las botellas que estaban detr¨¢s del mostrador y apartaban el whisky de verdad, el que ven¨ªa de Canad¨¢, para aquellos que tuvieran los medios necesarios, esos ganaderos a los que les gustaba hacer gestos magn¨¢nimos.
¡ªEsc¨²cheme bien ¡ªle dijo un encargado a un vendedor ambulante que hab¨ªa llegado la noche antes en el tren de Salt Lake City¡ª. Mant¨¦ngase lejos de la carretera y no se quede mirando el ganado como un tonto cuando lleguen, o es probable que espante a los animales y que luego a los vaqueros les cueste hacerlos entrar en los corrales. Hace un par de a?os le dispararon justo encima de la cabeza a un t¨ªo que se hab¨ªa quedado papando moscas y asustando al ganado. ?Por Dios, deber¨ªa haber visto c¨®mo sali¨® corriendo para cubrirse, c¨®mo se le sacud¨ªan los faldones!
¡ªParece el Salvaje Oeste ¡ªdijo el viajante en tono sarc¨¢stico. Hab¨ªa venido con la intenci¨®n de vender generadores peque?os a las tabernas, la escuela y el hotel que se llama La Hoster¨ªa, pero no hab¨ªa encontrado a ning¨²n interesado.
¡ªDiablos, s¨ª que es el Salvaje Oeste ¡ªdijo el encargado¡ª. Por lo que yo s¨¦, las ¨²nicas luces el¨¦ctricas del valle est¨¢n en el rancho de los Burbank. Los dem¨¢s usamos l¨¢mparas a gas.
¡ªEl rancho de los Burbank ¡ªrepiti¨® el vendedor, y mir¨® el calendario con im¨¢genes de chicas que estaba detr¨¢s de la barra. Se les ve¨ªa la ropa interior.
¡ªSon ellos los que vienen esta tarde. Mil cabezas. Ocho o diez vaqueros. Y los hermanos. Siga mi consejo, qu¨¦dese dentro y no provoque una estampida. ?Qu¨¦ te pongo, Dolly? ¡ªle pregunt¨® a una rubia¡ª. Dios m¨ªo, qu¨¦ bien hueles.
¡ªGracias ¡ªdijo ella¡ª. Es Agua Florida. Y beber¨¦ ginebra, ya sabes.
¡ªEst¨¢ por llegar la comitiva de los Burbank.
¡ªLos he visto desde arriba ¡ªdijo Dolly¡ª. Y, oh, por Dios, qu¨¦ espanto.
¡ªBueno, ahora tienes a tu amiga para que te ayude.
¡ªNo servir¨¢ de mucho. Est¨¢ enferma.
¡ª?S¨ª? ?Tiene lo mismo que ten¨ªa la vieja Alma? ?Re cuerdas?
¡ª?Tuberculosis? Oh, no, por todos los diablos. Es la regla.
Los corazones tambi¨¦n lat¨ªan un poco m¨¢s r¨¢pido en el ¨²nico comedor del pueblo, que estaba dentro del peque?o hotel llamado La Hoster¨ªa. El comedor estaba listo y tambi¨¦n las camas de la planta superior. El registro estaba abierto sobre el escritorio en una p¨¢gina nueva y al lado, oliendo a cedro, hab¨ªa un l¨¢piz al que se le acababa de sacar punta.
¡®El poder del perro¡¯, con traducci¨®n de Eduardo Hojman, se publica el 9 de septiembre en Alianza.
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