Una novela sobre la libertad amenazada
¡®Encrucijadas¡¯, pr¨®xima novela de Jonathan Franzen, que publicar¨¢ Salamandra el 21 de octubre con traducci¨®n de Eugenia V¨¢zquez Nacarino, marca la primera entrega de una trilog¨ªa que abre un pasadizo hacia los abismos de la sociedad estadounidense contempor¨¢nea. ¡®Babelia¡¯ adelanta sus primera p¨¢ginas
Adviento
El cielo de New Prospect, atravesado por robles y olmos desnudos, estaba lleno de promesas h¨²medas ¡ªun par de sistemas frontales sombr¨ªamente confabulados para traer una Navidad blanca¡ª mientras Russ Hildebrandt hac¨ªa la ronda matinal en su Plymouth Fury familiar por los hogares de los feligreses seniles o postrados en cama. La se?ora Frances Cottrell, miembro de la congregaci¨®n, se hab¨ªa ofrecido a ayudarlo esa tarde a llevar juguetes y conservas a la Comunidad de Dios, y aunque Russ sab¨ªa que s¨®lo como pastor ten¨ªa derecho a alegrarse por el acto de libre albedr¨ªo de la mujer, no podr¨ªa haber pedido un mejor regalo de Navidad que cuatro horas a solas con ella.
Despu¨¦s de la humillaci¨®n que Russ hab¨ªa sufrido tres a?os antes, el p¨¢rroco de la iglesia, Dwight Haefle, hab¨ªa aumentado su cuota de visitas pastorales. Qu¨¦ hac¨ªa exactamente Dwight con el tiempo que le ahorraba su auxiliar, aparte de tomarse vacaciones m¨¢s a menudo y trabajar en su largamente esperada colecci¨®n de poes¨ªa l¨ªrica, Russ no lo ten¨ªa claro. Aun as¨ª, apreciaba el coqueto recibimiento de la se?ora O¡¯Dwyer, a quien una amputaci¨®n tras un edema severo hab¨ªa confinado en una cama de hospital instalada donde hab¨ªa sido el comedor de su casa, y en general la rutina de servir a los dem¨¢s, en particular a quienes, a diferencia de ¨¦l, no recordaban nada de lo sucedido tres a?os antes. En el asilo de Hinsdale, donde el olor a pino de las coronas navide?as mezclado con el de las heces geri¨¢tricas le recordaba a las letrinas del altiplano de Arizona, Russ le mostr¨® al viejo Jim Devereaux el nuevo anuario parroquial, que ¨²ltimamente usaban como pretexto para iniciar la conversaci¨®n, y le pregunt¨® si se acordaba de la familia Pattison. Para un pastor envalentonado por el esp¨ªritu de Adviento, Jim era el confidente ideal: un pozo de los deseos donde nunca resonar¨ªa el eco de una moneda al llegar al fondo.
¡ªPattison ¡ªmusit¨® Jim.
¡ªTen¨ªan una hija, Frances ¡ªRuss se acerc¨® a la silla de ruedas del feligr¨¦s y busc¨® las p¨¢ginas de la ce¡ª. Ahora lleva el apellido de casada¡ Frances Cottrell.
Nunca hablaba de ella en casa, ni siquiera cuando habr¨ªa sido l¨®gico mencionarla, por temor a lo que su esposa pudiera adivinar en su voz. Jim se inclin¨® para ver mejor la fotograf¨ªa de Frances y sus dos hijos.
¡ªAh¡ ?Frannie? S¨ª que recuerdo a Frannie Pattison. ?Qu¨¦ fue de ella?
¡ªHa vuelto a New Prospect. Perdi¨® a su marido hace un a?o y medio: una tragedia. Era piloto de pruebas en General Dynamics.
¡ª?Y d¨®nde est¨¢ ahora?
¡ªHa vuelto a New Prospect.
¡ª?Vaya, vaya! Frannie Pattison. ?Y d¨®nde est¨¢ ahora?
¡ªHa vuelto a casa. Ahora se llama Frances Cottrell ¡ªRuss la se?al¨® en la foto y repiti¨®¡ª: Frances Cottrell.
Iban a verse en el aparcamiento de la Primera Reformada a las dos y media. Como un ni?o incapaz de esperar hasta Navidad, Russ lleg¨® all¨ª a la una menos cuarto, sac¨® la fiambrera y comi¨® dentro del coche. En los d¨ªas malos, que hab¨ªan sido muchos en los tres a?os anteriores, recurr¨ªa a un intrincado rodeo ¡ª entraba por la sala de actos de la iglesia, sub¨ªa una escalera y recorr¨ªa un pasillo flanqueado por pilas de cantorales proscritos, cruzaba un almac¨¦n donde se guardaban atriles desvencijados y un bel¨¦n expuesto por ¨²ltima vez once navidades atr¨¢s, un batiburrillo de ovejas de madera y un buey manso encanecido por el polvo con el que sent¨ªa una desolada fraternidad; a continuaci¨®n, tras bajar una escalera angosta donde s¨®lo Dios pod¨ªa verlo y juzgarlo, acced¨ªa al templo por la puerta ¡°secreta¡± que hab¨ªa en el panel trasero del altar para salir al fin por la entrada lateral del presbiterio¡ª con tal de no pasar por el despacho de Rick Ambrose, el director del programa juvenil. Los adolescentes que se agolpaban delante de su puerta eran demasiado j¨®venes para haber asistido en persona a su humillaci¨®n, pero seguro que conoc¨ªan la historia y ¨¦l no pod¨ªa mirar a Ambrose sin delatar su fracaso a la hora de perdonarlo siguiendo como deb¨ªa el ejemplo del Redentor.
Aquel era un d¨ªa muy bueno, sin embargo, y los pasillos de la iglesia estaban a¨²n desiertos. Fue directamente a su despacho, puso papel en la m¨¢quina de escribir y empez¨® a rumiar el serm¨®n para el domingo siguiente a Navidad, cuando Dwight Haefle estar¨ªa otra vez de vacaciones. Se arrellan¨® en la butaca, se pein¨® las cejas con las u?as, se pellizc¨® el caballete de la nariz, se toquete¨® la cara de perfiles angulosos que, como hab¨ªa comprendido demasiado tarde, muchas mujeres (no s¨®lo la suya) encontraban atractivos e imagin¨® un serm¨®n sobre su misi¨®n navide?a en los barrios del sur de la ciudad: predicaba con demasiada frecuencia sobre Vietnam o sobre los navajos. Atreverse a decir desde el p¨²lpito las palabras ¡°Frances Cottrell y yo tuvimos el privilegio de¡¡± ¡ªpronunciar su nombre mientras ella escuchaba desde un banco en la cuarta fila y los ojos de la congregaci¨®n, quiz¨¢ con envidia, la conectaban con ¨¦l¡ª era un placer desdichadamente coartado por su esposa, que le¨ªa los sermones de antemano, tambi¨¦n se sentar¨ªa en un banco de la iglesia e ignoraba su encuentro de aquel d¨ªa con Frances.
En las paredes de su despacho hab¨ªa un p¨®ster de Charlie Parker con su saxo y otro de Dylan Thomas con su cigarrillo, una foto m¨¢s peque?a de Thomas Merton enmarcada junto a una octavilla impresa con motivo de su visita a la iglesia de Judson en 1952, el diploma del seminario b¨ªblico de Nueva York donde estudi¨® y una foto ampliada de ¨¦l y dos amigos navajos en Arizona en 1946. Diez a?os antes, cuando asumi¨® como auxiliar del p¨¢rroco en New Prospect, esas se?as de identidad tan sagazmente elegidas sintonizaban con los j¨®venes cuyo crecimiento en Cristo era parte de su labor pastoral. En cambio, para los chicos que ¨²ltimamente atestaban los pasillos de la iglesia, con sus pantalones de campana, sus petos vaqueros y sus pa?uelos en el pelo, s¨®lo significaban antig¨¹edad obsoleta. El despacho de Rick Ambrose, aquel muchacho de gre?as morenas y lustroso bigote a lo Fu Manch¨², recordaba a un parvulario: las paredes y las estanter¨ªas engalanadas con las toscas efusiones pict¨®ricas de sus j¨®venes disc¨ªpulos, con los amuletos de piedra, los huesos blanqueados y los collares de flores silvestres que le regalaban, con los carteles serigrafiados de conciertos ben¨¦ficos sin v¨ªnculos discernibles con ninguna religi¨®n que Russ reconociera. Despu¨¦s de la humillaci¨®n se hab¨ªa escondido en su despacho para sufrir entre los emblemas desva¨ªdos de una juventud que a nadie, salvo a su esposa, le parec¨ªa ya interesante. Y Marion no contaba porque fue ella quien lo empuj¨® a ir a Nueva York, fue ella quien le descubri¨® a Merton, a Parker y a Thomas, fue ella quien se entusiasm¨® con las historias de los navajos y quien lo apremi¨® a seguir su vocaci¨®n religiosa. Marion era inseparable de una identidad que hab¨ªa demostrado ser humillante y que s¨®lo la llegada de Frances Cottrell hab¨ªa conseguido redimir.
¡ªDios m¨ªo, ?¨¦ste eres t¨²? ¡ªdijo la primera vez que visit¨® su despacho, el verano anterior, mientras examinaba la foto de la reserva navaja¡ª. Te pareces a Charlton Heston de joven.
Hab¨ªa acudido a Russ en busca de consejo para superar el duelo, otra faceta de su labor sacerdotal, aunque no la favorita, porque la p¨¦rdida m¨¢s dolorosa que ¨¦l hab¨ªa padecido hasta la fecha era la de Skipper, el perro que ten¨ªa de ni?o. Se tranquiliz¨® al o¨ªr que la mayor queja de Frances, pasado un a?o tras la truculenta muerte de su marido en Texas, era una sensaci¨®n de vac¨ªo. Cuando le sugiri¨® que se uniera a uno de los c¨ªrculos de mujeres de la Primera Reformada, ella hizo un adem¨¢n impaciente con la mano.
¡ªNo voy a ir a tomar caf¨¦ con las se?oras de la parroquia ¡ªdijo¡ª. S¨¦ que soy madre de un chico que va a empezar el instituto, pero s¨®lo tengo treinta y seis a?os.
Tambi¨¦n record¨® la rabia que le dio a ¨¦l cuando, poco despu¨¦s de que muriese Skipper, su madre le pregunt¨® si quer¨ªa otro perro
En efecto, no ten¨ªa grasa ni bolsas ni flacidez ni arrugas: era la imagen misma de la vitalidad con aquel vestido ce?ido sin mangas y estampado de cachemira, con aquel pelo rubio natural y corto como el de un chico, con aquellas manitas cuadradas como las de un chico. A Russ le parec¨ªa obvio que pronto volver¨ªa a casarse, que el vac¨ªo de aquella ausencia tal vez s¨®lo era la a?oranza de un marido, pero tambi¨¦n record¨® la rabia que le dio a ¨¦l cuando, poco despu¨¦s de que muriese Skipper, su madre le pregunt¨® si quer¨ªa otro perro.
Le habl¨® a Frances de un c¨ªrculo de mujeres en particular, distinto de los otros y dirigido por ¨¦l mismo, que trabajaba hermanado con la Comunidad de Dios, una iglesia de la zona m¨¢s pobre del casco urbano.
¡ªEsas se?oras no van a tomar caf¨¦ ¡ª?dijo¡ª. Pintamos casas, desbrozamos terrenos, tiramos trastos viejos. Llevamos a los ancianos al m¨¦dico, ayudamos a los ni?os con los deberes de la escuela. Lo hacemos cada dos martes, el d¨ªa entero. Y a?adir¨¦ que espero con ganas esos martes. Es una de las paradojas de nuestra fe: cuanto m¨¢s das a los desfavorecidos, m¨¢s plenamente te sientes en Cristo.
¡ªPronuncias su nombre con tanta facilidad¡ ¡ªdijo Frances¡ª. Hace tres meses que voy a misa los domingos y sigo a la espera de sentir algo.
¡ªNi siquiera mis sermones te han conmovido.
Ella se ruboriz¨® un poco con aire cautivador.
¡ªNo me refer¨ªa a eso. Tienes una voz preciosa. Es s¨®lo que¡
¡ªFrancamente, es m¨¢s probable que sientas algo un martes que un domingo. Yo mismo preferir¨ªa estar en los barrios del sur que dando sermones.
¡ª?Es una iglesia de negros?
¡ªEs una iglesia negra, s¨ª. Kitty Reynolds es nuestra cabecilla.
¡ªKitty me cae bien. Me dio lengua al final de secundaria.
A Russ tambi¨¦n le ca¨ªa bien Kitty, aunque advert¨ªa que lo miraba con recelo, como a cualquier macho de la especie; Marion lo hab¨ªa invitado a considerar que Kitty, soltera tenaz, probablemente era lesbiana. Se vest¨ªa como un le?ador para sus excursiones quincenales a la zona sur y no hab¨ªa tardado en tomar posesi¨®n de Frances insistiendo en que fuese y volviese con ella mejor que en el coche familiar de Russ. Consciente de esa suspicacia, ¨¦l le cedi¨® el terreno a Kitty, pero aguardaba el d¨ªa en que estuviera indispuesta.
El martes despu¨¦s de Acci¨®n de Gracias, en medio de un brote de gripe, s¨®lo tres se?oras, todas ellas viudas, se presentaron en el aparcamiento de la Primera Reformada. Frances se mont¨® en el asiento delantero de su Fury con una gorra de lana a cuadros como la que Russ llevaba de ni?o, y se la dej¨® puesta, tal vez por el escape en el radiador de la calefacci¨®n del coche, que empa?aba el parabrisas si no dejabas una ventanilla bajada. ?O acaso sab¨ªa que aquella gorra de caza le daba un adorable aire andr¨®gino que lo desgarraba por dentro y pon¨ªa a prueba su fe? Las dos viudas mayores quiz¨¢ s¨ª lo supieran porque durante todo el trayecto hasta el sur de la ciudad, m¨¢s all¨¢ del aeropuerto de Midway y la calle 55, a Russ le pareci¨® que lo atosigaban desde el asiento trasero con preguntas mordaces sobre su esposa y sus cuatro hijos.
Theo Crenshaw le hac¨ªa un favor al c¨ªrculo de los acomodados suburbanitas aceptando su caridad sin dar las gracias
La Comunidad de Dios era una peque?a iglesia de ladrillo ocre, sin campanario, construida originariamente por alemanes; ten¨ªa anejo un centro parroquial con techo de tela asf¨¢ltica. Al frente de la congregaci¨®n, de mayor¨ªa femenina, se hallaba un pastor de mediana edad, Theo Crenshaw, que le hac¨ªa un favor al c¨ªrculo de los acomodados suburbanitas aceptando su caridad sin dar las gracias. Theo se limitaba a entregar cada dos semanas a Russ y Kitty una lista de tareas enumeradas en orden de prioridad; all¨ª no iban a predicar, sino a servir. Kitty se hab¨ªa manifestado con Russ para reivindicar los derechos civiles, pero ¨¦l tuvo que amonestar a otras mujeres del grupo y explicarles que, aunque a ellas les costara entender aquel ingl¨¦s ¡°urbano¡±, no era necesario que alzaran la voz ni que hablaran lento para que las entendieran. Quienes captaron la idea y lograron vencer el miedo a caminar por la manzana del 6700 al sur de Morgan Street, vivieron una poderosa experiencia con el c¨ªrculo. A las que no la captaron (algunas se hab¨ªan unido para no ser menos y no quedar marginadas) se vio obligado a infligirles la misma humillaci¨®n que ¨¦l hab¨ªa padecido a manos de Rick Ambrose y pedirles que no volvieran m¨¢s.
Como Kitty siempre la llevaba pegada a su lado, a¨²n estaba por ver lo que Frances pod¨ªa dar de s¨ª. Cuando llegaron a Morgan Street sali¨® del coche con desgana y esper¨® a que se lo pidieran antes de ayudar a Russ y las otras viudas a cargar las cajas de herramientas y las bolsas de ropa de invierno donada al centro parroquial. Esa falta de iniciativa hizo que de pronto a Russ lo asaltaran dudas (tal vez hab¨ªa confundido el estilo con la sustancia, una simple gorra con el esp¨ªritu aventurero), pero un soplo de compasi¨®n las disolvi¨® cuando Theo Crenshaw, ignorando a Frances, pidi¨® a las dos viudas mayores que catalogaran una remesa de libros de segunda mano para la catequesis dominical. Los dos hombres iban a instalar una nueva caldera en el s¨®tano.
¡ª?Y Frances? ¡ªpregunt¨® Russ.
Andaba merodeando por la puerta de la calle. Theo la escrut¨® fr¨ªamente.
¡ªHay un buen mont¨®n de libros.
¡ª?Por qu¨¦ no nos ayudas a Theo y a m¨ª? ¡ªle propuso Russ.
Frances asinti¨® con entusiasmo; as¨ª se confirmaba el instinto compasivo de Russ y se disipaba la sospecha de que en realidad ¨¦l pretend¨ªa alardear de su fuerza o de su habilidad con las herramientas. En el s¨®tano se qued¨® en camiseta interior, rode¨® con los brazos la vieja y sucia caldera cubierta de amianto y la levant¨® de su soporte. Con cuarenta y siete a?os ya no era un esbelto reto?o; el pecho y los hombros se le hab¨ªan ensanchado como a un roble. Frances, en cualquier caso, no pod¨ªa hacer mucho m¨¢s que mirar. Cuando la toma de agua empotrada se desprendi¨® de la pared y tuvo que trabajar con el cincel y una terraja, Russ tard¨® en advertir que ella se hab¨ªa ido del s¨®tano.
Encrucijadas
Autor: Jonathan Franzen. Traducci¨®n de Eugenia V¨¢zquez Nacarino.
Editorial: Salamandra, 2021.
Formato: 640 p¨¢ginas. 24 euros.
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