Indiana Jones en busca de la aventura perdida
La ¨²ltima entrega de la saga protagonizada por Harrison Ford tambi¨¦n marca el final de una manera de entender un g¨¦nero que fascin¨® a generaciones enteras
En el pr¨®logo que Frederic Prokosch public¨® a principios de los a?os ochenta para la reedici¨®n de su cl¨¢sico de viajes Los asi¨¢ticos (1935), el poeta y novelista de Wisconsin escrib¨ªa: ¡°?Qu¨¦ era lo que yo encontraba tan apasionante en aquel sue?o de un Asia impenetrable? Sin duda, su ser inescrutable, semejante a la de las serpientes y los insectos; aquel reinado de misterio gigantesco que forzaba a mi imaginaci¨®n a luchar a brazo partido con las nociones asi¨¢ticas de transitoriedad y evanesc...
En el pr¨®logo que Frederic Prokosch public¨® a principios de los a?os ochenta para la reedici¨®n de su cl¨¢sico de viajes Los asi¨¢ticos (1935), el poeta y novelista de Wisconsin escrib¨ªa: ¡°?Qu¨¦ era lo que yo encontraba tan apasionante en aquel sue?o de un Asia impenetrable? Sin duda, su ser inescrutable, semejante a la de las serpientes y los insectos; aquel reinado de misterio gigantesco que forzaba a mi imaginaci¨®n a luchar a brazo partido con las nociones asi¨¢ticas de transitoriedad y evanescencia, de santidad y perfidia, de horror y eternidad¡±. Como le ocurri¨® a Don Quijote y los libros de caballer¨ªa, el joven Prokosch encontr¨® su causa en los centenares de vol¨²menes que ley¨® en la Linonian Library de New Haven. Era un hombre joven ¡°e inexperto¡±, pero con la intuici¨®n ¡°de un animal¡± se lanz¨®, seg¨²n la leyenda sin moverse del escritorio, a la mayor de las aventuras: viajar por el mapa de la imaginaci¨®n.
No es sencillo delimitar en la historia del cinemat¨®grafo el alcance del impulso de la aventura, eso que Juan Eduardo Cirlot defini¨® en su c¨¦lebre Diccionario de s¨ªmbolos como ¡°la b¨²squeda del sentido de la vida: peligro, combate, amor, abandono, encuentro, ayuda, p¨¦rdida, conquista, muerte¡±. La lucha contra el mal, dec¨ªa Cirlot, ¡°es el aspecto ¨¦tico de la aventura, como la b¨²squeda de la amada es el aspecto er¨®tico-espiritual¡±. La pasi¨®n por los viajes y las ficciones, por conocer otros mundos y, sobre todo, por narrarlos existe desde que uno de los padres del cine, George M¨¦li¨¨s, director de un peque?o teatro parisiense de ilusionismo y magia, supo intuir la necesidad del p¨²blico de volar al Polo o la Luna. En el cine de aventuras caben todos los mundos so?ados: galaxias, selvas, mares, bosques y desiertos; piratas y tesoros; Simbad el marino y Robin Hood; animales prehist¨®ricos, naufragios y mil leguas de viajes submarinos. El g¨¦nero de acci¨®n, el hist¨®rico y el fant¨¢stico buscan la ¨¦pica de la aventura. La epopeya del w¨¦stern, tambi¨¦n.
Cuando en 1981 aterriz¨® Indiana Jones, personaje que vuelve a los cines en su despedida con El dial del destino, el esplendor del cine cl¨¢sico pertenec¨ªa al pasado. La mayor¨ªa de los espectadores adolescentes de la ¨¦poca hab¨ªan crecido con los h¨¦roes heredados de sus padres y, aunque llegaron justo a tiempo para conocer las ¨²ltimas sesiones dobles de Tarz¨¢n y los hermanos Marx en los cines de la Gran V¨ªa de Madrid, tuvieron que descubrir buena parte del gran cine de aventuras en la televisi¨®n, en videoclubes o en los cines de barrio que a¨²n resist¨ªan el empuje de los nuevos tiempos. Asistir al funeral vikingo de Beau Geste, el cl¨¢sico de 1939 de William A. Wellman que tanto marc¨® a la generaci¨®n de la posguerra espa?ola, no era igual de emocionante desde un televisor casero que desde el oasis de un cine durante el erial del franquismo. Aun as¨ª, la pasi¨®n por las peripecias y ense?anzas de los cl¨¢sicos era contagiosa gracias a pel¨ªculas como la propia Beau Geste o como Los contrabandistas de Moonfleet (1955) y el d¨ªptico El tigre de Esnapur y La tumba india (1959), las tres de Fritz Lang; La isla del tesoro (1934) y Capitanes intr¨¦pidos, 1937, ambas de Victor Fleming; King Kong (1933) de Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack; La m¨¢scara de Fu Manchu (1932), de Charles Brabin; Gunga Din (1939), de George Stevens; El ladr¨®n de Bagdad (1924), El mundo en sus manos (1952) y Objetivo Birmania (1945), todas de Raoul Walsh; Solo los ¨¢ngeles tienen alas (1939) y ?Hatari! (1962), de Howard Hawks; Viento en las velas (1965), de Alexander Mackendrick, o, en uno de los escasos ejemplos femeninos de una tradici¨®n eminentemente masculina, La mujer pirata (1951), joya dentro de ese tesoro que es la filmograf¨ªa de Jacques Tourneur.
Toda ¨¦pica requiere de un h¨¦roe y eso implica algo m¨¢s que un buen actor. Cuando en 1979 Steven Spielberg y George Lucas firmaron con Paramount Pictures el acuerdo para desarrollar una serie de pel¨ªculas, concretamente cinco, inspiradas en las novelas pulp y los cl¨¢sicos de Hollywood, el escollo principal era dar con un nuevo arquetipo y con el int¨¦rprete capaz de encarnarlo. El reto era encontrar a un actor con un carisma y belleza capaz de enamorar como lo hac¨ªan las viejas glorias del firmamento de los estudios. Cuando se estren¨® Indiana Jones en busca del arca perdida, en 1981, yo ten¨ªa 13 a?os. Hay una an¨¦cdota que resume el impacto que supuso para millones de adolescentes de todo el mundo el descubrimiento de un icono popular propio. En mi caso, como el psic¨®pata Jack Torrance en El resplandor, me pas¨¦ una noche en vela rellenando con una sola frase de tres palabras todas las p¨¢ginas de mi diario. Mi mantra, muy de la ¨¦poca tambi¨¦n, era I love Indy.
Una revelaci¨®n que le debe casi todo a Harrison Ford, el actor que supo dar cuerpo y car¨¢cter a un h¨¦roe hecho con los retales del antih¨¦roe. La idea original era mezclar el mito del detective solitario encarnado por Humphrey Bogart, con su capacidad para moverse en cualquier submundo con insolencia, perspicacia y un sombrero Fedora, pero con el cuerpo atl¨¦tico y conquistador de James Bond. Su fetiche, el sombrero y el l¨¢tigo, entronca con la idea del bomb¨ªn y el bast¨®n de Chaplin pero sin perder de vista las dianas acrob¨¢ticas de Tarz¨¢n. El candidato original para encarnar al personaje era Tom Selleck, que representaba a un tipo m¨¢s viril y p¨ªcaro que Ford, m¨¢s en la l¨ªnea de 007, pero que respond¨ªa peor a los anhelos de la generaci¨®n que irrumpi¨® en los ochenta.
Ford era guapo sin saberlo, o sin importarle saberlo, un esc¨¦ptico socarr¨®n en la superficie pero con la nobleza de un sentimental en el fondo. Su Indiana ten¨ªa un lado serio e introspectivo. Un hombre culto y erudito cuyo individualismo aventurero se sosten¨ªa sobre su sentido del deber profesional y sus principios como arque¨®logo. Persegu¨ªa tesoros, pero sin codicia personal ni inter¨¦s por la fama, cre¨ªa en la idea del bien com¨²n de los museos. Un hombre, en definitiva, de una solidez muy sexy. Si concedemos que una de las mejores secuencias de la filmograf¨ªa de Steven Spielberg es la de la conversaci¨®n final en el barco de Tibur¨®n entre Robert Shaw, Richard Dreyfuss y Roy Scheider, quiz¨¢ encontremos en la mezcla de estos tres hombres la f¨®rmu?la de Ford, un actor capaz de ser cre¨ªble como el apasionado acad¨¦mico que encarnaba Dreyfuss, como el furioso y solitario aventurero que bordaba Shaw y como el cabal hombre de orden (Scheider) capaz de luchar sin tregua contra el mal, sean tiburones o el nazismo.
Indiana Jones fue un h¨¦roe para todos los p¨²blicos, pero su traje estaba hecho a la medida de la generaci¨®n del estigma en el colegio ante los primeros divorcios, los que se perdieron la explosi¨®n de libertad de los setenta y con melancol¨ªa persiguieron su propia fiesta. Observadores y salvaguardas de guerras y utop¨ªas que no vivieron y que ahora asisten perplejos a la deshumanizada procesi¨®n digital de villanos y superh¨¦roes de juguete. Ni uno ni otro son del todo su mundo y, en ese exiguo lugar propio, los avatares de Indiana Jones retrataban su propia peripecia vital. La transici¨®n del primer largometraje al segundo, Indiana Jones y el templo maldito (1984), es, para entendernos, la misma que separa al t¨²nel del terror del viejo parque de atracciones de Madrid al Dragon Khan de PortAventura. La primera es una oda al cart¨®n piedra del cine cl¨¢sico y la segunda, con su introducci¨®n musical a lo Busby Berkeley, abraza la acci¨®n entendida ya como la l¨²dica adrenalina de una monta?a rusa.
Pero la m¨¢s redonda de la saga, la que m¨¢s ha aportado a la construcci¨®n del personaje desde esa perspectiva generacional, sigue siendo Indiana Jones y la ¨²ltima cruzada. Tambi¨¦n es, hasta la fecha, la m¨¢s taquillera de la serie. Estrenada en 1989, la tercera pel¨ªcula, con guion de Jeffrey Boam, viaja a los or¨ªgenes de Jones a trav¨¦s de un pr¨®logo en el que River Phoenix (otro mito generacional que hab¨ªa hecho de hijo de Harrison Ford en La costa de los mosquitos) le daba vida en su adolescencia. En otro giro genial, a su padre lo interpreta Sean Connery: de manera literal, la sangre de James Bond corr¨ªa por las venas de Indy. Toda la pel¨ªcula es un ajuste de cuentas paternofilial en el que prevalece el sentimiento de orfandad que arrastra Junior, como lo llama su padre, algo que conecta de forma directa con el coraz¨®n del cine de Spielberg, uno de los cineastas que mejor ha retratado la melancol¨ªa infantil y juvenil ante la disfuncionalidad familiar. En un momento del filme, Connery reprocha los lamentos de su hijo con una honestidad brutal: ¡°Fui un padre estupendo. ?Te ped¨ª alguna vez que te lavaras los dientes? ?Te ped¨ª que hicieras los deberes? Respet¨¦ tu intimidad y te ense?¨¦ a ser independiente¡±. A lo que Indy responde: ¡°Lo ¨²nico que me ense?aste es que te importaban m¨¢s personas que hab¨ªan muerto hace 500 a?os¡±. La soledad del ni?o quedaba sellada.
El otro gran pilar de la saga es su aportaci¨®n a la comedia rom¨¢ntica. Es decir, el papel de la vida sentimental del h¨¦roe. El personaje de Marion y la elecci¨®n de una actriz con la personalidad de Karen Allen entronca con las hero¨ªnas impertinentes e independientes de las comedias de Howard Hawks, de Bola de fuego a La fiera de mi ni?a. Marion, adem¨¢s, era el centro de una de las secuencias m¨¢s determinantes de la saga, la de sus besos a las heridas de Indiana, que desvelaba, con esa mezcla perfecta de sensualidad y humor, el secreto poder del personaje: sus cicatrices.
La despedida del h¨¦roe en El dial del destino cierra el c¨ªrculo que se inici¨® hace m¨¢s de 40 a?os en un lugar perdido del Amazonas. Todo ha cambiado desde entonces, tambi¨¦n una forma de hacer y entender el cine popular de aventuras. El tiempo es esta vez el tesoro perdido y, a sus 80 a?os, Harrison Ford, de la mano de un profesional de probada eficacia, James Mangold, se atreve con la verdad de la vida, con su insondable final. Personaje y actor son hoy una leyenda y, por eso, la decisi¨®n de cerrar a?os de viajes, peripecias y misterios con la dignidad de un anciano es emocionante. Es esa cualidad de carne y hueso lo que distingue a Indy de la nueva sociedad l¨ªquida para honrarlo eternamente en el olimpo de los viejos aventureros. Esos que, como Prokosch rodeado solo de mapas y libros, eran capaces de iluminar el mundo desde un escritorio. O desde un cine.
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