T¨² no eres de los nuestros
La muerte del gran fot¨®grafo Ren¨¦ Robert en una calle del centro de Par¨ªs nos hace preguntarnos si ser¨ªamos capaces de actuar con ese nivel de indiferencia
En los d¨ªas del confinamiento extremo, mi marido era uno de esos se?ores que con la excusa del perro bajaban m¨¢s de tres veces al d¨ªa a estirar las piernas. Dicen que los perros adelgazaron. Mi perra no, ella es una de esas gordis que van a su ritmo, compa?eras ideales de los paseadores canosos. Con el chaquet¨®n heredado de mi padre y los andares heredados del suyo, mi marido, visto desde el balc¨®n, era uno de esos caminantes lentos, reflexivos, no tanto como para pararse a mirar una obra, pero s¨ª de los que andan alerta para captar el devenir del mundo. Camina con conciencia plena, una actitu...
En los d¨ªas del confinamiento extremo, mi marido era uno de esos se?ores que con la excusa del perro bajaban m¨¢s de tres veces al d¨ªa a estirar las piernas. Dicen que los perros adelgazaron. Mi perra no, ella es una de esas gordis que van a su ritmo, compa?eras ideales de los paseadores canosos. Con el chaquet¨®n heredado de mi padre y los andares heredados del suyo, mi marido, visto desde el balc¨®n, era uno de esos caminantes lentos, reflexivos, no tanto como para pararse a mirar una obra, pero s¨ª de los que andan alerta para captar el devenir del mundo. Camina con conciencia plena, una actitud que va perdiendo adeptos cada d¨ªa que pasa. Una de las noches fantasmales del confinamiento baj¨® a la perra y tardaba tanto en subir que a punto estuve de echarme a la calle. Al fin, la puerta de casa se abri¨® y apareci¨® ¨¦l como derrotado, como empeque?ecido. El rostro se le estaba empezando a hinchar, llevaba las gafas rotas y torcidas, el gesto desencajado. Lo primero que pens¨¦ es que le hab¨ªan agredido, pero en las calles de aquellos d¨ªas no hab¨ªa ni agresores de guardia. Se hab¨ªa tropezado en el desastroso pavimento de Felipe II y hab¨ªa pasado unos segundos tomando conciencia del golpe, temeroso, con esa sensaci¨®n tan inquietante de que algo en el cerebro se te ha movido. La perrilla, siempre a su lado. A partir de cierta edad el susto de una mala ca¨ªda nos hace tomar conciencia de que uno se puede romper, adem¨¢s de los temores que inevitablemente asaltan: ?qu¨¦ me hubiera ocurrido de haber perdido la conciencia?
En aquellos d¨ªas, aparec¨ªan fotos de gente tirada en el suelo a la que nadie socorr¨ªa. Nosotros solemos achacar esa indiferencia a seres de pa¨ªses remotos, nos tenemos por buenos samaritanos, pero la muerte en una calle del centro de Par¨ªs del gran fot¨®grafo Ren¨¦ Robert nos hizo preguntarnos si ser¨ªamos capaces de actuar con ese nivel de indiferencia. En mi barrio, como en el de usted, hay gente que duerme en la calle: cada mendigo tiene su rinc¨®n, hay una pareja que durante el d¨ªa vagabundea con sus posesiones de un lado a otro; un hombre que vive en un banco y que estudia, subraya y apunta, como si estuviera estudiando una carrera; m¨¢s all¨¢, el grupo de rumanos que se agolpan unos contra otros a falta del calor de una lumbre y un tipo vestido de ciclista que por el d¨ªa proyecta humo y frases indignadas al aire y por la noche se esconde en sus cartones. Nos son familiares. Una quiere pensar que si viera a un anciano desconocido tirado en medio de la calle considerar¨ªa que ha sufrido un accidente, es tranquilizador imaginar que t¨² s¨ª te acercar¨ªas, tratar¨ªas de reanimarlo, te ocupar¨ªas de llamar a una ambulancia. Pero si hay algo que estamos perdiendo en este metaverso idiota en el que ya nos sumen las burbujas digitales es la capacidad de andar por la calle prestando atenci¨®n. Vamos esquiv¨¢ndonos unos a otros, intuimos la presencia de alguien y algo en nuestro cerebro nos avisa para esquivar al pr¨®jimo en el ¨²ltimo momento; hay veces que no, y nos chocamos de la manera m¨¢s boba; chequeamos el m¨®vil en los sem¨¢foros, chateamos en las aceras; mantenemos reuniones de trabajo en plena calle; gesticulamos como antes lo hac¨ªan los trastornados; nos sumergimos en mil fantas¨ªas gracias a una m¨²sica que nos lleva a ignorar el sonido de la calle; creemos que caminamos, pero no, lo ¨²nico que hacemos es dar pasos sin conciencia del espacio que recorremos; cuando esperamos a alguien rellenamos el tiempo sumergidos en esa pantallita infinita que nos abduce. Los minutos vuelan sin apenas sentirlos y eso, parad¨®jicamente, nos parece una ventaja. Estamos felices de perder la ¨²nica vida que tenemos. No distinguimos entre el concepto de intimidad y el de espacio p¨²blico: podemos ir gritando a los cuatro vientos el amor y la infidelidad, aireando los logros y los rencores como si una burbuja nos protegiera. Como siempre, los americanos lo inventaron antes, mucho antes de que existieran los m¨®viles. Yo percib¨ªa en aquellos a?os que viv¨ª all¨ª ese orgulloso individualismo frente a nuestra cultura gregaria. Pero la vida digital ha uniformado nuestro comportamiento. Es revelador que la ¨²nica persona que asisti¨® al viejo fot¨®grafo Robert fuera un mendigo. Un mendigo que a¨²n conservaba la capacidad de observar. Vio a aquel anciano tirado, r¨ªgido, y pens¨®: ¡°T¨² no eres de los nuestros¡±.