?C¨®mo alguien puede atreverse a pintar el mar?
Hay m¨¢s verdad en un ¨®leo de Joan Mitchell que en la mayor¨ªa de las obras que se esfuerzan en reproducir cada grano de arena
Hace treintaicinco a?os, mi abuela compr¨® un apartamento a trescientos metros de la playa por dos millones de pesetas en un enorme bloque de diecisiete plantas. El edificio formaba parte de un vasto complejo: tres construcciones id¨¦nticas que, una en frente de la otra, formaban un ¨¢ngulo recto con el paseo mar¨ªtimo. Eran tres grandes colmenas ruidosas de color verde. En la planta baja, decenas de cuerpos sudorosos con sombrillas y toallas sol¨ªan agruparse delante de los tres ascensores de los que dispon¨ªa cada uno de los bloques. En un apartamento de apenas treinta metros cuadrados, seis perso...
Hace treintaicinco a?os, mi abuela compr¨® un apartamento a trescientos metros de la playa por dos millones de pesetas en un enorme bloque de diecisiete plantas. El edificio formaba parte de un vasto complejo: tres construcciones id¨¦nticas que, una en frente de la otra, formaban un ¨¢ngulo recto con el paseo mar¨ªtimo. Eran tres grandes colmenas ruidosas de color verde. En la planta baja, decenas de cuerpos sudorosos con sombrillas y toallas sol¨ªan agruparse delante de los tres ascensores de los que dispon¨ªa cada uno de los bloques. En un apartamento de apenas treinta metros cuadrados, seis personas y un perro pas¨¢bamos la primera parte del verano. En agosto llegaban los t¨ªos y los primos, y nosotros volv¨ªamos al pueblo.
En ese espejismo de ascensi¨®n social, me costaba entender c¨®mo una playa que era en realidad una gran extensi¨®n de carne brillando bajo el sol (Bacon y Saville vienen ahora a mi memoria) ten¨ªa algo que ver con el descanso. Las pieles que a diario sorteaba en el camino de la toalla hasta el agua formaban una compleja paleta de blancos, ocres y tierras. Qui¨¦n sabe si, cuando pinto, vuelvo mentalmente a buscar los matices en aquella alfombra de carne de la que me alej¨¦ nada m¨¢s pude.
Siento que soy nueva mirando el mar. Observo las piedras, las babas blancas, la lengua que resbala sobre la arena desplaz¨¢ndose lentamente como un animal. El metal y la espuma, el movimiento, el brillo de lo que intuyo en sus entra?as. Meto los pies en el agua y contemplo la vasta extensi¨®n azul. Estoy sola. Hoy no he tenido que atravesar una alfombra empapada en sudor para llegar hasta aqu¨ª, y la obra de Joan Mitchell sustituye inmediatamente a la imagen de la carne que siempre asoci¨¦ con esto, el agua est¨¢ ahora m¨¢s cerca de la abstracci¨®n que del virtuosismo de Pieter Brueghel el Viejo.
Quiero pintarla y de inmediato pienso en todas las marinas que he visto a lo largo de mi vida, pinturas que suelen acabar siendo la representaci¨®n r¨ªgida de algo extraordinario. Sin embargo, las manchas con chorretones de Mitchell me obligan a meterme en el agua. El encuentro directo con la naturaleza y las emociones fuertes que la obra de la norteamericana despiertan en m¨ª deforman el tiempo y ese tiempo me engulle. Igual que hace Enrique Vila-Matas en Montevideo.
Estos ¨²ltimos d¨ªas, por alguna raz¨®n que desconozco, ambos autores se han estado dando la mano en mis pensamientos. Me siento en la cama de una min¨²scula habitaci¨®n de hotel y el escritor me descubre qu¨¦ oculta una puerta condenada que hay detr¨¢s de un armario. Me ense?a a confundirme y a desaparecer en lo que escribo, a olvidarme de m¨ª cuando trabajo. Barro con la mirada, como barro la superficie del mar, una reproducci¨®n de Les Bleuets, un ¨®leo sobre tela que mide casi tres metros de alto por seis de ancho. Siento que la luz dura m¨¢s que de costumbre y pienso en todas las cosas sumergidas que palpitan aunque no las veamos.
Penetrar. Abrir. Perforar. Fundirse. Fantaseo desde mi falso privilegio (porque he conseguido rascar dos d¨ªas para leer, enfundada en un jersey de lana delante del mar, porque tambi¨¦n yo ca¨ª en la trampa de producir y estar al d¨ªa, de ser visible y no desaparecer, de no parar el ritmo de trabajo), introduzco el cuerpo en el agua fr¨ªa y vuelve a los o¨ªdos el sonido de la infancia, ese pitido tan dif¨ªcil de pintar en una marina. Hay m¨¢s agua, m¨¢s aire y m¨¢s verdad en una pintura de Joan Mitchell que en la mayor¨ªa de las obras que se esfuerzan en reproducir cada grano de arena.
Mi sobrina de seis a?os me pidi¨® una vez agua de un r¨ªo y arena de un desierto porque quer¨ªa comprobar si era tan suave como ella cre¨ªa. Escribo este texto desde su mesa, sobre la que reposan peque?as botellitas que contienen el mar Muerto, el mar Rojo, el r¨ªo Dulce y el Nilo. Me pregunto si tiene sentido seguir queriendo pintar el agua y vuelvo instintivamente a mi ¨²ltima lectura: ?no ser¨¢ que siempre queremos escribir sobre aquello que nos impide hacerlo?