Rebelde sin pausa
No nos dejemos enga?ar: la subversi¨®n no puede ejercerse desde el poder, ni convertirse en marca o mercanc¨ªa
Dif¨ªcil olvidar aquel miedo, las miradas despectivas desde los pupitres, los temblores de p¨¢nico en el patio, las burlas, la verg¨¹enza. Quieres pensar que resististe, que no cediste a las presiones de la jaur¨ªa, que mantuviste tu criterio propio. Pero a¨²n te quedan cicatrices de aquel ahogo en el cuello: el terror a no ser aceptada. En grupos numerosos te asusta nadar a contracorriente. Todav¨ªa luchas contra esa inercia que te empuja a callar tu desacuerdo, a disolverte, a no chirriar. La estridencia asusta cuando ...
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Dif¨ªcil olvidar aquel miedo, las miradas despectivas desde los pupitres, los temblores de p¨¢nico en el patio, las burlas, la verg¨¹enza. Quieres pensar que resististe, que no cediste a las presiones de la jaur¨ªa, que mantuviste tu criterio propio. Pero a¨²n te quedan cicatrices de aquel ahogo en el cuello: el terror a no ser aceptada. En grupos numerosos te asusta nadar a contracorriente. Todav¨ªa luchas contra esa inercia que te empuja a callar tu desacuerdo, a disolverte, a no chirriar. La estridencia asusta cuando el consenso de la calle y los aquelarres virtuales amenazan a los disidentes del reba?o.
Es duro mostrar oposici¨®n ante un grupo de personas coincidentes: de pronto surge un muro de aislamiento hostil y desmoralizador. Sin embargo, sabes que la unanimidad es solo aparente, el resultado de una serie de tensiones silenciosas que ocultan sin anularlas las diferencias ¨ªntimas. El psic¨®logo estadounidense Solomon Asch demostr¨® en 1951 que los seres humanos nos sentimos fr¨¢giles frente a toda opini¨®n abrumadoramente mayoritaria y tendemos a sumarnos a ella. En el experimento de Asch, unos estudiantes universitarios deb¨ªan comparar la longitud de unas l¨ªneas rectas dibujadas en la pizarra. Todos en el grupo excepto uno eran c¨®mplices del organizador y, por turno, se?alaban sin dudar la respuesta equivocada. Por ¨²ltimo interven¨ªa el ¨²nico observador inocente. Una y otra vez, el ensayo prob¨® que las personas est¨¢n dispuestas a contradecir lo que ven si quienes les rodean afirman lo contrario. Como dec¨ªa provocativamente Chico Marx ¡ª?disfrazado de Groucho¡ª en Sopa de ganso: ¡°?A qui¨¦n va a creer usted, a m¨ª o a sus propios ojos?¡±.
D¨¦cadas despu¨¦s, nosotros, aparentemente iconoclastas y mordaces en las redes sociales, seguimos adictos al conformismo. Al leer ciertas bravuconadas virales, a?oras el genuino desaf¨ªo a las convenciones de los pensadores de la escuela c¨ªnica, como la griega Hiparquia, una de las primeras mujeres fil¨®sofas conocidas. Cuentan que en cierto banquete debati¨® con un hombre que, al quedarse sin argumentos, incapaz de replicar a sus palabras, le arranc¨® con rabia el vestido. Ella no perdi¨® los nervios y miraba sin ning¨²n rubor, desnuda, a los comensales.
¡ª??sta es la desvergonzada mujer que abandon¨® la lanzadera del telar? ¡ªrugi¨® su oponente
¡ªYo soy ¡ªrespondi¨® Hiparquia¡ª. ?Crees que me equivoqu¨¦ al dedicar mi tiempo no al telar sino a mi educaci¨®n?
Los c¨ªnicos ¡ªen griego, los ¡°caninos¡±¡ª mendigaban para comer, dorm¨ªan a la intemperie y hac¨ªan compa?¨ªa a los perros de la calle. Era su forma de rechazar la propiedad, pues cre¨ªan que la obsesi¨®n por poseer nos hace desgraciados. El secreto de la felicidad resid¨ªa en necesitar poco. Sosten¨ªan que la riqueza se paga demasiado cara, con la moneda de nuestra libertad. ¡°Mi patria es el anonimato y la pobreza¡±, escribi¨® Crates, amante de Hiparquia. Menospreciaban aquello que la mayor¨ªa anhelaba, por eso escandalizaban a todos. Eran graciosos deslenguados, siempre dispuestos a sembrar dudas en sus contempor¨¢neos con piruetas l¨®gicas e ingeniosas audacias. Sus discursos se convirtieron en una aut¨¦ntica diversi¨®n para los transe¨²ntes atenienses. La suya era una filosof¨ªa humor¨ªstica y descarnada; frente a la seriedad pomposa de los convencidos ¡ªcon sus certezas grabadas a fuego¡ª, ellos opon¨ªan el juego, el chiste y la iron¨ªa.
En la mon¨®tona uniformidad de la globalizaci¨®n, vivimos parad¨®jicamente cautivados por la figura del rebelde. Las pantallas hacen desfilar ante nuestros ojos un santoral de iconos subversivos, pero incluso ese culto al inconformismo tiene una dimensi¨®n gregaria: pol¨ªticos cuidadosamente d¨ªscolos para conseguir votos, mensajes publicitarios que transforman la revoluci¨®n en un clich¨¦ para hacer caja, esc¨¢ndalos prefabricados para ganar audiencia, camisetas estampadas en serie con frases desafiantes y recetas de transgresi¨®n envasada. No nos dejemos enga?ar: la subversi¨®n no puede ejercerse desde el poder, ni convertirse en marca o mercanc¨ªa. Cuando la irreverencia se ha vuelto irrelevante, debemos desconfiar de quienes pretenden que seamos d¨®cilmente rebeldes.