Madrid, desahucio de vida
La ciudad ruge su silencio en medio de la tensa calma, obedientemente recluida en su estado de alarma
Con el salvoconducto de la perra, podemos pasear un poco m¨¢s. Como si lo supiera, desde hace dos d¨ªas, Lula insiste a menudo en bajar a la calle. Y esa obligatoria costumbre que muchas ma?anas, cuando apenas ha amanecido y muchas tardes, cuando cae la tarde, molesta, estos d¨ªas se agradece. Como es una caprichosa Schnauzer peque?a y est¨¢ ya vieja a sus 14 a?os, nunca avisa hacia donde piensa tirar. Pero ha querido m¨¢s o menos seguir el rastro de este pu?ado de fotograf¨ªas.
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Con el salvoconducto de la perra, podemos pasear un poco m¨¢s. Como si lo supiera, desde hace dos d¨ªas, Lula insiste a menudo en bajar a la calle. Y esa obligatoria costumbre que muchas ma?anas, cuando apenas ha amanecido y muchas tardes, cuando cae la tarde, molesta, estos d¨ªas se agradece. Como es una caprichosa Schnauzer peque?a y est¨¢ ya vieja a sus 14 a?os, nunca avisa hacia donde piensa tirar. Pero ha querido m¨¢s o menos seguir el rastro de este pu?ado de fotograf¨ªas.
Desde Tirso de Molina, se plant¨® esta ma?ana en la Plaza Mayor. Debi¨® llamarle la atenci¨®n el silencio que apenas acompa?aba la pericia que se dan con la escoba los barrenderos. Tambi¨¦n le pudo extra?ar que nada presagiaba el bullicio de los vendedores ambulantes, ni los gritos perfumados en alcohol de quienes abandonan los after a horas inciertas tras un largo s¨¢bado de excesos.
Nada. Calma. Apenas dos taxis y alg¨²n Uber romp¨ªan con su coreograf¨ªa m¨®vil en blanco y negro la l¨ªnea del silencio que reinaba en la v¨ªa p¨²blica. Ya por la Plaza, el rojo herreriano de las fachadas andaba a punto de deste?irse de tristeza. El caballo de Felipe III hab¨ªa aminorado el paso. Los adoquines parec¨ªan tambi¨¦n alisarse para que las pisadas de los ¨ªnfimos viandantes y las patas de Lula se sintieran m¨¢s c¨®modos entre el entorno. Los balcones quer¨ªan lucir blancos abiertos en canal y los soportales volv¨ªan transparente la penumbra e invitaban a resguardarse a quienes anduvieran por ah¨ª despistados en su propia soledad.
Pero la sensaci¨®n grave, donde m¨¢s se hace visible, es en los inmensos espacios desiertos, como la pasada ma?ana de domingo, en la abandonada Plaza Mayor. Por los alrededores, Madrid se despertaba sin aromas de churros ni chasquidos de tazas y platos de caf¨¦ en los bares. Lula tir¨® de repente hacia Sol, sin duda inquieta por no sentirse inc¨®moda entre el barullo de las maletas que dejan los turistas con su traj¨ªn ma?anero. Peor le parec¨ªa esta desconcertante sensaci¨®n de campo abierto en pleno asfalto, tomada por los polic¨ªas municipales. Sobre todo cuando la tarea de vigilar para ellos no ser¨¢ ardua, porque quienes van a provocar desmanes estos d¨ªas son los fantasmas. Y bien es sabido que no est¨¢n sujetos al estado de alarma.
Lula nunca hab¨ªa querido desplazarse tan lejos de casa. Con sus bigotes colgando y su estampa de toro en miniatura, no sabe lo que es sortear multitudes en el kil¨®metro cero. Tampoco le interesa lo m¨¢s m¨ªnimo. Pero quienes a menudo se adentran en el torrente plagado de cuerpos que es la calle Preciados caen en la cuenta de la presente desolaci¨®n. Cuando las papeleras ganan protagonismo y los maniqu¨ªes aguantan el tir¨®n, bien vestidos, como clones que ocupan el lugar de todos nosotros, lo mejor es echar a correr. No encontrar¨¢s obst¨¢culos pero est¨¢ prohibido hacer deporte. Una pregunta s¨ª cabe plantear a la autoridad: ?lograr¨¢ la serenidad vencer a la angustia para que frene nuestra estampida?
Por supuesto. Claro. ?De qu¨¦ vais? Nos la jugamos. En la energ¨ªa atrapada y concienciada de esta reclusi¨®n autoimpuesta residen los s¨ªntomas de la resistencia. Ya hemos dado ejemplo otras veces. Sin que apenas nadie lo ponga en valor, hemos sufrido males como muy pocos. De ah¨ª, nuestra alegr¨ªa. Blandimos armas para sentirnos m¨¢s juntos sin que se nos permita acercarnos a menos de un metro. Por ejemplo, el desconcierto tiene cita para desahogarse todas las noches a las ocho, cuando estamos citados para salir al balc¨®n con el prop¨®sito de vitorear a todos aquellos que mantienen el pulso callado de este encierro, entregados sin l¨ªmite a nuestro cuidado. Suyo es el reino, ahora.
Antes, de d¨ªa, nuestra reclusi¨®n, nos permite junto a Lula cruzar la frontera del barrio disimilando, como si fu¨¦ramos vecinos de todas partes, para prolongar con pasaporte el paseo. As¨ª todo, la perrita comienza a apretar el paso con una visible urgencia de regreso. Cree que ya hemos abusado quiz¨¢s demasiado de las prebendas. Desiste de olisquear: prefiere volver a casa. Traspasar Cibeles hacia el barrio de Salamanca es pedirle demasiado. Sobre todo con el Retiro cerrado por orden municipal.
A media ma?ana bajamos por la calle de Segovia. En una fachada nos topamos con un hombre lisiado, que espera paciente el milagro de cualquier caminante para que le deje limosna casi sin inmutarse. Es una l¨ªnea de cruce valleinclanesca con mascarilla.
La estirpe de las criaturas de Vel¨¢zquez y Goya cruzadas con los pordioseros de Bu?uel y los secuaces de Max Estrella. Nada ni nadie puede ni deber¨ªa retirarles de la calle, como un se?ero reflejo c¨®ncavo de nosotros mismos.
El viaducto, desde abajo, traza su punto de fuga hacia el silencio de la ciudad. Parece sostener los pilares de nuestra moral con su s¨®lida geometr¨ªa de cemento armado. Lula hace bien en entretenerse esta vez. Al fondo las nubes y los rel¨¢mpagos escoltan una alucinante puesta de sol. Gotas de agua, truenos y un ocaso que vence la oscuridad y nos alumbra. Es la tozuda imagen del apocalipsis en pugna con la esperanza.
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