?Basta ya de la desgracia que siempre acecha a los pobres!
La siniestra injusticia del destino que han corrido las v¨ªctimas del se¨ªsmo recuerda que los menesterosos suelen pagar el precio en Marruecos
No viv¨ª el terremoto de Agadir en 1960, pero viv¨ª el de Alhucemas en 2004. Y a¨²n me acuerdo de esa sensaci¨®n de n¨¢usea y de esa ira contenida, ante lo que me parec¨ªa una siniestra injusticia del destino, y me recuerda que siempre son los pobres los que pagan el pato. La televisi¨®n hurgaba en la herida mostrando hasta la saciedad el dolor de los supervivientes; un dolor contenido por una dignidad que nos sonroja, a nosotros, los afortunados que nos hemos salvado, culpables de olvidar incluso la ...
No viv¨ª el terremoto de Agadir en 1960, pero viv¨ª el de Alhucemas en 2004. Y a¨²n me acuerdo de esa sensaci¨®n de n¨¢usea y de esa ira contenida, ante lo que me parec¨ªa una siniestra injusticia del destino, y me recuerda que siempre son los pobres los que pagan el pato. La televisi¨®n hurgaba en la herida mostrando hasta la saciedad el dolor de los supervivientes; un dolor contenido por una dignidad que nos sonroja, a nosotros, los afortunados que nos hemos salvado, culpables de olvidar incluso la existencia de estos condenados de una tierra que ruge especialmente contra los desfavorecidos.
Y hete aqu¨ª que la tierra vuelve a hacer de las suyas y empieza a rugir de nuevo, causando dolor y expulsando a la gente de su refugio. Hombres, mujeres, ni?os, presos del p¨¢nico, perdidos bajo un cielo indiferente a la desgracia que sorprendi¨® al pa¨ªs en las primeras horas de la noche. Sab¨ªa que las im¨¢genes inundar¨ªan los tel¨¦fonos m¨®viles y que WhatsApp ser¨ªa el corifeo de una especie de coro demiurgo, que distribuir¨ªa el horror y la desgracia con im¨¢genes robadas por aquellos cuyo vecino o amigo puede estar entre las v¨ªctimas. Triste uso del progreso.
Basta ya de la desgracia que siempre acecha a los pobres, los desgraciados y los que no tienen futuro; esos pueblos de las orillas de los oueds [r¨ªos], las laderas de las monta?as y las periferias saturadas. Y no porque acabamos acostumbr¨¢ndonos a todo podemos confundir fatalidad y resiliencia.
Y luego, nos tranquilizamos un poco, sin avergonzarnos, escondi¨¦ndonos detr¨¢s de la resiliencia del pueblo marroqu¨ª, como si ese simple vi¨¢tico pudiera absolvernos de nuestra indiferencia diaria ante el destino de esas poblaciones rurales, a menudo privadas de lo indispensable y aferradas a la vida en chozas, hechas de barro y saliva, construidas con sus manos callosas, y conminadas a resistir lo mejor que puedan las furias de las crecidas de los oueds o, parad¨®jicamente, la sequ¨ªa.
Sabemos que, despu¨¦s del desastre, el n¨²mero de muertos y desaparecidos aumentar¨¢ de hora en hora, d¨ªa a d¨ªa, a medida que se retiren los escombros, y que las miradas se volver¨¢n muy r¨¢pido hacia ese pa¨ªs profundo, en lo que queda de las chabolas de adobe y las aldeas desaparecidas. Tambi¨¦n sabemos que todo el pa¨ªs, con la solidaridad proverbial que lo caracteriza, har¨¢ todo lo posible para calmar el inmenso dolor. Pero tambi¨¦n sabemos que una vez que las l¨¢grimas se sequen, los supervivientes reconstruir¨¢n otras casas de adobe con sus manos, esperando que el cielo sea un poco m¨¢s clemente y que el sol finalmente salga para ellos.
En una tierra del islam, alimentada durante siglos por las promesas de una solidaridad legal, a veces seguimos pregunt¨¢ndonos, cuando los hombres fracasan: ¡°?Y d¨®nde est¨¢ Dios en todo esto?¡±.
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