Husam, vecino de Gaza: ¡°Mi mensaje al mundo: ?ayudadme a salir de aqu¨ª!¡±
EL PA?S reconstruye el relato en primera persona de un empresario palestino que ha vuelto esta semana con su familia a su casa. Vive sin luz, sin agua, sin gas, sin electricidad y sin internet, en medio de una ciudad en ruinas
Me llamo Husam. Tengo 54 a?os. Vivo en Gaza y esta semana he vuelto a mi casa.
Nos pusimos en marcha el martes 28 de enero, un d¨ªa despu¨¦s de que el ej¨¦rcito israel¨ª abriera el paso y permitiera a la poblaci¨®n los movimientos en el interior de la franja de Gaza. Cientos de miles de personas comenzamos a desplazarnos desde el sur hacia el Norte. Nosotros emprendimos el viaje hacia casa, en Campamento Shati, en Ciudad de Gaza, sin saber s...
Me llamo Husam. Tengo 54 a?os. Vivo en Gaza y esta semana he vuelto a mi casa.
Nos pusimos en marcha el martes 28 de enero, un d¨ªa despu¨¦s de que el ej¨¦rcito israel¨ª abriera el paso y permitiera a la poblaci¨®n los movimientos en el interior de la franja de Gaza. Cientos de miles de personas comenzamos a desplazarnos desde el sur hacia el Norte. Nosotros emprendimos el viaje hacia casa, en Campamento Shati, en Ciudad de Gaza, sin saber si la casa hacia la que nos dirig¨ªamos, la que dejamos poco despu¨¦s del 7 de octubre de 2023 y de que empezase la guerra, a¨²n se manten¨ªa en pie.
Alquilamos sitio en una furgoneta para mi madre, de 80 a?os, mi esposa, mis cinco hijos y yo y todas las maletas. Tambi¨¦n para mis primos y sus familias. ?bamos 18 personas dentro por 150 d¨®lares. Nos trasladaron ocho kil¨®metros, desde el campamento de Deir el Balah donde llev¨¢bamos viviendo en una tienda de campa?a desde hace casi un a?o, hasta la ciudad de Nuseirat. Uno de mis hijos viaj¨® en el techo de la furgoneta, junto a los bolsos, las maletas y a los fardos, y grab¨® varios v¨ªdeos de lo que nos ¨ªbamos encontrando: edificios en ruinas y monta?as de escombros. Los diez kil¨®metros que faltaban desde Nuseirat hasta Ciudad de Gaza los hicimos a pie, cargados con todo lo que pod¨ªamos llevar. Ir en cami¨®n o en furgoneta era desde ah¨ª mucho m¨¢s caro: 2.000 d¨®lares, algo inalcanzable para nosotros, que nos hemos quedado sin ahorros, que casi no tenemos nada.
Avanz¨¢bamos a trechos por el camino de la playa. Par¨¢bamos cada diez minutos para que mi madre pudiera descansar. Beb¨ªamos un poco de agua, com¨ªamos alguna galleta, nos intercambi¨¢bamos mis hijos y yo las maletas m¨¢s pesadas, y segu¨ªamos. Y as¨ª otros diez minutos. ?bamos rodeados de una aut¨¦ntica multitud: miles y miles de personas, todos por la carretera de la playa, rumbo a Ciudad de Gaza. Hab¨ªa quienes renunciaban a llevar los bolsos o las maletas porque no pod¨ªan m¨¢s con el peso y los dejaban en el borde del camino, hartos de cargarlos. Tambi¨¦n vi personas mayores solas que no pod¨ªan seguir y se sentaban en la cuneta y ah¨ª se quedaban sin que nadie se preocupara de ellas. Todo era triste. Era como estar en el fin del mundo.
Soy ¨Do era¨D empresario, importaba ropa. Viv¨ª varios a?os en Espa?a, donde estudi¨¦ Empresariales en Madrid. Mi esposa Suhaila tambi¨¦n regentaba su propio negocio de comida y postres. Mi hijo mayor, Gazhy, de 24 a?os, es licenciado; el segundo, Hazem, de 22, estudiaba tercero de Administraci¨®n de empresas; mi hija mayor, Hala, de 18, acababa de entrar en la universidad y mis dos hijos peque?os, Mohamed y Youssef, de 14 y 12 a?os respectivamente, iban al colegio. Todo salt¨® por los aires ese 7 de octubre de 2023. Con la guerra, como ya dije, dejamos la casa a la carrera apresuradamente, sin tiempo para pensar, despu¨¦s de que una bomba estallara en un edificio cercano. Durante meses anduvimos de ac¨¢ para all¨¢. Acabamos en el campamento de refugiados de Deir el Balah, en el centro de Gaza, donde hemos vivido en una tienda de campa?a, en la misma playa. No ten¨ªamos nada: cocin¨¢bamos en un fuego hecho con la madera que encontr¨¢bamos. Todo esto ya lo cont¨¦ para este peri¨®dico en julio.
Durante este tiempo he perdido la esperanza muchas veces. Me he encontrado agotado, harto de llevar una vida primitiva. Harto del caos. Cansado primero del calor y de las infecciones en la piel por el sol, y luego cansado del fr¨ªo. Porque hace mucho fr¨ªo en la tienda de campa?a estos meses de invierno. Ha faltado comida porque entraba poca ayuda humanitaria. Y a veces, los ladrones locales robaban en los camiones de la poca ayuda que entraba. Los bombardeos eran continuos. Todos conocemos a alguien cercano, un amigo, un familiar o un vecino que ha muerto en esta guerra. Cada d¨ªa rog¨¢bamos para que se acabara ese infierno. Estaba harto tambi¨¦n de no saber qu¨¦ iba a ser de nosotros. De no saber qu¨¦ iba a ser de mis hijos. A veces sent¨ªa que simplemente esperaba turno para morir. Un d¨ªa en que est¨¢bamos mi hijo Mohamed y yo solos en la orilla del mar; ¨¦l, de repente, me dijo: ¡°Pap¨¢, no tengo miedo de los aviones ni de las bombas: solo tengo miedo de perderte¡±. Yo no pude hablar, no supe responderle. Me pregunt¨¦ por qu¨¦ dec¨ªa eso en ese momento, qu¨¦ sent¨ªa, qu¨¦ pensaba. Me sent¨ª impotente y simplemente le abrac¨¦ fuerte y en silencio. Uno de los aspectos positivos de esta guerra ¨Dtal vez el ¨²nico¨D es que siempre estamos juntos.
El d¨ªa en que se anunci¨® el alto el fuego, el 15 de enero, mi hija Hala recibi¨® un balazo en el est¨®mago. Result¨® herida por un loco disparo al aire lanzado para celebrar el acuerdo. A eso me refiero cuando digo que el caos nos rodea a todas horas. Tuvimos que llevar a Hala urgentemente al hospital para sacarle la bala. No hubo complicaciones y el m¨¦dico nos prometi¨® que se recuperar¨ªa. Lo est¨¢ haciendo.
Salimos el martes a las nueve de la ma?ana, rumbo a nuestro barrio. Llegamos a las cinco de la tarde. Fue dif¨ªcil, con mi madre anciana y mi hija herida. Pero para nuestra sorpresa y nuestra alegr¨ªa, la casa, un piso en la tercera planta de un edificio, se manten¨ªa en pie. Hay da?os en el edificio, agujeros de bombazos en la fachada, pero se mantiene en pie. No hay ventanas, pero solo busc¨¢bamos unas paredes entre las que meternos. Despu¨¦s de casi 15 meses, volv¨ªamos a casa. Otros no han tenido tanta suerte. Hay muchos vecinos que han encontrado su edificio hecho un mont¨®n de escombros. Eso es lo ¨²nico que veo desde la ventana de mi habitaci¨®n, en lo que se ha convertido el edificio de enfrente. Algunos amigos que han encontrado su casa destruida han decidido regresar a Deir el Balah, al campamento de la playa, a la tienda de campa?a. Al menos all¨ª tienen eso.
Subimos a la casa. Vimos al momento que los ladrones la hab¨ªan desvalijado varias veces. El ej¨¦rcito de Israel nos ech¨® de aqu¨ª y los asaltadores de casas han terminado la faena. Se han llevado todo lo de valor que dejamos: una cadena de oro que me regal¨® hace mucho mi madre y que yo, con las prisas de tener que irnos porque nos bombardeaban, olvid¨¦ en un caj¨®n. Tambi¨¦n se han llevado un ordenador, el televisor, m¨¢s cosas, no s¨¦ ahora. Todo est¨¢ lleno de polvo, de escombros, pero por lo menos es nuestra casa.
Los vecinos van volviendo tambi¨¦n. No todos: algunos han muerto. Uno vuelve al barrio, a su casa, pero esto ya no es una ciudad. No hay luz, ni agua, ni gas, ni electricidad, ni internet. Mi madre, exhausta del viaje, lleva durmiendo varios d¨ªas. Para conseguir agua, mis hijos tienen que ir lejos, con un cubo o un balde, llenarlos y volver. Por la noche, no hay forma de alumbrarnos. Ni siquiera he podido comprar velas o linternas. Afuera, la ciudad se oscurece completamente. Es algo peligroso andar a esas horas. Solo unas pocas casas tienen energ¨ªa gracias a placas solares. La vida primitiva de la que ya habl¨¦, nos ha perseguido hasta aqu¨ª.
Los vecinos tratamos de ayudarnos, pero en la calle se reproducen las peleas. La gente est¨¢ nerviosa, alterada, muy cansada. Es normal cuando no hay luz, ni agua, ni comida, ni electricidad, ni dinero, ni trabajo. Tampoco hay colegios, ni hospitales, ni universidades, ni bancos. No queda nada. Dicen que hay muchos camiones de ayuda humanitaria esperando en la frontera para entrar. Yo solo puedo re¨ªrme al o¨ªr eso porque aqu¨ª no se ve nada.
Por la ma?ana tardo 15 minutos en encontrar un sitio para comprar comida o pan. Hago el camino andando, acompa?ado de mis hijos. Nos cruzamos con personas que, como nosotros, deambulan de aqu¨ª para all¨¢ en busca de algo que comprar para comer, o agua o cualquier otra cosa. O que sacan escombros de sus casas. Veo farolas tumbadas, basura tirada, muy pocos coches, un tipo en bicicleta cargado con una caja, dos hombres que llevan entre los dos un bid¨®n enorme de agua. La ciudad entera est¨¢ en ruinas. No sabemos cu¨¢ndo volver¨¢ la luz. Ni siquiera sabemos si alguien se est¨¢ ocupando de arreglar las conexiones para que la luz vuelva alg¨²n d¨ªa. No sabemos nada de nada. Nadie sabe nada.
Mucha gente, aqu¨ª en Ciudad de Gaza y tambi¨¦n durante el viaje del martes, dec¨ªa que est¨¢n de acuerdo con Donald Trump, que lo mejor es que nos saquen a todos de aqu¨ª, pero no a Jordania o a Egipto, sino a cualquier otro sitio del mundo. El ej¨¦rcito de Israel no solo ha matado a mucha gente (m¨¢s de 47.000 personas), sino tambi¨¦n cualquier esperanza de llevar una vida normal. Si tuviera que enviar un mensaje, ser¨ªa este: ayudadme a salir de aqu¨ª.