?dolos y discos de Manuel ?lvarez Bravo
Los responsables del archivo del gran fot¨®grafo mexicano abren al p¨²blico la casa en la que vivi¨® sus ¨²ltimos 40 a?os, en Coyoac¨¢n
El verde de las hojas de un pirul, el ajetreo viol¨¢ceo de una jacaranda, la telara?a dorada del sol en los pliegues oscuros del tezontle¡ Colores perdidos en la tarde. El d¨ªa muere despacio en Coyoac¨¢n, caliente, como un r¨ªo de lava que el mar empieza a enfriar. La silla de Manuel ?lvarez Bravo, el mismo asiento que contuvo su lucidez y descanso, yace ahora justo delante del ventanal de la sala, atenta al espect¨¢culo del jard¨ªn. En una foto que hay al lado, instalada sobre un tripi¨¦, el gran fot¨®grafo mexicano del ...
El verde de las hojas de un pirul, el ajetreo viol¨¢ceo de una jacaranda, la telara?a dorada del sol en los pliegues oscuros del tezontle¡ Colores perdidos en la tarde. El d¨ªa muere despacio en Coyoac¨¢n, caliente, como un r¨ªo de lava que el mar empieza a enfriar. La silla de Manuel ?lvarez Bravo, el mismo asiento que contuvo su lucidez y descanso, yace ahora justo delante del ventanal de la sala, atenta al espect¨¢culo del jard¨ªn. En una foto que hay al lado, instalada sobre un tripi¨¦, el gran fot¨®grafo mexicano del siglo XX aparece sentado ah¨ª mismo, hace quien sabe cu¨¢ntos a?os, entretenido con un libro, un sarape echado sobre los hombros. Era su rutina de las tardes.
Han pasado dos d¨¦cadas desde que ?lvarez Bravo apur¨® sus ¨²ltimos anocheceres en la casa de Coyoac¨¢n. Elevado a los altares mundiales de la fotograf¨ªa por su estilo ecl¨¦ctico, que bailaba entre el surrealismo, la abstracci¨®n y lo callejero, el fot¨®grafo revive ahora a trav¨¦s de su intimidad, sus objetos personales, los espacios que ocup¨®. El archivo Manuel ?lvarez Bravo ha abierto al p¨²blico la casa en que el fot¨®grafo vivi¨® sus ¨²ltimos 40 a?os, de principios de la d¨¦cada de 1960, a octubre de 2002, cuando muri¨®. Previa cita concertada v¨ªa correo electr¨®nico, cualquiera podr¨¢ ahora sentarse en su silla equipal, frente a la misma ventana, y observar los colores que le acompa?aron.
El jard¨ªn es un punto de fuga. Tambi¨¦n la pared contraria, que hace de la sala un foso, un muro de piedra volc¨¢nica reconvertido parcialmente en vitrina. O en una red de vitrinas, m¨¢s bien. En cada recept¨¢culo se exponen varias figuras de inspiraci¨®n prehisp¨¢nica que embelesaron al creador, gusto que comparti¨®, por cierto, con Diego Rivera, cuyo museo personal, el Anahuacalli, est¨¢ apenas unos kil¨®metros al sur. ¡°Manuel compart¨ªa marchante de arte prehisp¨¢nico con Rivera¡±, dice Aurelia ?lvarez, entre nost¨¢lgica y discreta. ?lvarez es hija del gran fot¨®grafo y tambi¨¦n la responsable del Archivo.
En la esquina contraria a la silla equipal perdura la colecci¨®n de discos de vinilo de Manuel ?lvarez Bravo. Gran aficionado a la m¨²sica, pasaba horas escuchando a Haydn, Beethoven, Schoenberg, Mahler¡ Todo en la misma silla. ¡°Dios m¨ªo, le fascinaba Mahler¡±, dice con algo de iron¨ªa Aurelia, que relata la rutina del fot¨®grafo. ¡°Se sentaba a escuchar m¨²sica despu¨¦s de la siesta, a veces se pon¨ªa a dirigir a los m¨²sicos. ?Le encantaba! Luego ya se iba al cuarto oscuro a trabajar. De ah¨ª sal¨ªa a las 19.30 o las 20.00¡å.
El cuarto oscuro queda al fondo de la casa, antes de su taller de enmarcado. Una estanter¨ªa colmada de frascos llenos de qu¨ªmicos para el revelado domina una de las paredes, los tesoros olvidados del alquimista. Del lado contrario, sobre una mesa, yace una m¨¢quina de revelado platino/paladio, un armatoste con forma de horno, muy usado hasta mediados del siglo pasado. En los estantes de las paredes, en un peque?o colgador detr¨¢s de la puerta, resisten algunos objetos del fot¨®grafo: un papel garabateado en que a¨²n puede leerse, ¡°hay tiempo, hay tiempo¡±; un recorte del diario La Prensa que dice, ¡°la c¨¢mara al servicio del pueblo¡±.
El triunfo de ?lvarez Bravo fue zafarse de toda clasificaci¨®n. Los que han escrito sobre ¨¦l han se?alado primero la influencia de los grandes muralistas mexicanos del siglo XX, el propio Rivera, David Alfaro Siqueiros, Jos¨¦ Clemente Orozco¡ No en vano, lleg¨® a estudiar pintura en la Academia de Artes de San Carlos. Luego, apuntaron la importancia de la obra de fot¨®grafos como Hugo Brehme o Edward Weston. Despu¨¦s, recordaron la autoridad que ejercieron sobre su mirada los popes surrealistas, con Andr¨¦ Breton a la cabeza. Al fin y al cabo, una de sus fotos m¨¢s conocidas, La Buena Fama Durmiendo, se gest¨® de un encargo del franc¨¦s.
Pero ¨¦l siempre escap¨®, h¨¢bil y escurridizo. Cuando sus fotos parec¨ªan demasiado costumbristas, cambiaba de tercio, encuadraba formas de papel. Cuando le empezaban a llamar maestro del blanco y negro empez¨® a usar el color. En un perfil que le dedic¨® Elena Poniatowska en La Jornada, meses antes de su muerte, la autora escribi¨®: ¡°?lvarez Bravo nunca se ha preguntado qu¨¦ y c¨®mo es M¨¦xico. ?Qu¨¦ es M¨¦xico? Nunca ha querido explic¨¢rselo. ?Qui¨¦n es ¨¦l? No se describe, no discurre acerca de s¨ª, es demasiado sabio. Sus fotograf¨ªas son signos¡±.
En el viejo cuarto del fot¨®grafo todo son estanter¨ªas llenas de libros. ¡°Quit¨¦ la cama¡±, explica Aurelia ?lvarez. ¡°A ¨¦l no le hubiera gustado que la expusieran. No le gustaba lo pintoresco, era discreto¡±, cuenta la mujer, antes de soltar un detalle, como quien quita el polvo de la pantalla de una l¨¢mpara: ¡°Aqu¨ª muri¨® ¨¦l¡±. La mujer muestra el espacio que ocupaba la cama, el lugar del cabezal, la posici¨®n de su cuerpo. Es dif¨ªcil no pensar en ¨¦l leyendo, en la luz que se cuela por la ventana, en los trinos de algunos p¨¢jaros que despiden el d¨ªa, en sus ¨²ltimas horas aqu¨ª.
La mujer habla de los libros de la biblioteca. ?vido lector, ?lvarez Bravo ley¨® hasta que ya no pudo: muri¨® a los 100 a?os. En los estantes de su rec¨¢mara figuran ejemplares en varios idiomas del Ulises de James Joyce, tambi¨¦n de El Hombre sin Atributos, de Robert Mussil, de Mario Vargas Llosa¡ Cuando su cuerpo ya le impidi¨® seguir las letras en las p¨¢ginas, su familia lo hizo por ¨¦l. ¡°Le le¨ª entero el Quijote, un cachito cada d¨ªa¡±, dice Aurelia. ¡°Recuerdo un pasaje, una carta que le manda Sancho Panza a su mujer¡ Le conmov¨ªa mucho ese fragmento. Creo que fue la ¨²nica vez que vi que se le humedec¨ªan los ojos¡±, narra.
En el jard¨ªn, los responsables del archivo han reconvertido un antiguo jacal en un museo dentro del museo. ¡°Aqu¨ª est¨¢ todo lo que tiene que ver con grabado¡±, explica la mujer. Es un cuarto estrecho, decorado con una reproducci¨®n de los frescos de Bonampak y m¨¢s libros, decenas de libros. Aurelia ?lvarez se sienta. Primero calla. De nuevo, los trinos de los p¨¢jaros. ¡°Es complejo lidiar con la lealtad al pasado¡±, reflexiona, ¡°qu¨¦ cursi, ?no? Me da miedo la cursiler¨ªa¡ Hay que saber dejar en su justo lugar la memoria¡±, zanja. Afuera ya es casi de noche.
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