La eternidad es una librer¨ªa
Enrique Fuentes Castilla fue gu¨ªa y cicerone de no pocos libros y libritos que conforman la inmensa torre de Babel que llega m¨¢s all¨¢ de las nubes
Hay una mancha amarilla que me impide dibujar en el recuerdo la sonrisa eterna de mi amigo Enrique Fuentes Castilla. Encarn¨® en cada s¨ªlaba la etimolog¨ªa exacta que define al librero como artista de un oficio amoroso: el paciente testigo del mostrador que las m¨¢s de las veces ten¨ªa que explicarle a los curiosos visitantes que no vend¨ªa el libro de ?lgebra de Baldor (con Osama Bin Laden en la cubierta) o el Tratado de Qu¨ªmica para estudiantes de secundaria; el librero de oficio intuitivo y sagaz que explicaba con el ejemplo que su librer¨ªa era nada menos que el Para¨ªso de libros inencontrables,...
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Hay una mancha amarilla que me impide dibujar en el recuerdo la sonrisa eterna de mi amigo Enrique Fuentes Castilla. Encarn¨® en cada s¨ªlaba la etimolog¨ªa exacta que define al librero como artista de un oficio amoroso: el paciente testigo del mostrador que las m¨¢s de las veces ten¨ªa que explicarle a los curiosos visitantes que no vend¨ªa el libro de ?lgebra de Baldor (con Osama Bin Laden en la cubierta) o el Tratado de Qu¨ªmica para estudiantes de secundaria; el librero de oficio intuitivo y sagaz que explicaba con el ejemplo que su librer¨ªa era nada menos que el Para¨ªso de libros inencontrables, ediciones raras, incunables de nuevo cu?o, rarezas y el festival universal de las encuadernaciones dilectas. La Antigua Librer¨ªa Madero en la antigua calle de Plateros de la Ciudad de M¨¦xico (rebautizada por Pancho Villa en la ebriedad del Bar La ?pera como calle de Madero) era un remanso espiritual y de inteligencia, de todos los saberes y de las tertulias de altura que rivalizaba en olor de santidad con el cuerpo incorrupto del santo F¨¦lix de Jes¨²s Rugier que duerme en la iglesia que le quedaba enfrente, justo a la puerta de a mancillada Casa de los Azulejos y su hu¨¦sped Sanborn¡¯s.
Enrique Fuentes recib¨ªa a porta gayola y de vez en cuando chanelaba de toros o hablaba de viajes, de cuando fue gerente de la aerol¨ªnea Iberia, pero su vida entera se consagr¨® a la bibliofilia y aunque ha sido retratado con maestr¨ªa por la pluma de tantos deudos (pienso en las letras que le consagr¨® Adolfo Casta?¨®n) y en el p¨¦same que se ha generalizado en las redes sociales, intento ahora dibujar su clara sonrisa como in¨²til intento de igualar la inmensa deuda de gratitud que le debo y que ahora ¨Ccon su partida¡ªse me queda sin pagar.
Debo a Enrique Fuentes la suprema tolerancia y sapiencia de un amigo con el que se conversaba sin tiempo y l¨ªmite. Debo a sus habilidades de gambusino haber reunido la totalidad de la bibliograf¨ªa que cit¨¦ y utilic¨¦ para mi tesis de licenciatura (que se convirti¨® en libro tambi¨¦n gracias a sus amables correcciones) y la larga bibliograf¨ªa de mi tesis doctoral, cuyo mamotreto mand¨® encuadernar en papel m¨¢rmol y cantos dorados y debo no pocas lecturas y libros sueltos¡ sobre todo el amoroso ejercicio de la amistad como faro, del amigo que muestra cordura y se?ala senderos cuando acostumbraba tropezarme con constantes torpezas.
Creo haberlo conocido en la primera de no pocas veces en que llegu¨¦ hasta el mostrador acristalado del fondo para pedir un ron blanco con Coca-Cola, pocos hielos y algo de Tehuac¨¢n, tan solo para que me revelarara que eso era una librer¨ªa y que una vez m¨¢s se me hab¨ªan cruzado los cables. Le sucedi¨® a Ibarg¨¹engoitia en una panader¨ªa donde pidi¨® un gin tonic, pero consta que el genio de Cu¨¦vano no repiti¨® la alucinaci¨®n y en mi caso se volvi¨® pretexto para los primeros intentos de sobriedad con Enrique Fuentes que se encargaba de contrarrestar la ingesta con carbohidratos y botanas variadas en las comidas que fijamos semanalmente y volvernos testigos de la vida palpitante del centro hist¨®rico, cuando no era del todo peatonal y todo se abr¨ªa como las p¨¢ginas de los c¨®dices facsimilados y los libros invaluables que tapizaban los muros y la trastienda de esa m¨ªtica librer¨ªa que luego se mudar¨ªa a la calle de Isabel la Cat¨®lica, all¨¢ por donde estuvo el Tupinamba y las ansias del Exilio Espa?ol y tanta historia y tanta cr¨®nica y tanta vida que Enrique Fuentes parec¨ªa convocar en el aquelarre invisible de la conversaci¨®n ahora eterna.
Consta que me acompa?¨® al tendido de la plaza de toros y fue testigo de que le propuse al torero Enrique Fuentes tener un hijo suyo en prenda a la admiraci¨®n por un solo muletazo inolvidable y consta que hablamos largas horas de las andanzas de su primo Pablo P¨¦rezy Fuentes que fue no solo m¨¦dico de plaza, sino juez de la misma y as¨ª tambi¨¦n, Enrique me present¨® con no pocos historiadores que aliviaban sus ansias de libros perdidos con ¨¦l y no pocos escritores e impresores de la vieja guardia, de los tipo m¨®vil y planchas sudando tinta. Fue gu¨ªa y cicerone de la leyenda viva de la vieja imprenta Madero y de no pocos p¨¢rrafos que conforman la historia ¨ªntima de nuestra lengua y de no pocos libros y libritos que conforman la inmensa torre de Babel que llega m¨¢s all¨¢ de las nubes donde hoy mismo se confirma que ten¨ªa raz¨®n Borges en se?alar al infinito en la forma de una infinita biblioteca, cuando en realidad quiz¨¢ no sea m¨¢s que una entra?able librer¨ªa.
Librer¨ªa en el sentido que se le da en Espa?a al mueble que se adhiere a las paredes para alinear los libros que uno va atesorando desde las primeras lecturas y librer¨ªa en el mejor sentido que le damos en todo el mundo: lugar donde el librero se vuelve c¨®mplice sabio y contertulio de conciencia y confianza. Librero como Enrique Fuentes que guardaba en la mente los intereses particulares de los variados historiadores o novelistas que lleg¨¢bamos hasta el mostrador acristalado del fondo de la eternidad con la sed de p¨¢ginas, ansias de cuentos como ron en barrica o ganas de cr¨®nicos como tequila con sangrita cuyo lim¨®n y sal era la pimienta misma que destilaba nuestro librero entra?able que ahora se me borra en una mancha amarilla que no permite dibujarle la sonrisa constante y el su¨¦ter donde se alineaban las puntas de su camisa y las canas que le fueron la barba rala de serenidad y sosiego. El hombre que tuvo una fortaleza envidiable y un tes¨®n ejemplar cuando se le fueron sumando sus propias ausencias: libros perdidos para siempre los autores que se mor¨ªan para ya no publicar jam¨¢s o editores de la vieja guardia que dejaban al abandono del olvido los sellos de las colecciones maravillosas que se alineaban empastadas en rojo o cuero en el santuario de Enrique Fuentes¡ y el inmenso dolor cuando su hijo se adelant¨® al para¨ªso en la forma de la cueva de Montesinos. Arc¨¢ngel espele¨®logo ya en las entra?as de la Tierra para siempre, all¨ª donde se ha vuelto jinete de Clavile?o mi amigo Enrique Fuentes Castilla, librero de coraz¨®n al que no puedo dibujar bien porque se me llena de mar el ojo y la lupa, el espejo y la memoria¡ la diminuta tipograf¨ªa de tanta p¨¢gina rele¨ªda con velas en este instante de silencio con el que se palpa claramente que la eternidad es una librer¨ªa.
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