Ruido y furia
No hay boca (ni teclado) capaz de decir cosas inteligentes sin descanso y, si as¨ª fuese, ning¨²n o¨ªdo las soportar¨ªa
Desde siempre la pol¨ªtica fue producci¨®n de discurso y nada tiene de raro que las condiciones de difusi¨®n de la palabra decidan c¨®mo se manda y c¨®mo se obedece. Por ejemplo, es f¨¢cil vaticinar que, si alguien poderoso, o aspirante a serlo, se acostumbra a hablar y escribir sin descanso, acabar¨¢ emitiendo, casi sin excepciones, un ruido ensordecedor en medio del cual ya no cabr¨¢ reconocer las palabras inteligentes que pueda pronunciar (las cuales, de todos modos, ser¨¢n muy pocas). Esto lo sabe cualquiera, pero conviene reparar en que, aun siendo ...
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Desde siempre la pol¨ªtica fue producci¨®n de discurso y nada tiene de raro que las condiciones de difusi¨®n de la palabra decidan c¨®mo se manda y c¨®mo se obedece. Por ejemplo, es f¨¢cil vaticinar que, si alguien poderoso, o aspirante a serlo, se acostumbra a hablar y escribir sin descanso, acabar¨¢ emitiendo, casi sin excepciones, un ruido ensordecedor en medio del cual ya no cabr¨¢ reconocer las palabras inteligentes que pueda pronunciar (las cuales, de todos modos, ser¨¢n muy pocas). Esto lo sabe cualquiera, pero conviene reparar en que, aun siendo el ruido cosa molesta de por s¨ª, quien lo emite suele disfrutar sobremanera con ¨¦l. De lo contrario, nadie conducir¨ªa ciertas clases de veh¨ªculos, capaces de avasallar, con un m¨ªnimo movimiento de manos o pies, los o¨ªdos de varias docenas de peatones y vecinos.
Cuando un ruido te perturbe, imagina que su autor eres t¨². Advertir¨¢s que el malestar decrece, pero, si puedes, levanta t¨² m¨¢s ruido todav¨ªa. Una versi¨®n de esta m¨¢xima es la regla principal de la comunicaci¨®n pol¨ªtica, y de la comunicaci¨®n en general, en la era de la facundia compulsiva. No est¨¢ nada claro qui¨¦nes son, bajo el reinado del ruido, los destinatarios principales del discurso, aunque hay que suponer que ir¨¢ dirigido, sobre todo, a los fieles de la causa correspondiente. Mantener alta la moral de la tropa (y tambi¨¦n la de los mandos) constituye, en efecto, uno de los fines esenciales del lenguaje pol¨ªtico, mucho m¨¢s que el persuadir a los rivales o a los tibios, si bien no es mala cosa fastidiar a los primeros y mostrar a los segundos las se?as de identidad propias, como quien marca el territorio.
Adem¨¢s, nadie duda sobre cu¨¢l es el paradigma de lo que debe comunicarse: el retrato m¨¢s desfavorable que del adversario quepa ofrecer. De no ser as¨ª, faltar¨ªa toda motivaci¨®n para el acto de comunicar. El rival pol¨ªtico debe ser un hombre o mujer de paja a quien le quepan todos los vicios: una caricatura de trazo grueso y un fantoche rid¨ªculo, ante el cual las diatribas se queden siempre cortas. Si quiero hacerme o¨ªr, tendr¨¦ que alcanzar (o fingir) un estado de rabia que haga cre¨ªbles mis gritos: contra lo que pudiera parecer, primero viene el ruido y despu¨¦s la furia.
Mi tarea ser¨¢ convertir al adversario en un mamarracho aunque ¨¦l diga ser indiferente a mis palabras, y esta escena producir¨¢ a veces un efecto bien perverso: aqu¨¦l a quien he convertido en un espantajo acabar¨¢ pareci¨¦ndose, contra su voluntad y sin darse cuenta, al retrato que de ¨¦l he pintado. Por pura necesidad de tener a sus correligionarios en celo, no tardar¨¢ en responderme de manera histri¨®nica, y lo har¨¢ con la primera m¨¢scara de que pueda echar mano, la cual ser¨¢, con toda seguridad, la que acabo de proporcionarle yo. La capacidad de los humanos para imitar sus peores retratos cobra a veces magnitudes portentosas, y es l¨®gico que la pol¨ªtica est¨¦ llena de esa clase de imitaciones.
Poco hay aqu¨ª de at¨¢vico o de animal porque, en realidad, son las tecnolog¨ªas de difusi¨®n de la palabra lo que desencadena las pr¨¢cticas reci¨¦n descritas. Si tienes que estar constantemente hablando, casi todo lo que emitas ser¨¢ ruido: no hay boca (ni teclado) capaz de decir cosas inteligentes sin descanso y, si as¨ª fuese, ning¨²n o¨ªdo las soportar¨ªa. Quien habla como si pintase con brocha gorda dir¨¢ siempre que, dadas las urgencias reinantes, no tiene tiempo de usar pinceles finos con que entrar en detalles, pero eso es falso de arriba a abajo: ?acaso alguien va a acallar su interminable verborrea? Lo que en verdad ocurre es que, all¨ª donde se tiene tiempo ilimitado para hablar, resulta inevitable no decir m¨¢s que banalidades. La degradaci¨®n del lenguaje no es hija de la represi¨®n de las palabras (al contrario: ¨¦sta suele estimular el ingenio), sino de su proliferaci¨®n obligatoria y acelerada.
A veces se tiene la tentaci¨®n de usar toda la furia y ruido del mundo para abominar del insalubre clima que la comunicaci¨®n digital ha propiciado. Ser¨ªa, qu¨¦ duda cabe, una actuaci¨®n contradictoria, aunque quiz¨¢ las haya peores. La m¨¢s frecuente de ¨¦stas es la de quien act¨²a como un energ¨²meno y, a continuaci¨®n, se escandaliza hip¨®critamente de lo mal que aprovechamos las ventajas del progreso. Quiz¨¢ la hipocres¨ªa sea la ¨²nica tregua que la furia puede permitirse, pero convendr¨ªa buscar alguna m¨¢s. Ati¨¦ndase a una modesta proposici¨®n: si, de cuando en cuando, dej¨¢semos de tomarnos en serio el ruido para cuya emisi¨®n estamos programados (vi¨¦ndolo, incluso, como algo rid¨ªculo que deber¨ªa dar verg¨¹enza), las causas a las que servimos, incluidas las m¨¢s sagradas, tendr¨ªan que acostumbrarse a una merma de nuestras prestaciones, lo cual quiz¨¢ afectase un poco a las maneras habituales de mandar y obedecer, y tambi¨¦n, de paso, a las de hablar y razonar.
Antonio Valdecantos es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa en la Universidad Complutense.