Arte del pasado
Tras la epidemia de payasadas vand¨¢licas en los museos act¨²a la inmemorial hostilidad puritana hacia las im¨¢genes, mezclada con una simpleza ideol¨®gica muy de hoy, que no concede al arte y a la literatura otra legitimidad que la de la propaganda
He vuelto al Museu de Arte Antiga de Lisboa con algo parecido a la ilusi¨®n de encontrarme con un conocido que estuviera de visita en la ciudad. La arquitectura del museo y la plaza que hay delante de ¨¦l son un regalo anticipado de la visita. La plaza del 9 de abril da a una de esas altas barandas de Lisboa que dominan la anchura del Tajo y se abren hacia el puente 25 de abril y el horizonte del Atl¨¢ntico. El jard¨ªn del museo da a esa misma vista, y en estos d¨ªas del oto?o tard¨ªo el n¨²mero de visitantes suele ser inferior al de las ...
He vuelto al Museu de Arte Antiga de Lisboa con algo parecido a la ilusi¨®n de encontrarme con un conocido que estuviera de visita en la ciudad. La arquitectura del museo y la plaza que hay delante de ¨¦l son un regalo anticipado de la visita. La plaza del 9 de abril da a una de esas altas barandas de Lisboa que dominan la anchura del Tajo y se abren hacia el puente 25 de abril y el horizonte del Atl¨¢ntico. El jard¨ªn del museo da a esa misma vista, y en estos d¨ªas del oto?o tard¨ªo el n¨²mero de visitantes suele ser inferior al de las estatuas blancas de dioses y ninfas.
El antiguo conocido con el que vengo a verme hoy es Poussin: uno de sus dos autorretratos, el de 1650, que suele estar en el Louvre, se encuentra ahora temporalmente en Lisboa, en una exposici¨®n m¨¢s atractiva a¨²n porque consiste en un solo cuadro. En la sobreabundancia y entre las multitudes del Louvre todo tiende a desdibujarse. En este museo de Arte Antiga de Lisboa, tan recogido y silencioso, el autorretrato de Poussin se distingue desde muy lejos, al fondo de la galer¨ªa principal. Al entrar un vigilante me indica que abra las piernas y separe los brazos y me pasa a lo largo del cuerpo uno de esos detectores de metales con que lo amedrentan a uno en los aeropuertos. Un cartel terminante indica que todos los bolsos y mochilas sin excepci¨®n han de depositarse en el guardarropa. En este museo, en el que casi nunca hay mucho p¨²blico, los vigilantes son escasos y suelen tener un aire ensimismado. Delante de la sala donde est¨¢ el autorretrato de Poussin, en vez de un vigilante normal hay un guardia de seguridad uniformado y alerta.
El retrato posee una extraordinaria cualidad de presencia. Poussin, ligeramente de costado, mira a los ojos al espectador. Tiene una expresi¨®n a la vez severa y cordial. En la mirada hay reserva y confianza, una inteligencia muy adiestrada en la observaci¨®n. En el contorno de los ojos hay un enrojecimiento como de fatiga y desvelo. De pronto, con el recuerdo del detector de metales a la entrada y las miradas de soslayo del guarda de seguridad, caigo en la cuenta de lo f¨¢cil que ser¨ªa da?ar irreparablemente este cuadro; de la fragilidad extrema que tiene siempre la pintura, empezando por los materiales de los que est¨¢ hecha; un trozo de lienzo, unos pigmentos y aceites, un bastidor de madera, un marco. Es asombroso que algo tan precario haya sobrevivido tanto tiempo. Y m¨¢s asombroso todav¨ªa es que, a partir de elementos tan pobres, el talento y la sabidur¨ªa t¨¦cnica y la perspicacia psicol¨®gica de un pintor que lleva muerto varios siglos nos interpelen de una manera tan inmediata. Creo que es esa verdad rotunda y ambigua del arte lo que desata el recelo de los doctrinarios y los ide¨®logos y la ira destructiva de los iluminados. La nobleza objetiva de una causa lamentablemente no excluye de su defensa a algunos imb¨¦ciles, ni impide que se cometan desmanes en su nombre. Para reivindicar un derecho tan sagrado como el voto femenino, la sufragista Mary Richardson consider¨® necesario atacar con un cuchillo de carnicero la Venus del Espejo de Vel¨¢zquez en 1914, en la National Gallery de Londres, no lejos de la sala en la que hace unos d¨ªas presuntos activistas de una causa igual de leg¨ªtima arrojaron un bote de sopa de tomate contra Los girasoles de Van Gogh. A finales de octubre, en el Museo de Orsay, una mujer fue sorprendida cuando intentaba restregarse la cara contra un autorretrato de Van Gogh, sobre el que declar¨® que tambi¨¦n ten¨ªa pensado tirar un bote de sopa.
La tonter¨ªa humana es inabarcable, y m¨¢s en una ¨¦poca en la que sus ocurrencias pueden alcanzar una celebridad universal instant¨¢nea. Pero detr¨¢s de esta epidemia de payasadas vand¨¢licas contra la pintura en los museos act¨²a la inmemorial hostilidad puritana hacia las im¨¢genes, mezclada con una simpleza ideol¨®gica muy de ahora mismo, que no concede al arte y a la literatura otra legitimidad que la de la propaganda, y que aspira a una completa depuraci¨®n redentora y policial del pasado, queriendo eliminar de ¨¦l todo lo que no concuerde con las directrices oficiales del presente. La tradici¨®n literaria y las colecciones hist¨®ricas de los museos se han convertido en abominables repertorios de sexismo, de misoginia, de homofobia, de colonialismo, de racismo.
No hay duda de que el sello de todas esas lacras es indeleble; tampoco de que la causa de la igualdad y de la justicia es tan perentoria como la movilizaci¨®n efectiva contra el cambio clim¨¢tico. En Ir¨¢n, centenares de miles de mujeres se sueltan literalmente el pelo y se niegan con gallard¨ªa a seguir someti¨¦ndose a los dictados tenebrosos de los cl¨¦rigos. En el norte de Canad¨¢, las comunidades ind¨ªgenas se organizan para preservar los bosques boreales que fueron durante siglos el h¨¢bitat de sus antepasados. Museos importantes de Europa se comprometen a devolver a los pa¨ªses africanos obras de arte que fueron robadas a mano armada en los a?os del expolio colonial. Habr¨¢ mejores maneras de defender la limpieza del aire y el fin de los combustibles f¨®siles que tirar botes de salsa de tomate contra algunas de las obras m¨¢s bellas, m¨¢s perfectas, m¨¢s estremecedoras que ha concebido la imaginaci¨®n humana.
Sigo mirando el autorretrato de Poussin y me acuerdo de la calificaci¨®n inapelable y m¨¢s bien zool¨®gica que descubr¨ª por primera vez en una universidad americana en los primeros a?os noventa: Poussin es, desde luego, var¨®n y blanco y europeo y muerto. Dead White European Male. En la Roma lujosa y corrupta del despotismo papal, Poussin labr¨® para s¨ª mismo una independencia de artista solitario, apartado del mundo clerical y cortesano, cultivando una cautelosa libertad de esp¨ªritu inspirada en los estoicos antiguos. No era, como Vel¨¢zquez en la corte de Felipe IV, un sirviente cualificado, sino un pintor de prestigio que se trataba de igual a igual con los pocos clientes escogidos para los que trabajaba, como este Paul Fr¨¦art de Chantelou que quiso tener su retrato, y con el que se escribi¨® cartas llenas de confianza y de viveza intelectual a lo largo de los a?os. Una obra maestra nos desconcierta y nos intriga porque pertenece a su tiempo, no al nuestro. No busca seducirnos ni persuadirnos con su ingenio o con su oportunidad. No sabe que existimos. Nosotros tenemos que hacer el esfuerzo de aproximarnos a ella. Es en s¨ª misma una celebraci¨®n de la sensibilidad y el trabajo que la hicieron posible. Su excelencia nos estimula, y tambi¨¦n nos pone en nuestro sitio, y, por lo tanto, puede despertar nuestro resentimiento. No es el veh¨ªculo abstracto de un ¡°contenido¡±: es un objeto material, hecho por el esfuerzo y la destreza de personas capaces, y su sentido es tan hondo y sutil que no puede ser reducido a ning¨²n mensaje, ni siquiera a la intenci¨®n expl¨ªcita de quienes la encargaron. La mirada severa y serena de Poussin refleja nuestra com¨²n humanidad igual que la mirada de trastorno del ¨²ltimo Van Gogh. Que a alguien se le ocurra reivindicar algo tir¨¢ndoles un bote de sopa o de salsa de tomate a cualquiera de las dos sugiere una alianza muy de estos tiempos entre el fanatismo y la frivolidad. Y hasta es posible que alg¨²n te¨®rico o experto califique esas haza?as de obras de arte radicales por s¨ª mismas, performances rompedoras.