El epitafio de Fujimori
El juicio hist¨®rico debe ser severo como lo fue con todos los tiranos que murieron sin admitir ninguna culpa, ni mostrar ning¨²n tipo de arrepentimiento frente al pa¨ªs, no solo por los grav¨ªsimos delitos que cometi¨®, sino por los que tambi¨¦n consinti¨®
La primera vez que vi a Alberto Fujimori fue en 1996. El exdictador hab¨ªa llegado al estadio de la Universidad Nacional de San Agust¨ªn de Arequipa, mi ciudad natal, y ninguno de sus asesores le anticip¨® la atronadora pifiada que sufri¨® apenas tom¨® el micr¨®fono para inaugurar los Juegos Bolivarianos. Nunca nadie hab¨ªa desafiado a Fujimori como lo hizo Arequipa. Eran los a?os m¨¢s pr¨®speros del fujimorismo, pero Arequipa y los dictadores jam¨¢s han tenido romances, y Arequipa ¨Cla ciudad m¨¢s representativa de la rep¨²blica seg¨²n el historiador Jorge Basadre¨C sin ning¨²n recato le endilg¨® una de las mayores humillaciones p¨²blicas que Fujimori jam¨¢s sufri¨®. En ese momento, Fujimori ya hab¨ªa disuelto un parlamento despu¨¦s de un autogolpe y hab¨ªa hecho una constituci¨®n que luego ¨¦l mismo violentar¨ªa en 2000, cuando postul¨® a su tercer mandato.
La segunda vez que lo vi fue en el 2000, cuando tuvo la osad¨ªa de hacer un mitin en la plaza de armas de Arequipa y fue desalojado por los valientes estudiantes universitarios arequipe?os que se abrieron paso frente a las fuerzas policiales para rechazar el dictador. Por eso, crec¨ª en medio de una continua incredulidad del mito demi¨²rgico que trat¨® de construir Fujimori.
Fue el outsider de todos los outsiders de Am¨¦rica Latina, el m¨¢s pr¨ªstino y personalista de los ¡°neopopulistas¡± ¨Ccomo los denomin¨® Kurt Weyland¨C, aquel que encarn¨® a la ¡°democracia delegativa¡± ¨Ccomo la llam¨® Guillermo O¡¯Donnell¨C, que no era otra cosa que una democracia que se hab¨ªa enfermado, debilitando a todos los poderes estatales menos al Ejecutivo, que s¨®lo crec¨ªa en omnipotencia y personalismo. La gente que hoy se escandaliza de la popularidad de los estilos de gobierno de Milei y Bukele, no tiene la m¨¢s peregrina idea de qui¨¦n fue el padre originario de tal devoci¨®n desenfrenada: Alberto Fujimori. Fujimori fue un profeta irredento del neoliberalismo y la mano dura. En ¨¦l convivieron los ajustes m¨¢s severos queridos por los libertarios de Milei, y la mano dura y el personalismo desbocado de Bukele.
Fue el profeta que prefigur¨® el ascenso de una idea de hacer pol¨ªtica, la ¡®antipol¨ªtica¡¯ como le llam¨® Carlos Iv¨¢n Degregori. Fue un tirano muy popular gracias a la demonizaci¨®n de los pol¨ªticos tradicionales a quienes destruy¨® y persigui¨®. Pero a quienes tambi¨¦n sepult¨® con resultados econ¨®micos inimaginados en sus primeros a?os, cuando llev¨® adelante los ajustes que en Am¨¦rica Latina eran tan quim¨¦ricos de implementar y como traum¨¢ticos de atravesar. En todo caso, las reformas liberales que Fujimori implement¨® fueron truncas y jam¨¢s llegaron a ser completadas con un orden pol¨ªtico que asegurara una ciudadan¨ªa plena para todos los peruanos, y si bien hubo una prosperidad inicial, se gener¨® una relaci¨®n disfuncional entre el ciudadano y el Estado que persiste hasta hoy bajo la cultura de la informalidad, el ¡°s¨¢lvese quien pueda¡± y ¡°cada uno baila con su pa?uelo¡±. La ciudadan¨ªa que el fujimorismo pari¨® no era republicana sino un ejercicio de resiliencia estoica enfermiza.
La mano dura originaria de la derecha popular fue la de Alberto Fujimori frente a la barbarie oprobiosa que hab¨ªa desatado el terrorismo. Hoy desfilan por la prensa fotos de los presos en las c¨¢rceles de Bukele sometidos a la ignominia y a la desnudez. Pero fue Alberto Fujimori el que no dud¨® en ponerle un traje a rayas a los cabecillas de Sendero Luminoso y del MRTA, como Abimael Guzm¨¢n y Elena Iparraguirre, para exhibirlos como felinos embravecidos encerrados en jaulas, como muestra de escarnio p¨²blico que era celebrado por las masas. En el Per¨² los finales pol¨ªticos s¨®lo son prolongaciones decadentes de la iron¨ªa con la que nos tortura la historia. Pero esta vez, la historia se ha ensa?ado con los peruanos para mandarnos a una terapia colectiva para que procesemos que nuestro inconsciente colectivo tendr¨¢ que aceptar que Alberto Fujimori haya muerto un 11 de setiembre, el mismo d¨ªa que muri¨® su n¨¦mesis coyuntural, Abimael Guzm¨¢n.
Pero su estela pol¨ªtica fue descomunal, tanto que tuvo la osad¨ªa de ganarle elecciones a quiz¨¢ los dos peruanos m¨¢s notables que hayan vivido en el siglo XX: el escritor Mario Vargas Llosa, premio Nobel de Literatura, y el ex secretario general de las Naciones Unidas, Javier P¨¦rez de Cu¨¦llar. Cuando se dice que Fujimori sepult¨® a los pol¨ªticos tradicionales, tambi¨¦n hay que decir que sepult¨® electoralmente a la aristocracia pol¨ªtica peruana que se deshizo en girones cuando se populariz¨® la idea del ingeniero japon¨¦s y su tractor de la ¡°honradez, la tecnolog¨ªa y el trabajo¡±.
Pero Fujimori tambi¨¦n envileci¨® culturalmente al pa¨ªs. En comparsa con su siniestro asesor, Vladimiro Montesinos, nos llev¨® de las narices hacia programas de espect¨¢culo repulsivos donde que rein¨® la televisi¨®n basura y los talk-shows denigrantes, los peri¨®dicos ¡®chicha¡¯ y el caos del transporte p¨²blico que trajeron esos artificios del esperpento que son las combis peruanas; compr¨® las l¨ªneas editoriales de muchos medios de comunicaci¨®n con fajos de d¨®lares inacabables, como lo atestiguan las escenas voyeristas grabadas en las salas del Servicio de Inteligencia y que, cuando se hicieron p¨²blicas, fueron el comienzo del desmoronamiento del r¨¦gimen.
El juicio hist¨®rico a Fujimori debe ser severo como lo fue con todos los tiranos que murieron sin admitir ninguna culpa, ni mostrar ning¨²n tipo de arrepentimiento frente al pa¨ªs, no solo por los grav¨ªsimos delitos que cometi¨®, sino por los que tambi¨¦n consinti¨®. Fujimori jam¨¢s tampoco tuvo ni el m¨¢s m¨ªnimo gesto de contrici¨®n por el tormentoso sufrimiento que ocasion¨® a muchas familias que fueron v¨ªctimas de su Gobierno. No se puede perdonar a quien jam¨¢s pidi¨® perd¨®n, y Alberto Fujimori jam¨¢s pidi¨® perd¨®n por nada, y pasar¨¢ a la historia como un aut¨®crata irredento pues nunca quiso redimirse ni con el pa¨ªs ni con las familias de las v¨ªctimas.
En los ¨²ltimos a?os hubo un intento procaz por reescribir la historia pol¨ªtica peruana. Su misma hija Keiko Fujimori ¨Cque en su momento pidi¨® perd¨®n e hizo contrici¨®n para desmarcarse del legado de su padre¨C ensay¨® un giro para volver a celebrar la herencia de su progenitor. En tiempos de reanimaci¨®n de los populismos de derecha, el fujimorismo ha decidido volver a reivindicar a su l¨ªder hist¨®rico, quien goz¨® de una prisi¨®n privilegiada, un indulto irregular, jam¨¢s pag¨® su reparaci¨®n civil y defendi¨® hasta el extremo su inocencia. Seguramente lo que veremos en los pr¨®ximos d¨ªas ser¨¢ una puesta en escena contrita y recatada del establishment pol¨ªtico peruano, con una capilla ardiente p¨²blica, en un tono que ser¨¢ reivindicatorio. Pero que quede claro que Alberto Fujimori recibir¨¢ la m¨¢s m¨ªnima concesi¨®n a la que tiene derecho todo ser humano, a ser enterrado siendo velado por sus familiares y seres queridos. Una concesi¨®n que muchos de los familiares de quienes padecieron su r¨¦gimen nunca tuvieron y nunca tendr¨¢n.
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