De la que am¨® a un toro marino
¡°La primera vez que el amor de mi vida me habl¨® de otra mujer, me dio un vuelco el coraz¨®n¡±, escribe la narradora y poeta costarricense Magda Zavala en este cuento incluido en la antolog¨ªa ¡®Vindictas. Cuentistas Latinoamericanas¡¯
Se daba aires de proscrito, barba larga y lento fumado entre los dientes, con el atractivo de quien parece amenazante y vigoroso. As¨ª lo conoc¨ª, as¨ª casi lo estoy olvidando. Por lo dem¨¢s, se enredaba en los amores viejos, y en los del porvenir, y le gustaba hablar a solas, mientras dejaba caer el agua tibia sobre sus lomos robustos. All¨ª filosofaba sobre el mundo y sus desastres, hac¨ªa c¨¢lculos para la pr¨®xima cosecha o se pronunciaba en contra de las ocurrencias de los diputados y de las partidas espec¨ªficas que le compran el alma al diablo, cuando no le daba por cantar, con el m¨¢s esforzado de los empe?os, que no alcanzaban a dar con los ritmos de Celia Cruz y su ¡°Traigo yerba Santa pa¡¯la garganta¡¡±.
Yo, el resto del d¨ªa, desde la lejan¨ªa que impone la ciudad amurallada, daba vueltas en c¨ªrculos a su alrededor, ofreci¨¦ndole cuanto pod¨ªa: que est¨¢ servido el desayuno, ?te traigo el peri¨®dico?, esa camisa no te va, ?adivina qu¨¦ hay de almuerzo hoy? ?Quieres un caf¨¦¡? Y ¨¦l all¨¢, conversando consigo mismo, lleno de murmullos, se daba la raz¨®n sobre decisiones tomadas o se lamentaba de alg¨²n fiasco; muchas veces criticaba a los pol¨ªticos que se olvidan de la agricultura, como si no fu¨¦ramos todos medio maiceros y la sociedad industrial estuviera en la cola de un venado ya muerto, y otras al bipartidismo insoportable que nos tiene totalmente prensados.
Alguna vez perdida, cuando menos lo esperaba, retumba su voz de trueno caribe?o desde la ducha:
¡ªNegra, ven¨ª ac¨¢¡, sent¨¢te ah¨ª que tengo que decirte¡
En realidad, requer¨ªa mi escucha silenciosa. Lo supe cuando al principio trat¨¦ de opinar.
¡ªBueno, es que a m¨ª me parece¡
?l me interrumpi¨® de inmediato:
¡ªNo, o¨ªme, quiero que me oig¨¢s a ver si tengo raz¨®n.
Y empezaba una lluvia de reflexiones, acabadas y contundentes que no ameritaban opini¨®n, sobre Nietzsche y sus ep¨ªgonos, el surrealismo y sus desencuentros, la Osa Mayor, los huecos negros, Freud y la teor¨ªa de la relatividad, la cuesti¨®n latinoamericana y el por qu¨¦ el comunismo sovi¨¦tico desoy¨® la voz de Lenin y, sobre todo, lo que hay de cierto cuando se dice que Costa Rica es un pa¨ªs sin tanta desigualdad social y sin ej¨¦rcito.
Como no siempre me llamaba a la hora de su ba?o y yo quer¨ªa saber con qui¨¦n me hab¨ªa casado o qui¨¦n era ese d¨ªa mi marido, dejaba las celos¨ªas del ba?o entreabiertas y me sentaba a escucharlo desde un banco ocasional en el jard¨ªn interior, que se fue haciendo un sitio de permanente encuentro con mi suerte. As¨ª fui penetrando su mundo, con algunas pistas que logr¨¦ hilar para no perderme en el laberinto. ?l no parec¨ªa darse cuenta de mi esfuerzo y segu¨ªa llam¨¢ndome de cuando en cuando a gritos, de seguro calculando todav¨ªa las dimensiones de su casa materna.
Al cabo de un a?o supe de mi hombre por pinceladas ¡ªunas precisas y vivas; otras diluidas, en marejadas informes¡ª, aspectos que me permitieron comprender el porqu¨¦ de sus jadeos branquiales cuando lo her¨ªa el absurdo de la muerte asesina o de la injusticia social. El mundo del cual, cargado de estupidez humana y sus ingratas convenciones, le era absolutamente insoportable.
¡ªDa pena saberse de la especie ¡ªme dec¨ªa de veras triste.
Por la noche, segu¨ªa previni¨¦ndome que no oyera si roncaba y me daba cinco minutos con los ojos abiertos, asomado entre las s¨¢banas, para que le resumiera lo ocurrido en su ausencia. Al cabo dec¨ªa:
¡ªBueno, ya hemos hablado mucho, call¨¦monos.
Y apagaba la luz.
Al d¨ªa siguiente, tardaba en levantarse cuando no le tocaba la venta de la madrugada. Se tiraba de la cama con un salto arrastrando las cobijas, llegaba hasta el ba?o, apretaba medio tubo de pasta sobre el cepillo, se torturaba las enc¨ªas, escup¨ªa tres enjuagadas con ruido y sal¨ªa arrastrando sus pantuflas heredadas, en busca del peri¨®dico.
¡ªHola Negra.
¡ªHola, amor.
¡ªAmor, amor¡ ay¡ ?a mordiscos, mamita!
Me sent¨ªa est¨²pida por llamarlo de la forma consabida, a pesar de que conoc¨ªa de sobra su odio por toda referencia afectiva, en particular cuando se usaban los cauces trillados. Yo estaba confundida y cansada de buscar formas nuevas de mostrarle mi cari?o, sin que fuera a parecerle cursi. Por las ma?anas, apenas despierta, no lograba dar la talla y respond¨ªa con lo primero que me ven¨ªa a la boca. As¨ª que me fui resignando a dar uso cuidadoso a las pocas palabras que hab¨ªa ya probado con ¨¦xito, para no tomar riesgos innecesarios.
¡ª?Ya est¨¢ el desayuno?
Le ped¨ªa por favor a Rosa ¡ªera salvadore?a y hab¨ªa llegado al pa¨ªs huyendo de la guerra¡ª que lo atendiera. Ella, menudita, gorda y fuerte, sab¨ªa enfrentarse con desapego de servidora que ha debido desafiar a la muerte, pu?al al cinto; mi marido le resultaba solamente un grandul¨®n m¨¢s, de tantos y tantos conocidos.
Tomaba su caf¨¦ hundido en las noticias de la insurrecci¨®n en el Norte, o la baja de los malditos precios de las verduras, o de los veinte desaparecidos en la Argentina, o los goles famosos del fin de semana. De rato en rato levantaba los ojos de las p¨¢ginas para preguntar cosas como: ?qu¨¦ vas a hacer hoy? Pero no esperaba mi respuesta.
Al principio, cuando a¨²n ten¨ªa yo mis valijas semideshechas en el cuarto peque?o del segundo piso, le hac¨ªa bromas sobre los hombres que leen el peri¨®dico en la mesa para no ver a su mujer reci¨¦n salida de la cama y le revolv¨ªa las p¨¢ginas mientras le tiraba besos. ?l se molestaba seriamente. Por un tiempo dej¨® el peri¨®dico, pero asist¨ªa totalmente mudo a la mesa, salvo para refunfu?ar por la mantequilla refrigerada. Yo estaba con cierto miedo desde esas primeras horas, queriendo, sin embargo, extender la mano para tocarlo, bronceado y caliente.
Cuando result¨¦ embarazada, me daba pena engordar porque sab¨ªa que ¨¦l amaba mi aire de ni?a desvalida y fr¨¢gil; adem¨¢s, tem¨ªa incomodarlo con mis v¨®mitos matutinos y la necedad de los antojos. Por aquella ¨¦poca, mis pocas observaciones sobre la vida cotidiana empezaron a parecerle totalmente risibles. Entonces yo lloraba en silencio, dejando correr las l¨¢grimas algunas veces frente a ¨¦l. Al cabo de varias ocasiones de lo mismo, con una sonrisita, me record¨® aquello de las l¨¢grimas de la mujer y de los cocodrilos, y me concedi¨® una ternura moment¨¢nea estruj¨¢ndome contra sus costillas, antes de salir r¨¢pido a hacer pup¨². Empec¨¦ entonces a aceptar que no hab¨ªamos nacido el uno para el otro.
Por las noches, al regreso del trabajo, a veces lo encontraba tendido en un sill¨®n, con canciones de Vicente Fern¨¢ndez.
¡ªSabes, Gordita, es dif¨ªcil pensar que uno estar¨¢ el resto de la vida al lado de una sola mujer. Los hombres podemos amar a muchas durante nuestras vidas, no es l¨®gico condenarnos con una sola; por supuesto, esto no quiere decir que uno no ame a su mujer.
¡ªNo¡ ¡ªdec¨ªa yo a media voz.
¡ªUno puede estar muy enamorado de su compa?era, pero hay demasiadas mujeres hermosas por ah¨ª, vos me entend¨¦s.
Jam¨¢s le dir¨ªa que, por si no se hab¨ªa dado cuenta, tambi¨¦n hab¨ªa hombres guapos y simp¨¢ticos, y que tal vez se encontrara, entre tantos, alguno capaz de apreciar a las mujeres, y que nosotras tambi¨¦n ten¨ªamos un amplio espectro para los afectos, aunque muchas, por cobard¨ªa, no nos di¨¦ramos permiso ni siquiera de pensar en la posibilidad.
¡ªS¨ª, as¨ª es. La pasi¨®n es extra?a, uno no la busca, ella lo asalta cuando menos se piensa, est¨¦ o no casado. Yo tengo que contarte que en mi ¨²ltimo viaje a Panam¨¢ conoc¨ª a una mujer. No podr¨¦ olvidarla nunca.
La primera vez que el amor de mi vida me habl¨® de otra mujer, me dio un vuelco el coraz¨®n, cre¨ª que era el preludio de su despedida, pero no, se trataba simplemente de otra dimensi¨®n de la confidencia, para la que yo era indudablemente buena interlocutora.
¡ªVos me entend¨¦s, Gordita.
Y s¨ª, lo entend¨ªa, m¨¢s de lo que se imaginaba. Empec¨¦ a sentirme excitada por los relatos ¨ªntimos de mi marido. Los esperaba noche a noche con placer extra?o. Era como si me estuviera permitido participar en una peque?a org¨ªa donde ¨¦l recib¨ªa mi amor y el de otra, una desconocida a la que yo destinaba admiraci¨®n porque mi marido le conced¨ªa gusto y encuentro. Esos eran los ¨²nicos momentos en que me parec¨ªa que ¨¦l permit¨ªa que me aproximara verdaderamente a su intimidad.
La vida segu¨ªa adelante, mientras mi panza crec¨ªa como una enorme sand¨ªa que me provocaba calambres en la espalda. ?l se ausentaba por las ventas de madrugada y luego se lig¨® con el Partido que lo ocupaba para tareas de masas muy a menudo. Cuando pasaba la cosecha, lo ve¨ªa cerrar cuidadosamente las ventanas de la biblioteca y pasar el picaporte a la puerta, como lo hab¨ªa indicado el padre, para hacer las cuentas. Alguna vez toqu¨¦, llam¨¢ndolo, y quise entrar. Me gustaba observarlo quieto y concentrado sobre los cuadernos que luego aparec¨ªan deshojados en el basurero. Me dej¨® entrar algo molesto porque alguien habr¨ªa podido atisbar desde afuera y me pidi¨® que por ninguna raz¨®n abriera. Era sin duda un ritual. Hac¨ªa filas de billetes rojos, verdes, grises, celestes, naranjas, mientras yo observaba con paciencia la operaci¨®n. Finalmente, abr¨ªa y cerraba la caja fuerte y, luego de revolotear con sus manos de pez en el interior, cerraba con llave. Una vez terminada la operaci¨®n, hac¨ªa el balance:
¡ªEsta vez saldremos tablas, por dicha. Hace rato nos est¨¢ yendo mal. Ya es hora de que las cosas cambien.
Luego se met¨ªa las faldas insolentes que se resist¨ªan a mantenerse dentro de los pantalones. Entonces me invitaba a salir. Mientras examinaba sus espaldas anchas, la estrechez de la cadera y el paso tosco, pensaba en lo dif¨ªcil que me era armonizar su erudici¨®n sofisticada con las cuentas del banco, siempre en ca¨ªda, y sus expectativas sociales.
A veces lo segu¨ªa hasta el ba?o que ¨¦l alcanzaba en unas cuantas zancadas. ?l se miraba en el espejo, luego de sacudirse la nariz con estruendo, arrugando el entrecejo, examin¨¢ndose los dientes, vi¨¦ndose a los ojos, se preguntaba o me preguntaba:
¡ª?Me veo bien? ¡ªposando para s¨ª o para m¨ª, sin c¨¢maras pero claramente ce?ido a una actuaci¨®n que no le daba tregua. Luego sal¨ªa con un portazo de la casa y hac¨ªa gemir el carro con un arranque de dureza impremeditada.
¡ªAhorita vuelvo ¡ªgritaba mientras hac¨ªa las maniobras de salida.
Volv¨ªa efectivamente para un almuerzo r¨¢pido en el que se lamentaba porque se hab¨ªa sudado el bistec y las verduras estaban sin suficiente sal. Bufaba entonces, con furia a flor de piel, por cuestiones peque?as y m¨ªnimas, sobre todo si no le quedaba tiempo para la siesta o el ruedo del pantal¨®n se hab¨ªa deshecho porque, seg¨²n ¨¦l hab¨ªa reparado, mis puntadas eran m¨¢s bien bruscas.
Por las noches algunas veces, para mi suerte, volv¨ªa de buen humor.
¡ª?Vos me quer¨¦s, Negra?
¡ªSab¨¦s que s¨ª ¡ªle respond¨ªa a media voz¡ª. En cambio dudo mucho de que vos me querr¨¢s.
¡ª?No se¨¢s necia! Te repito que te quiero, por supuesto. Viv¨ª, eso es todo.
¡ªNo estamos siendo felices¡
¡ªY, ?qu¨¦ es la felicidad? ?C¨®mo identificarla sin equivocaciones?
¡ªNo s¨¦, estar tranquilos, tener certezas mutuas, confiar, exponerse con las propias debilidades ante el otro, hacer planes conjuntos para la vida, saber que no te pasar¨¢n la cuenta¡
¡ªPed¨ªs demasiado. No s¨¦ cu¨¢nto puedo darte de todo eso.
Me sorprend¨ªa su metamorfosis de ni?o desvalido en sermoneador furioso. Entonces me hac¨ªa chiquitita y desaparec¨ªa por ah¨ª, a hacer algo que no le fuera a estorbar.
En la cama, yo alcanzaba las dos terceras partes de su cuerpo envuelto en las cobijas hasta por sobre la cabeza; solo dejaba afuera sus dos pies fuertes, con grandes arcos en las plantas. Yo entonces lo besaba despacito en el cuello, le recorr¨ªa la espalda hasta sorber los vellos rubios de sus ancas. A veces ¨¦l me conced¨ªa un darse vuelta perezoso y yo saboreaba su exaltaci¨®n de macho. Luego de un amor que ten¨ªa siempre alguna proximidad a la violencia por asalto o al abrazo desesperado, se mov¨ªa todav¨ªa inquieto por unos minutos, y me daba la espalda hasta quedarse dormido. As¨ª lo am¨¦, ahora casi lo he olvidado, pero le par¨ª un hijo con ojos color carao, como la abuela, su madre, y un enorme lunar de mancha caf¨¦ en la ingle. Y fui su mujer, por extra?o que parezca, durante cinco a?os. Y ¨¦l me am¨®, estoy segura, desde donde estaba. Yo no fui feliz siempre, pero tuve ratos placenteros, y me llev¨® de la mano alg¨²n d¨ªa por la calle y tuvimos amigos que luego desaparecieron. Me hac¨ªa gritar en la intimidad, de miedo o incomprensi¨®n, o de placer, para qu¨¦ negarlo, y entonces de nada valieron las m¨²ltiples p¨¢ginas de la Beauvoir y cuanto sab¨ªa de la liberaci¨®n femenina.
Por un tiempo quiso hacer otra siesta peque?a, obligatoria para los miembros de la casa, a las cinco de la tarde. Me llamaba, insistente, hasta que, dejando lo que ten¨ªa entre las manos, iba a tenderme a su lado. Se ovillaba sobre mis pechos, mientras se retorc¨ªa de angustia respirando a grandes bocanadas:
¡ªNo vay¨¢s a dejarme nunca, ?me o¨ªs?
Y lanzaba un sollozo ronco. Yo me debat¨ªa entre sentimientos confusos y asombrados. Quer¨ªa hacerle feliz, m¨¢s que nada en este mundo, y lo ten¨ªa all¨ª, angustiado empedernido, a pesar de mis esfuerzos. La casa empez¨® a caerme encima y me entraron ganas de volver al lado de mis padres. Quer¨ªa tomar un tiempo para reflexionar. Se lo dije un d¨ªa de tantos y le pareci¨® un asunto que merec¨ªa una peque?a discusi¨®n en la biblioteca que tanto nos hab¨ªa costado instalar, por la enorme cantidad de vol¨²menes y la disparidad de materias y autores. Me invit¨® a seguirlo y se tir¨® con ruido sobre el sill¨®n reclinable que le hab¨ªa regalado su madre en el cumplea?os.
¡ª?Entonces vos insist¨ªs en que est¨¢s cansada de esta vida y no le encontr¨¢s sentido!
¡ªAs¨ª es. Quiero otra cosa para m¨ª y para mi hijo.
¡ªNuestro hijo. ?Y vos quer¨¦s sacarme de la jugada?
¡ªNo es que quiera¡ parece imposible seguir juntos a pesar de todo lo que me gustar¨ªa seguir con vos.
¡ªDe veras no te entiendo, mujer. Conform¨¢te y ya est¨¢.
¡ªNo puedo.
¡ª?Qu¨¦ te lo impide?
¡ªEl miedo.
Vi que sus ojos se pon¨ªan h¨²medos.
¡ªMe tem¨¦s a m¨ª, y tal vez no solo a m¨ª, sino a algo que represento; revis¨¢ ese miedo.
Y se puso de pie, inc¨®modo. Vi¨¦ndolo frente a m¨ª, en pose de estatua benem¨¦rita, me tra¨ªa el recuerdo de otro, inmensamente m¨¢s grande que ¨¦l, que tambi¨¦n me asustaba en un tiempo distante. No pod¨ªa entonces seguir en esa situaci¨®n, as¨ª que recog¨ªa una a una mis palabras, antes pensadas cien veces, y las guardaba para otra oportunidad.
Cinco a?os despu¨¦s pude desandar el laberinto, el oscuro interior de mi toro, sus oquedades inundadas de oleajes sinuosos. Supe que toda esa humedad eran l¨¢grimas que ca¨ªan hacia adentro, y lo vi encorvado y bramante. Entonces corr¨ª y corr¨ª siguiendo la pista luminosa hacia la salida, aunque habr¨ªa querido que sus brazos de atleta fueran entonces y por siempre mi refugio. Afuera, pude reconocerme de pie, ¨ªntegra, dispuesta a nacer entre las aguas.
VINDICTAS. CUENTISTAS LATINOAMERICANAS
Autoras seleccionadas: Mar¨ªa Luisa Puga (M¨¦xico), Mim¨ª D¨ªaz Lozano (Honduras), Mirta Y¨¢?ez (Cuba), Gilda Holst (Ecuador), Marvel Moreno (Colombia), Armon¨ªa Somers (Uruguay), Mercedes Gordillo (Nicaragua), Mar¨ªa Luisa El¨ªo (Espa?a), Hilma Contreras (Rep¨²bica Dominicana), Susy Delgado (Paraguay), Silda Cordoliani (Venezuela), Rosario Ferr¨¦ (Puerto Rico), Pilar Dughi (Per¨²), Magda Zavala (Costa Rica), Ivonne Recinos (Guatemala), Marta Brunet (Chile), Bertalicia Peralta (Panam¨¢), Mar¨ªa Luisa de Luj¨¢n Campos (Argentina), Mercedes Durand (El Salvador), Mar¨ªa Virginia Estenssoro (Bolivia).
Editorial: P¨¢ginas de Espuma-UNAM, 2020.
Formato: tapa blanda (280 p¨¢ginas, 21 euros) y e-book (5,69).
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