La miseria canta su canon
Argentina crey¨® ser una excepci¨®n a la pobreza en Am¨¦rica Latina. Sin embargo, hoy las escenas se repiten
Una mala eternidad es una mala infinitud, escribi¨® Maurice Blanchot. Nos condena a regresar sin haber partido nunca, y a una absurda rei?teraci¨®n que nada cambia. Hace a?os que Argentina vive en esa ¡°mala eternidad¡±. Crey¨® ser diferente, una excepci¨®n en Am¨¦rica Latina. Sin embargo, hoy las escenas se repiten y yo vuelvo a escribirlas.
Un hombre recorre todos los d¨ªas los vagones del metro. Su relato es ...
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Una mala eternidad es una mala infinitud, escribi¨® Maurice Blanchot. Nos condena a regresar sin haber partido nunca, y a una absurda rei?teraci¨®n que nada cambia. Hace a?os que Argentina vive en esa ¡°mala eternidad¡±. Crey¨® ser diferente, una excepci¨®n en Am¨¦rica Latina. Sin embargo, hoy las escenas se repiten y yo vuelvo a escribirlas.
Un hombre recorre todos los d¨ªas los vagones del metro. Su relato es can¨®nico porque la miseria no se preocupa por ofrecer variaciones. Los pobres recitan argumentos casi iguales, interpretados por voces diferentes. El hombre del metro est¨¢ abrumado por el tedio y, en esa condici¨®n, no pueden esperarse muchas variantes. Pide limosna y su relato ya ha sido construido hace tiempo. Como el pedido es correcto en su sem¨¢ntica y su sintaxis, pienso que alguien debe redactarlo y quiz¨¢ cobrar una peque?ez por ofrecer ese instrumento de trabajo, ya que las frases, que se escuchan por los vagones, no pueden ser demasiado breves sino ocupar el tiempo necesario para que algunos pasajeros decidan meter la mano en el bolsillo y sacar un billete. No se trata de ret¨®rica, sino de la duraci¨®n necesaria para que esto suceda.
Quien mejor dominaba ese tiempo era un hombre que empujaba a una chica con las dos piernas sostenidas por varillas de acero para que no se curvaran y le permitieran dar los pasos necesarios. Las piernas de la chica se mov¨ªan con una dificultad que pod¨ªa atribuirse al ajuste de las varillas o a la par¨¢lisis que las hac¨ªa necesarias.
A pocos metros de una estaci¨®n de metro, en la acera y contra la pared se sienta una mujer que veo desde hace mucho tiempo, tanto que ya le entregu¨¦ lo que me hab¨ªan pagado por una nota que la ten¨ªa como personaje. No le expliqu¨¦ el motivo de los billetes que entonces recibi¨®, porque podr¨ªa juzgarlo un acto de estupidez o de cinismo. Esa mujer duerme en un albergue para vagabundos. Y sale a pedir para financiarse los ¨ªnfimos placeres que no est¨¢n garantizados por las organizaciones caritativas. De vez en cuando, fuma un cigarrillo. De vez en cuando, come un bollito con dulce de leche, r¨¢pidamente, como si pensara que ese consumo le resta verosimilitud a su pedido de una moneda. Tambi¨¦n evita que se la vea fumando, probablemente porque conoce el universal repudio al cigarrillo que se ha impuesto en Occidente.
Un poco m¨¢s lejos, otra mujer, acompa?ada por un viejo lisiado, ambos tirados contra un escaparate, atienden a su perro, que permanece inm¨®vil dando calor a las piernas de los dos mendigos. Esta pareja es muy popular, porque la presencia del perro desencadena una serie de comentarios del tipo ¡°son pobres, pero se ocupan del animalito como si tuvieran plata¡±, por ejemplo. Nunca pude comprobar que al perro le dieran otra cosa que no fueran sobras, pero el hecho o la hip¨®tesis de que los dos viejos se priven de las sobras es valorado como un acto de excepcional y conmovedora generosidad, como si los mendigos no pudieran sentirse responsables de sus animales.
Una tarde les pregunt¨¦ d¨®nde pasaba la noche el perro, ya que es sabido que no admiten animales en los refugios para personas. Me contaron que, a veces, una se?ora les permite atarlo a las rejas de su casa, del lado del jard¨ªn, donde queda a salvo de otros perros m¨¢s agresivos y, por a?adidura, recibe una porci¨®n de buenas sobras del almuerzo. Otras veces, lo introducen con sigilo en una playa de estacionamiento cuyo sereno se aficion¨® al perro porque su esposa, una fan¨¢tica de la limpieza, no le permite albergar ning¨²n animal en su casa. De modo que el perro de los dos mendigos es una especie de suced¨¢neo nocturno de lo que el sereno no puede cobijar bajo su propio techo, consagrado a la pulcritud. Tambi¨¦n est¨¢ el due?o del quiosco around the clock 24 hours, que acepta al perro como compa?¨ªa y a veces lo espera con una bolsa de flamante comida canina, un placer que el perro no parece disfrutar con el mismo deleite con que mordisquea los huesos de asado que le han tirado los alba?iles de un edificio cercano.
Los dos sin techo que protegen al perro rechazan la idea de enviarlo a un refugio para animales, soluci¨®n que comparan al abandono de un hijo propio en el torno de un convento. Son excluidos sociales y desconf¨ªan de todo trato institucional. ¡°Si los dejas all¨ª, a los tres meses te informan que el perro se muri¨® y no es cierto, lo mataron¡±. No s¨¦ si hablan por prejuicio o por experiencia. Temen que, al poco tiempo, el perro estar¨ªa agonizando y, lo que es peor, morir¨ªa solo. Los refugios son, para ellos, tan inevitables como peligrosos. Me cuentan de violencia y de robos. Son mataderos de la libertad.
En estos meses hace mucho fr¨ªo en Buenos Aires. Yo les sugiero que, sin el perro echado sobre sus piernas, como si fuera un gato de grandes proporciones, la pasar¨ªan peor. Me miran ofendidos porque en mis palabras descubren la insinuaci¨®n de que ellos explotan al perro para que trabaje como manta. Sospechan que yo le quit¨¦ al animal su afectiva subjetividad perruna. Cierro la boca.
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