En el coraz¨®n palpitante de Tahrir
El general Alwani es un hombre religioso y practicante. Tambi¨¦n un torturador. Su historia se imbrica con la de una mir¨ªada de personajes en ¡®La rep¨²blica era esto¡¯, la nueva novela de Alaa Al Aswany sobre la revoluci¨®n egipcia. ¡®Babelia¡¯ adelanta el comienzo del libro
El general ?hmad Alwani no necesitaba despertador. Tan pronto el almocr¨ª convocaba al primer rezo, se espabilaba. Tumbado en la cama, con los ojos abiertos, permanec¨ªa murmurando las palabras de la llamada a la oraci¨®n. Poco despu¨¦s, se dirig¨ªa al ba?o, hac¨ªa las abluciones aprisa y se acomodaba el pelo negro, te?ido con esmero, salvo por un par de mechones canosos rebeldes que dejaba a ambos lados de la frente. A continuaci¨®n, se pon¨ªa su elegante ch¨¢ndal y se dirig¨ªa a la mezquita cercana. El jefe de la guardia le hab¨ªa pedido m¨¢s de una vez que construyera una mezquita dentro de la villa, c...
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El general ?hmad Alwani no necesitaba despertador. Tan pronto el almocr¨ª convocaba al primer rezo, se espabilaba. Tumbado en la cama, con los ojos abiertos, permanec¨ªa murmurando las palabras de la llamada a la oraci¨®n. Poco despu¨¦s, se dirig¨ªa al ba?o, hac¨ªa las abluciones aprisa y se acomodaba el pelo negro, te?ido con esmero, salvo por un par de mechones canosos rebeldes que dejaba a ambos lados de la frente. A continuaci¨®n, se pon¨ªa su elegante ch¨¢ndal y se dirig¨ªa a la mezquita cercana. El jefe de la guardia le hab¨ªa pedido m¨¢s de una vez que construyera una mezquita dentro de la villa, con el fin de facilitarle su protecci¨®n, pero el general Alwani declinaba la idea. Le gustaba rezar entre la gente, como cualquier otra persona normal, as¨ª que cruzaba la calle a pie, rodeado de cuatro hombres de la escolta, que vigilaban el recorrido con sus armas listas para abrir fuego en cualquier instante. Luego, a la puerta de la mezquita, se dispersaban: dos de ellos permanec¨ªan en el exterior, y los otros dos se quedaban de pie dentro del recinto, custodiando su persona mientras ¨¦l rezaba...
En aquellos momentos, luminosos y bendecidos, el general Alwani abandonaba nuestro mundo. Una humildad profunda y sincera lo inundaba por completo, de tal suerte que ya no ve¨ªa a los hombres de la escolta ni a los orantes, como tampoco pensaba en su cargo, ni en sus hijos o en su esposa. Cargaba con sus zapatos debajo del brazo, como cualquier otro, y avanzaba cabizbajo hasta llegar a una esquina alejada donde dirig¨ªa dos prosternaciones como saludo a la mezquita, y luego dos m¨¢s al crep¨²sculo; continuaba con la glorificaci¨®n a Dios y la solicitud de perd¨®n hasta que daba comienzo la azal¨¢, las palabras del im¨¢n. Pese a la insistencia de los orantes, el general Alwani rechazaba colocarse delante de ellos. ?l siempre prefer¨ªa rezar desde la ¨²ltima fila. Callaba y bajaba la cabeza con humildad y, a menudo, cuando el im¨¢n recitaba aleyas del Cor¨¢n con esa voz dulce y agradable, se le llenaban los ojos de l¨¢grimas. El rezo lo liberaba y lo hac¨ªa sentirse una persona nueva, limpiaba su alma y disipaba sus preocupaciones. La tranquilidad de esp¨ªritu lo inundaba entonces, como si el rezo fuera un trago de agua fr¨ªa que se le ofreciera en pleno d¨ªa de can¨ªcula, muerto de sed. A sus ojos, este mundo carec¨ªa de importancia y no ten¨ªa mayor val¨ªa que el ala de un mosquito, raz¨®n por la que no dejaba de sorprenderle esa lucha del ser humano en busca de sus propios intereses, o sus lamentos por conseguir satisfacciones ef¨ªmeras. ?Por qu¨¦ tal avidez y rivalidad? ?Qu¨¦ ventaja albergaba la envidia, la mentira y la conspiraci¨®n? ?Acaso no ¨¦ramos todos caminantes? O, a fin de cuentas, ?no morir¨ªamos todos? ?Acaso un d¨ªa no reposar¨ªamos para siempre sobre la tierra h¨²meda y nuestras almas ascender¨ªan hacia el Creador, para responder ante ¨¦l de nuestros actos?
Tal d¨ªa, de nada nos servir¨ªan el prestigio o la riqueza, pues solo las buenas obras nos salvar¨ªan.
Cincuenta y ocho a?os hab¨ªa vivido su excelencia el general Alwani como hombre religioso y practicante de su fe. No fallaba en ning¨²n deber o tradici¨®n prof¨¦tica, como tampoco daba paso alguno sin asegurarse previamente de que fuera un acto l¨ªcito. Nunca en su vida hab¨ªa probado una gota de alcohol ni le hab¨ªa dado una sola calada a un cigarrillo de hach¨ªs ¡ªen realidad, jam¨¢s hab¨ªa fumado¡ª y no conoci¨® mujer m¨¢s que en el lecho conyugal (salvo algunas aventuras sexuales sin consumar en su adolescencia, por las que le ped¨ªa perd¨®n a Dios). Hab¨ªa hecho la peregrinaci¨®n a la casa del Se?or, alabado sea, dos veces, y la umrah, o peregrinaci¨®n menor, en tres ocasiones. Respecto a la limosna para los pobres, el asunto no era precisamente breve: diez familias enteras viv¨ªan gracias a la ayuda mensual que les dispensaba de su propio bolsillo. Cuando alguno de ellos se lo agradec¨ªa, el general Alwani sonre¨ªa y murmuraba:
¨C?V¨¢lgame Dios, hijo m¨ªo! No te he dado nada que me pertenezca. El dinero es de Dios y yo no soy m¨¢s que su guardi¨¢n. Cuento con que me menciones cuando invoques al Se?or para que, tal vez, me perdone.
El general Alwani, a diferencia de muchos otros que ostentaban cargos elevados en nuestro pa¨ªs, prefer¨ªa que la gente se dirigiera a ¨¦l con el apodo religioso ¡°hach¡± (lo habitual entre aquellos que han cumplido con la peregrinaci¨®n a La Meca), en lugar de llamarlo ¡°su excelencia el general¡± o ¡°Basha¡±, Se?or. Y helo ah¨ª, volviendo a casa despu¨¦s del rezo. Como era su costumbre, se sent¨® a salmodiar el Cor¨¢n en un c¨®modo sof¨¢ ubicado en el amplio recibidor. Comenz¨® con las dos azoras cor¨¢nicas del refugio en Dios, a las que siguieron otras breves, antes de leer el pasaje de la azora de La Vaca que ven¨ªa a apoyar el mensaje del noble hadiz: ¡°Quien la lea en su casa por la ma?ana, evitar¨¢ que Sat¨¢n entre en ella en tres d¨ªas¡±. Tras la glorificaci¨®n a Dios y la solicitud del perd¨®n, el general Alwani subi¨® en ascensor a la segunda planta. Tom¨® un ba?o caliente y cubri¨® su cuerpo desnudo con un albornoz. Seguidamente, entr¨® en la cocina para prepararse el desayuno.
Dos cucharadas grandes de miel de abeja de las monta?as, de excelente calidad, con la que el embajador de Yemen en El Cairo le obsequiaba regularmente. Luego, varias tostadas con una capa gruesa de queso suizo, tan de su gusto, y, para terminar, unas tortitas ba?adas con fresa y chocolate l¨ªquido, que hac¨ªa acompa?ar de un vaso grande de t¨¦ con leche, al que le segu¨ªa una taza de caf¨¦ egipcio con su medida justa de az¨²car.
?Qu¨¦ hac¨ªa despu¨¦s Su Excelencia?
Pues no hay nada malo en referirlo: su excelencia el general ?hmad Alwani se contaba entre los que practicaban el sexo por la ma?ana. Quiz¨¢s aquello tuviera relaci¨®n con sus largas jornadas de trabajo en las guardias nocturnas, de modo que, normalmente, lo suyo era una pr¨¢ctica matutina. Se sent¨®, pues, en el borde de la cama, mientras hacha Tahani, su esposa, dorm¨ªa a pierna suelta. Extendi¨® la mano hasta alcanzar el mando a distancia y sintoniz¨® uno de los canales de sexo. Ajust¨® el volumen para que solo se escuchara en el interior del dormitorio, y clav¨® la vista en la escena picante de la pantalla hasta que se puso a tono. Entonces, se quit¨® el albornoz, lo dej¨® caer al suelo y se ech¨® sobre su esposa, bes¨¢ndola apasionadamente mientras manoseaba su enorme cuerpo. La respuesta de esta, inmediata y ardiente, lo cogi¨® por sorpresa, y supuso que probablemente tambi¨¦n ella estuviera viendo la pel¨ªcula desde debajo de la colcha. La rectitud del general Alwani, su distanciamiento de los vicios, la instrucci¨®n militar y su actitud sol¨ªcita en el deporte, unido a un saludable r¨¦gimen de comidas, conforman todos ellos factores que le hac¨ªan preservar una potencia sexual natural que no requer¨ªa de estimulantes qu¨ªmicos. Mientras reten¨ªa en su mente las im¨¢genes obscenas, atacaba y se mov¨ªa en la cama con solvencia, como si se tratara de un hombre que a¨²n rondara los cuarenta.
Alguien podr¨ªa cuestionarse: ?c¨®mo un musulm¨¢n devoto como el general Alwani ve¨ªa pel¨ªculas porno?
?Qu¨¦ pregunta tan absurda! Eso solo lo plantear¨ªa un ignorante o alguien lleno de odio... Es cierto que ver pel¨ªculas porno se contaba entre los actos calificados de indeseables por la ley isl¨¢mica, pero no estaba entre los pecados graves, como matar, cometer adulterio o consumir alcohol. La escuela hanaf¨ª, una de las cuatro escuelas dentro del islam sun¨ª, pod¨ªa permitir, en ocasiones, un acto reprobado, si ello apartaba al creyente de los pecados, bas¨¢ndose en la m¨¢xima de jurisprudencia: ¡°Las necesidades legitiman las cosas prohibidas¡±.
Ciertamente, el general Alwani, en virtud de su alto cargo como jefe del Aparato, trataba a diario con las mujeres m¨¢s hermosas de Egipto, muchas de las cuales deseaban acostarse con ¨¦l a fin de aprovecharse de su poder. Adem¨¢s de ello, los servicios secretos extranjeros induc¨ªan a menudo a mujeres atractivas para que se colocaran en su camino y ejercieran alg¨²n tipo de influencia sobre ¨¦l, lo chantajearan o espiaran secretos de Estado. Todos esos serios peligros lo persegu¨ªan, y ¨¦l, ante las tentaciones que supon¨ªan aquellas f¨¦minas, perseverantes e imp¨ªas, no ten¨ªa m¨¢s que a su intachable esposa, ha? cha Tahani Talima. Si bien superaba la cincuentena y luc¨ªa un cutis cuarteado por las arrugas, rechazaba someterse a unos retoques de cirug¨ªa est¨¦tica, dado que eso era algo prohibido por la ley religiosa. El cuerpo de la se?ora Tahani hab¨ªa engordado hasta cubrirse de una capa de grasa que le llevaba a pesar m¨¢s de ciento veinte kilos. Ten¨ªa una barriga descomunal que comenzaba inmediatamente debajo de sus pechos, oprimidos y descolgados, y alcanzaba su mayor protuberancia a la altura del ombligo. Desde ah¨ª iniciaba nuevamente el descenso y en la parte baja, se remataba la media circunferencia. Esa singular barriga, en cierto modo masculina, era la responsable ¨²ltima de dar al traste con el apetito sexual del general Alwani, de no ser por las pel¨ªculas porno a las que recurr¨ªa para inflamar su imaginaci¨®n. En este sentido, Su Excelencia coment¨® una vez entre los amigos: ¡°Si te ves obligado a comer el mismo tipo de comida durante treinta a?os, se hace imposible soportarlo si no le a?ades algunas especias¡±.
Una vez que la sesi¨®n matutina hab¨ªa tocado a su fin (el rezo, la lectura del Cor¨¢n, luego el desayuno y el coito l¨ªcito), era el momento de trabajar. Nada m¨¢s sali¨® el general por la puerta de la villa, los soldados de la guardia le dirigieron el saludo militar, y uno de ellos se apresur¨® a abrirle la puerta del Mercedes negro blindado. Su Excelencia se acomod¨® en el asiento trasero y el veh¨ªculo comenz¨® a moverse lentamente, acompa?ado de dos coches de la escolta y cuatro motos conducidas por oficiales armados. La distancia entre su residencia y el edificio del Aparato no exced¨ªa la media hora, pero sol¨ªa multiplicarse por dos, pues el jefe de la guardia se empe?aba en cambiar la ruta diariamente para impedir una eventual emboscada o un atentado terrorista. Por el camino, el general se dedicaba a leer los informes emitidos durante la noche y daba indicaciones urgentes por tel¨¦fono. En el instante que el coche atraves¨® la puerta exterior del organismo en cuesti¨®n, retumb¨® un grito: ¡°?Firmes!¡±, al que le sigui¨® el sonido de los fusiles impactando sucesivamente contra el suelo, al tiempo que aquellos que portaban las armas se cuadraban haciendo el saludo militar. El general Alwani salt¨® del coche con agilidad y respondi¨® al saludo de sus subordinados, que lo esperaban a la puerta del edificio. Estos, por los muchos a?os de trabajo al lado de Su Excelencia, hab¨ªan adquirido la capacidad de leer su fisonom¨ªa, y aquella ma?ana, en aquel instante concretamente, se percataron de que estaba de mal humor. Los mir¨® con el ce?o fruncido y pregunt¨®:
¨C?Ha cantado el pipiolo? Uno de ellos respondi¨®:
¨CEl teniente coronel T¨¢req lo est¨¢ interrogando, se?or.
Las se?ales de excitaci¨®n se hicieron patentes en la cara del general Alwani. Despidi¨® a su ayudante, pero en lugar de subir a su despacho, en el tercer piso, una vez en el ascensor orden¨® que lo bajaran a la sala de interrogatorios. Al abrirse la cancela de hierro, son¨® un chirrido t¨¦trico y la atm¨®sfera del s¨®tano, cargada de una humedad putrefacta, le golpe¨® los sentidos. El general avanz¨® respondiendo, uno tras otro, al saludo de los soldados hasta que entr¨® en una sala amplia de ventanas estrechas y cuadradas, tapiadas con barrotes de hierro. Por cada esquina de aquel cuarto, se distribu¨ªan diferentes aparatos met¨¢licos con brazos y ruedas. A simple vista uno podr¨ªa pensar que se trataba de aparatos de gimnasia... All¨ª hab¨ªa un hombre con los ojos vendados que, colgando por las manos de una soga, se hallaba atado a una rueda de metal suspendida del techo. Estaba desnudo excepto por unos calzoncillos. Su cuerpo estaba repleto de cardenales y heridas, ten¨ªa la cara hinchada y sangre coagulada en la comisura de los labios y alrededor de los ojos. Frente a ¨¦l, cuatro agentes y, sentado tras una mesa, un oficial que ostentaba el rango de teniente coronel.
Nada m¨¢s ver al general Alwani, el oficial se puso en pie y se cuadr¨® para hacer el saludo militar. El general se inclin¨® hacia ¨¦l y comentaron algo entre susurros. Despu¨¦s, volvieron hasta donde estaba el hombre colgando, quien en ese momento solt¨® un gemido s¨²bito, como si pretendiera dirigirle una s¨²plica al hombre nuevo que se aproximaba a ¨¦l.
Con un tono ronco, el general Alwani le pregunt¨®:
¨C?C¨®mo te llamas, chaval?
¨CArbi Assayed Shusha.
¨CHabla m¨¢s fuerte, que no te oigo.
¨CArbi Assayed Shusha.
¨C?M¨¢s fuerte!
Cada vez que el general le ped¨ªa que levantara la voz, los agentes le arreaban con un palo, as¨ª que el hombre sigui¨® elevando la voz m¨¢s y m¨¢s, hasta que de repente rompi¨® a llorar. En aquel momento, el general le hizo una se?al a los agentes para que dejaran de pegarle y, despu¨¦s, con el tono sereno de un experto, similar al que emplea el m¨¦dico para aconsejar a sus pacientes, dijo:
¨CEsc¨²chame Arbi... Si quieres volver a casa con tus hijos, tienes que hablar, porque no te vamos a soltar. Te vamos a pegar hasta que mueras y te enterraremos aqu¨ª mismo. Nadie sabr¨¢ d¨®nde est¨¢s.
¨CSe?or, le juro que no s¨¦ nada ¨Cgrit¨® el hombre con una voz llorosa.
¨CPor Dios que siento l¨¢stima de tu situaci¨®n ¨Casegur¨® el general con un tono compasivo¨C. Razona, hijo, y no tires tu vida por la borda.
¨CTenga piedad de m¨ª, se?or ¨Cimplor¨® el hombre.
¨CEso mismo te digo yo, api¨¢date de ti mismo y habla de una vez.
El teniente coronel T¨¢req espet¨® alterado:
¨C?Por la puta de tu madre!
Esa era la se?al. Uno de los agentes se agach¨® entonces sobre un gran artilugio negro que parec¨ªa un aparato de aire acondicionado y tens¨® un cable grueso que terminaba en dos cabos redondos de metal. Los enganch¨® a los test¨ªculos del hombre y, seguidamente, apret¨® un bot¨®n del aparato. El hombre tembl¨® con todo su cuerpo y solt¨® una serie de berridos que retumbaron por cada esquina de la sala... Las descargas el¨¦ctricas se repitieron varias veces, hasta que el general Alwani hizo que cesaran con un gesto de su mano. Su voz retumb¨® entonces como un trueno:
¨CTe hemos tra¨ªdo a tu parienta Marwa, y te juro por Dios que, como no hables, hago que el militar se la tire delante de tu cara.
¨C?No lo hagan! ¨Cgrit¨® el hombre.
El general Alwani gir¨® la cabeza hacia los agentes y estos salieron de la habitaci¨®n con presteza. Al punto, volvieron sujetando a una mujer que vest¨ªa una galabiya de estar por casa hecha jirones. Ten¨ªa el pelo desgre?ado y en su rostro mostraba las marcas de haber sido golpeada... Se puso a dar voces y los agentes le pegaron. El hombre reconoci¨® su voz.
¨C?Soltadme!
El general orden¨® a gritos:
¨C?Desnudadla!
Los hombres se echaron sobre ella, y aunque la mujer trat¨® de resistirse con coraje, ellos eran m¨¢s fuertes y pudieron arrancarle la galabiya. Cuando qued¨® a la vista su ropa interior, el general Alwani se ech¨® a re¨ªr.
¨CPero ?qu¨¦ belleza! Qu¨¦ suerte tienes, Arbi. El sost¨¦n de tu esposa es de algod¨®n forrado. Estaban de moda hace tiempo. Lo llamaban el corpi?o de Matusal¨¦n.
Los presentes estallaron en risas con la broma de su excelencia el general, carcajadas que mezclaron con sus propios comentarios jocosos. Entonces, el general orden¨® con aire resuelto:
¨C?Quitadle el sujetador! Dime, Arbi, ?qu¨¦ forma tienen los pechos de tu se?ora? Para serte sincero, mis preferidos son los pezones grandes y oscuros.
Los agentes le arrancaron el sujetador, dejando al descubierto los senos de la mujer, momento en el que ella profiri¨® un grito prolongado.
El hombre se estremeci¨® y se puso a dar voces:
¨CYa basta, se?or, hablar¨¦, hablar¨¦.
El teniente coronel T¨¢req se acerc¨® entonces a ¨¦l.
¨CYa te digo si vas a hablar, hijo de perra, porque si no, los militares te la van a dejar pre?ada.
¨CHablar¨¦, se lo aseguro.
¨C?Eres miembro de la organizaci¨®n?
¨CS¨ª.
¨C?Cu¨¢l es tu zona?
¨CShubra Al Jaima.
¨C?Tu responsable?
¨CAbdul Rahm¨¢n Mutawali...
Por unos instantes se hizo el silencio. El general Alwani se alej¨® unos pasos hacia la puerta y con un gesto llam¨® al teniente coronel T¨¢req.
¨CSi hubieras tra¨ªdo a su esposa desde el principio ¨Cle dijo¨C, no te habr¨ªas cansado tanto.
El oficial T¨¢req esboz¨® una sonrisa agradecida.
¨CQue Dios lo guarde a nuestro lado, se?or ¨Crespondi¨®¨C.
Cada d¨ªa aprendemos una lecci¨®n nueva de Su Excelencia.
El general Alwani le dedic¨® una mirada paternalista y, seguidamente, le orden¨®:
¨CGraba su confesi¨®n con imagen y sonido y escribe tu informe. Te espero en el despacho.
La rep¨²blica era esto
Autor: Alaa Al Aswany. Traducci¨®n de Noem¨ª Fierro.
Editorial: Anagrama, 2021.
Formato: 432 p¨¢ginas, 21,90 euros.
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