El palestino afrancesado con el coraz¨®n roto
En 1914, a comienzos de la Primera Guerra Mundial, el palestino Midhat viaja a Francia para convertirse en m¨¦dico y se encapricha de una joven que le escribe una carta de amor que ¨¦l nunca recibir¨¢. Es el punto de partida de ¡®El parisino¡¯, de la brit¨¢nica Isabella Hammad, que este mi¨¦rcoles llega a las librer¨ªas. Adelantamos un fragmento
En los a?os crepusculares del imperio, medir el tiempo se hab¨ªa vuelto un problema. El a?o oficial segu¨ªa empezando en marzo, ¨¦poca en que los recaudadores de impuestos acosaban a los felah¨ªn, los campesinos. Pero los cristianos utilizaban el calendario juliano reformado por el papa Gregorio XIII, que empezaba en enero y ten¨ªa a?os bisiestos y variaciones que depend¨ªan de la liturgia; y aunque los jud¨ªos adaptaron sus per¨ªodos a los ciclos de la tierra, los musulmanes adoptaron la h¨¦gira lunar y poco a poco quedaron desfasados en relaci¨®n con las estaciones.
Cuando Midhat era peque?o, todos los habitantes de Naplusa, incluso los no musulmanes, se reg¨ªan por la luna y, a pesar de la implantaci¨®n del d¨ªa ¡°franco¡± (o europeo) por el sult¨¢n Abdul Hamid, se ce?¨ªan religiosamente al d¨ªa ¨¢rabe. Seg¨²n los musulmanes, el Todopoderoso hab¨ªa dispuesto el universo de tal modo que todos los d¨ªas, al ponerse el sol, los relojes de la humanidad deb¨ªan marcar la hora duod¨¦cima, en consonancia con el reloj del mundo. Y as¨ª, cuando llegaba la oscuridad y los muecines llamaban a la oraci¨®n magrib (vespertina), los habitantes ricos de Naplusa sacaban el reloj del bolsillo, tiraban de la corona con las u?as y la mov¨ªan para que las manecillas se unieran en las doce, antes de ir corriendo a la mezquita, si as¨ª lo deseaban.
Cuando Midhat era muy peque?o, dorm¨ªa en invierno con su Tita, Um Taher. Cuando ten¨ªa cinco a?os, la familia se traslad¨® al otro lado de las murallas del casco antiguo, dejando una casa con un patio colectivo y habitaciones redondas e instal¨¢ndose en un edificio moderno con habitaciones particulares y ¨¢ngulos rectos que estaba al pie del monte Gerizim. Observaba el paso de las estaciones desde la ventana de su nuevo dormitorio, con las nevadas crestas del Jabal alSheij, el Monte del Jeque, en el horizonte.
El d¨ªa que Haj Taher, el padre de Midhat, anunci¨® su segundo compromiso, la Tita afirm¨® haber visto la carroza en el monte un mes antes. Las profec¨ªas de la Tita no eran ¨²tiles para nadie, ya que ella nunca sab¨ªa qu¨¦ significaban en su momento y solo sent¨ªa la inquietud resultante retrospectivamente. Entre otras cosas, hab¨ªa vaticinado la defunci¨®n de su marido.
¨CVi un ata¨²d en una alfombra azul. Vi la punta de madera sobre la alfombra azul, yo estaba en casa de mi madre, y volv¨ª a verla cuando trajeron el ata¨²d de Jaffa y lo depositaron a mis pies. Baj¨¦ el ojo inmediatamente, este ojo, y vi la punta del ata¨²d y la alfombra debajo.
Si Haj Taher se hab¨ªa casado, en primeras nupcias, con la madre de Midhat, hab¨ªa sido gracias a ella. La muchacha era de una buena familia de Yen¨ªn y Taher la hab¨ªa amado.
¨CTu madre ten¨ªa los ojos verdes. De ojos para abajo, ten¨ªa la cara casi lisa, as¨ª ¨Cy se apret¨® las mejillas con los dedos¨C, wallah, te lo juro, como un ni?o peque?o.
La Tita no revel¨® si hab¨ªa previsto que la muchacha morir¨ªa de tuberculosis. Midhat ten¨ªa dos a?os por entonces. Su padre estaba en Egipto. La casa se llen¨® de mujeres que lloraban y, mientras lavaban el cad¨¢ver en la mesa del comedor, el administrador sac¨® al patio pastelitos de s¨¦mola que Midhat desmenuzaba con las manos. Luego se pasaba la lengua por las palmas. En el momento en que el padre apareci¨® bajo el dintel, la Tita dio un grito y se asi¨® al borde de la mesa, como si fuera a desmayarse.
Esta rutina funcion¨® durante a?os. La complac¨ªa aquella econom¨ªa cronom¨¦trica, aquella impresi¨®n de que pasaba de una actividad a otra sin malgastar un solo instante
Haj Taher no se qued¨® mucho tiempo en Naplusa. El comercio de telas que ten¨ªa en la calle Muski de El Cairo prosperaba a ojos vistas y necesitaba cada vez m¨¢s su atenci¨®n, y aunque hab¨ªa contratado m¨¢s personal para la tienda y m¨¢s j¨®venes para transportar las sedas del Gol¨¢n, no hab¨ªa olvidado el consejo de su padre relativo a la importancia de las relaciones personales en el comercio, y como en el vocabulario cairota empezaba a llamarse kamal al pa?o de muy buena calidad, Haj Taher Kamal no pod¨ªa permitirse el lujo de delegar en otros la direcci¨®n de su tienda. Tampoco pod¨ªa confiar en correos an¨®nimos para recoger las sedas de los mayoristas. Ten¨ªa que estar regularmente en persona en el punto de venta y tambi¨¦n viajar al norte personalmente para recoger el g¨¦nero, y solo utilizaba representantes para que no decayera el volumen de ventas. Este movimiento incesante era agotador, pero rentable: le garantizaba la lealtad de los compradores y la sinceridad de los vendedores. Adem¨¢s, los viajes le amenizaban la vida, iba por Naplusa de paso, visitaba a su agente Hisham en la tienda local, estaba una tarde con su madre y su peque?o hijo y volv¨ªa a la calle Muski para llevar la contabilidad. Despu¨¦s del entierro de la esposa y de volver a El Cairo tuvo deseos de reemprender el viaje, pero el trabajo no le dejaba tiempo para los lamentos. Las fiestas se aproximaban, las ventas se hab¨ªan disparado y necesitaba quedarse en El Cairo para comprobar la marcha del negocio.
Pasaba las ma?anas en la trastienda, sentado a una mesa de madera de s¨¢ndalo y escribiendo en los libros. Por la tarde trataba con los clientes. Esta rutina funcion¨® durante a?os, con un ritmo tan exacto que casi todos los d¨ªas, cuando el ayudante llamaba a su puerta para recordarle que era hora de comer, ¨¦l acababa de anotar el ¨²ltimo d¨ªgito en el libro de contabilidad. La complac¨ªa aquella econom¨ªa cronom¨¦trica, aquella impresi¨®n de que pasaba de una actividad a otra sin malgastar un solo instante.
Sin embargo, esta rutina se alter¨® poco despu¨¦s del fallecimiento de la esposa. Habi¨¦ndose enterado de su viudez, un variopinto pelot¨®n de comerciantes cairotas empez¨® a importunarlo por la ma?ana y las horas que destinaba a la contabilidad se prolongaban desdichadamente hasta la tarde. Cada dos d¨ªas se presentaba uno, se acercaba con cautela a su escritorio, hinchaba el pecho y se pon¨ªa a describir las virtudes de su hija. Haj Taher les daba las gracias a todos por la oferta, pero la declinaba. No obstante, al cabo de unas semanas empezaron a hacer mella en ¨¦l aquellos abordajes y las educadas negativas cedieron el paso a la resentida aceptaci¨®n de algunas invitaciones. Transcurrido m¨¢s tiempo, tambi¨¦n las adulaciones empezaron a surtir efecto y las aceptaciones se volvieron ceremoniosas. Pues empezaba a ser evidente que merec¨ªa volver a casarse y casarse bien. Haj Taher ten¨ªa olfato para los negocios y ojo para las inconstancias de la moda y los favores, y como sab¨ªa que por el momento era un comerciante rico, famoso entre las se?oras, pensaba sacar provecho de ello.
Los recuerdos de Midhat empezaron a fijarse m¨¢s o menos por entonces. Su padre se volvi¨® una figura vaga: una rodilla gruesa, una voz en el otro lado de la habitaci¨®n
No hab¨ªa mujeres entre sus parientes de Egipto y en consecuencia no ten¨ªa a nadie para inspeccionar a las aspirantes. Habr¨ªa podido recurrir a su madre, pero la supon¨ªa llorando todav¨ªa a la difunta nuera, de modo que desestim¨® la posibilidad. En consecuencia, contrat¨® a una amiga llamada Rabab, una bailarina de car¨¢cter alegre con la que se acostaba a menudo despu¨¦s de sus actuaciones en Zamalek. Rabab, a cambio de un peque?o estipendio, accedi¨® a investigar a las j¨®venes en oferta y seleccionar discretamente a las familias seg¨²n su reputaci¨®n. Pas¨® una semana y el jueves por la noche sorprendi¨® a Rabab poni¨¦ndose una bata detr¨¢s del escenario. Sonriendo con la boca cerrada, le ense?¨® una lista que hab¨ªa escrito en el dorso de la carta de un restaurante. La familia de esta era rica, pero la madre era una cerda, inform¨®. Esta otra ten¨ªa tres hermanas y era la menos atractiva de todas. Una l¨¢stima; sus dos hermanas mayores eran muy simp¨¢ticas. Esta otra no era rica, pero la familia era agradable. Muy conocida, querida por la gente. ?Guapa? As¨ª as¨ª, dientes muy peque?os. Y esta otra era copta. Irritante. Desde luego, era la m¨¢s hermosa de todas...
¨C?C¨®mo se llama? ¨Cpregunt¨® Taher.
¨CLayla. La familia no es ni carne ni pescado. Acomodada, pero sin lujos.
¨C?C¨®mo es la madre??¨CSimp¨¢tica. Y atractiva.?No tard¨® mucho en decidirse. Escribi¨® al padre de Layla para decirle que aceptaba y en pocos d¨ªas acordaron la firma en el libro y la fecha de los esponsales. Solo entonces invit¨® a su madre, que segu¨ªa en Naplusa, a asistir a la ceremonia, aunque la mujer no particip¨® en los trinos ni danz¨®.
Layla ten¨ªa el cabello espeso y un cuello de cisne y, de acuerdo con la tradici¨®n, no adopt¨® al hijastro. Era particularmente reacia al tacto y, siempre que pod¨ªa, soltaba los dedos de Midhat del pulgar de su marido. Puesto que Layla prefiri¨® quedarse cerca de su familia, las visitas de Haj Taher a Naplusa se espaciaron a¨²n m¨¢s. A partir de entonces lo normal fue que enviara a un representante para ver c¨®mo iba la tienda y reservara los viajes para el Gol¨¢n. Midhat se quedaba con la Tita en el monte Gerizim durante per¨ªodos cada vez m¨¢s largos.
Los recuerdos de Midhat empezaron a fijarse m¨¢s o menos por entonces. Su padre se volvi¨® una figura vaga: una rodilla gruesa, una voz en el otro lado de la habitaci¨®n. La Tita era una almohada de pechos que ol¨ªa a agua de rosas y violetas dulces. Layla era una pared ¨®sea. Su madre, una nada blanda.
Como Taher y Layla aparec¨ªan poco por Naplusa, en las aulas empezaron a correr rumores sobre su riqueza. Midhat ten¨ªa un primo llamado Jamil, que viv¨ªa debajo de ellos, y hab¨ªa o¨ªdo decir que Haj Taher se hab¨ªa enriquecido porque hab¨ªa hallado unos restos fara¨®nicos en su jard¨ªn de El Cairo.
La Tita se tronchaba de risa. Estaba agachada en la puerta, arreglando no s¨¦ qu¨¦.
¨CRecordad lo que os digo, ni?os: las personas m¨¢s desdichadas son las envidiosas.
Hab¨ªa un recuerdo sobre su padre que destacaba entre los dem¨¢s. Con el paso del tiempo no supo decir qu¨¦ edad ten¨ªa entonces, pero con la incertidumbre la imagen adquiri¨® la condici¨®n de mito o de sue?o descrito de memoria
Pero cuando Taher visitaba Naplusa, la Tita fulminaba con la mirada a su nueva nuera. Taher part¨ªa pipas de calabaza con los dientes y Midhat se quedaba mirando su ancha rodilla, que temblaba cuando el adulto alcanzaba el taz¨®n. Le gustaba el hueco escuadrado que formaba la pierna de su padre, con el tobillo apoyado en el muslo de la otra y, estimulado por entonces por la necesidad de tapar agujeros, sent¨ªa deseos de gatear bajo las piernas de su progenitor y levantarse en el interior de aquel espacio cerrado. Tiempo despu¨¦s, las piernas cruzadas, y el ancho pie colgante con su terso empeine de cuero, se transformaron en un balanc¨ªn, perfecto para sentarse. Layla observaba a su lado.
Hab¨ªa un recuerdo sobre su padre que destacaba entre los dem¨¢s. Con el paso del tiempo no supo decir qu¨¦ edad ten¨ªa entonces, seis a?os, siete, pero con la incertidumbre la imagen adquiri¨® la condici¨®n de mito o de sue?o descrito de memoria, y ocup¨® en su mente un espacio desmesurado, pues aunque tuvo que haber vivido ma?anas muy parecidas, aquella fue la que perdur¨®.
En el recuerdo amanece en el monte Gerizim y en la despensa tintinea la tapa de la lata del pan. Junto a la puerta hay dos bolsas de viaje. Y all¨ª est¨¢ Bab¨¢, con el fez y el abrigo de lana marr¨®n, que murmura buenos d¨ªas y se inclina para darle un beso. El aliento es humano y dulce y debajo del bigote hay dos poros rojos, inflamados, visibles. Midhat, en la puerta, lo ve atar las bolsas a ambos lados del caballo. Bab¨¢ monta y antes de partir se detiene para mirar a su hijo. Las h¨²medas emanaciones de la ma?ana penden sobre los lejanos olivos con un matiz azulado y Haj Taher, Ab¨² Midhat, desciende hacia la niebla.
Era primavera cuando lleg¨® una carta anunciando el embarazo de Layla. La Tita bati¨® palmas y las mujeres se acercaron para felicitarla. Despu¨¦s de aquello transcurrieron los meses sin que recibieran ninguna carta o telegrama. Lleg¨® el verano y el cielo derram¨® olas de calor. Los ladrillos de las casas se volvieron de blanco ceniza. Las palomillas se mor¨ªan mientras volaban. El sofocante sim¨²n soplaba envuelto en polvo y sec¨® cuatro fuentes de Naplusa. Y cuando llegaron las lluvias, fueron torrenciales.
Midhat pens¨® al principio que lo hab¨ªa despertado la tormenta. Entonces oy¨® voces. Al acercarse a la puerta vio el bulto de su padre en el pasillo, ba?ado por la luz de una l¨¢mpara depositada en el suelo, sacudi¨¦ndose el agua de los brazos. La Tita se acerc¨® a ¨¦l y entr¨® en el cerco de luz, recogiendo prendas de tela en la danzante oscuridad. La siguiente vez que despert¨® ya era por la ma?ana y su abuela estaba sentada en la cama. Le asi¨® el tobillo por encima de la manta y le dijo en voz baja: ¡°Tu padre est¨¢ aqu¨ª. Est¨¢ apenado por la muerte del ni?o¡±. La ropa del padre, deformada por la humedad, colg¨® durante d¨ªas de los ganchos de la pared de la cocina.
Cuando naci¨® la siguiente criatura, Taher y Layla regresaron a Naplusa para vivir all¨ª. Poco despu¨¦s, enviaron a Midhat a estudiar a Constantinopla. Su primo Jamil hab¨ªa terminado ya el primer curso en el Mekteb-i Sultani, as¨ª que el viaje no fue tan temible como habr¨ªa podido ser. La verdad es que durante todo el a?o hab¨ªa envidiado a Jamil, que con trece a?os parec¨ªa un adulto y trataba con mucha despreocupaci¨®n los libros de estudio, que llev¨® consigo durante las vacaciones. Midhat los hab¨ªa visto en el dormitorio de su primo, ca¨ªdos de canto en el suelo, con el lomo visible, y se esforz¨® por descifrar los t¨ªtulos. Cuando parti¨®, sinti¨® menos el viaje como un alejamiento que como una aproximaci¨®n.
El parisino
Traducci¨®n de Antonio-Prometeo Moya Valle.
Anagrama, 2021. 720 p¨¢ginas. 24,90 euros.
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