Recuerdos de una guerra no tan lejana
El intervalo espacial nos lleva a pensar que Putin no pisar¨¢ las pampas. No hay distancia segura de las ideolog¨ªas. Cuando Rusia es gobernada por un zar belicista, todo el planeta cambia
El Estado es una m¨¢scara sin rostro. Estas palabras nos llegan desde 1922, cuando los fascistas, conducidos por Mussolini, marchaban sobre Roma. Hoy la situaci¨®n es muy grave y poco apropiada para dedicarse a analizar figuras ret¨®ricas. Pero vivo en un pa¨ªs latinoamericano que se siente protegido por una distancia de miles de kil¨®metros, aunque nuestros antepas...
El Estado es una m¨¢scara sin rostro. Estas palabras nos llegan desde 1922, cuando los fascistas, conducidos por Mussolini, marchaban sobre Roma. Hoy la situaci¨®n es muy grave y poco apropiada para dedicarse a analizar figuras ret¨®ricas. Pero vivo en un pa¨ªs latinoamericano que se siente protegido por una distancia de miles de kil¨®metros, aunque nuestros antepasados hayan llegado de Europa y muchos de ellos, como los jud¨ªos, escapando de rusos y alemanes. Esta lejan¨ªa espacial nos lleva a pensar que Putin no pisar¨¢ las pampas.
Pero no hay distancia segura. Cuando Rusia es gobernada por un zar belicista y autoritario, todo el planeta cambia. La historia no se repite, sino que los gobiernos y los pueblos pueden incurrir en equivocaciones fatales, aunque sus motivos y discursos no sean exactamente los del nazismo de los a?os treinta. Putin es un l¨ªder autoritario de estos tiempos, que incluyen las armas at¨®micas.
A mediados de la d¨¦cada de 1950, yo era una ni?a caprichosa, agresiva e intolerante. Mis t¨ªas, que hab¨ªan vivido la segunda guerra juntando ropa y comida para las familias que alguna ayuda pod¨ªan recibir en Europa, me preguntaban: ?qu¨¦ te crees que sos? Vos debes creer que sos ¡°Deutsche ¨¹ber alles¡±, las ¨²nicas palabras que sab¨ªan del alem¨¢n porque las escuchaban por la radio. Hoy me dir¨ªan: ?te crees que sos Putin? Tambi¨¦n me dijeron que Italia se iba a salvar si lo capturaban a Mussolini y, de ser posible, lo mataban.
Los padres de una vecina eran alemanes, ten¨ªan un piano donde aprend¨ª a tocar algunas melod¨ªas y me convidaban con pedacitos de torta. Sab¨ªan que mi padre hab¨ªa apoyado a los Aliados durante la guerra, pero prefer¨ªan que todo quedara en la noche y la niebla del pasado. A comienzos de esa d¨¦cada del cincuenta, llev¨¦ unos atados de ropa a un club porte?o para enviar a los chicos que, seg¨²n me contaron, hasta 1945 hab¨ªan vivido encerrados en refugios, con muy poco para comer, como hoy viven los desplazados y los sobrevivientes que han huido de Ucrania. Cuando yo amagaba tirar un pedazo de pan viejo a la basura, me dec¨ªan: c¨®mo se ve que no sabes que en Ucrania se alimenta una familia con lo que desprecias. Todos en mi casa fueron decididamente pro-Aliados, excepto un t¨ªo y una t¨ªa nacionalistas. Pensaban que el conflicto europeo no nos concern¨ªa, porque estaba sucediendo entre quienes hab¨ªan explotado nuestras riquezas naturales y pose¨ªan grandes extensiones de tierras en la Patagonia.
La mayoritaria aliadofilia familiar fue una de las razones que llevaron a mis padres a anotarme en un car¨ªsimo colegio biling¨¹e ingl¨¦s y castellano. Siguiendo esa inclinaci¨®n aliad¨®fila, mi padre era parroquiano de uno de los primeros pubs, del que tengo buenos recuerdos, porque me dejaban estar paradita en la barra mientras los hombres tomaban un whisky criollo, primitiva imitaci¨®n que les hac¨ªa desear tiempo mejores.
La guerra ya hab¨ªa terminado cuando empec¨¦ a ir a ese colegio biling¨¹e, donde nunca me hablaron de la guerra. Pero estaba mi padre para contarme historias de los refugios londinenses y de Churchill paseando con las princesitas por las calles de un Londres destruido por los bombardeos nazis. Tanto me habl¨® de Churchill que, cuando en el colegio nos propusieron que cada una de nosotras escribiera una carta en ingl¨¦s a un desconocido, yo lo eleg¨ª como destinatario, para contarle lo que me hab¨ªan ense?ado que ¨¦l mismo hab¨ªa hecho durante la guerra contra los nazis.
En aquellos a?os cincuenta, un polaco que se hab¨ªa alistado en el Ej¨¦rcito brit¨¢nico para pelear contra Alemania, de regreso nos trajo historias b¨¦licas y, sobre todo, an¨¦cdotas sobre el hambre en las trincheras y ciudades. De todas sus historias, queda en mi recuerdo el hambre m¨¢s que el miedo. Transcurr¨ªa la d¨¦cada gobernada por Per¨®n y yo no pod¨ªa imaginar c¨®mo hab¨ªa tanta gente que padec¨ªa tanta hambre.
Terminada la guerra, una de mis t¨ªas, que hoy pienso que hab¨ªa simpatizado con Mussolini porque jam¨¢s me hablaba de los nazis ni de los fascistas, organiz¨® un grupo de tejido y costura para enviar ropa a Italia. Juntaban ropa vieja y agujereada y se dedicaban a lavarla y adecentarla. Luego la embalaban en grandes paquetes mullidos que llevaban al correo del puerto. Yo me quedaba imaginando c¨®mo ser¨ªan esos chicos que recib¨ªan mis delantalitos remendados para ellos, mis zapatos compuestos con una nueva suela o los pares de guantes que a veces us¨¢bamos en invierno.
Hoy, conocedora de los inviernos del norte de Europa, llego a la conclusi¨®n de que esos chicos se mor¨ªan de fr¨ªo con las livianas ropas que envi¨¢bamos. Fue una ilusi¨®n que probablemente hasta hoy nos siga convenciendo de que Argentina est¨¢ tan lejos que vivimos a salvo de todo, incluso del dirigente autoritario que puede destruir la mitad del planeta.
Con arsenal at¨®mico, un dictador como Putin es una pesadilla en suspenso que todos podemos sufrir. Y el desarme nuclear plantea una pregunta sin respuesta: ?qu¨¦ naci¨®n se deshace de armas radicalmente mortales sin saber si le tocar¨¢ ser la primera pacifista o la primera v¨ªctima?
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