El hombre que susurraba a los buitres
M¨¢s de 200 carro?eros nos rodeaban con mirada torva en el comedero de Santa Cilia
Los buitres, decenas de ellos, planeaban sobre mi cabeza. El paisaje se abr¨ªa en largos barrancos sobre un horizonte inabarcable. Hac¨ªa fr¨ªo. Los grandes p¨¢jaros descend¨ªan majestuosos y hambrientos. Me pellizqu¨¦ a trav¨¦s del anorak, pero no era un sue?o. Al cabo de un rato estaba sentado en medio de dos centenares de enormes buitres leonados. Uno se acerc¨® con un caminar zancajoso hasta menos de un metro de mi cara y, lami¨¦ndose el pico, me escudri?¨® con sus grandes ojos marrones que aparentaban indiferencia. Yo tragu¨¦ involuntariamente saliva y procur¨¦ parecer muy vivo.
Tal y como est¨¢n los tiempos ir a ver buitres es sin duda una actividad aleccionadora. Eso me dije cuando una amiga, Gemma, me propuso una excursi¨®n para observar a esas aves en Huesca. ¡°?No te gustan tanto los p¨¢jaros? Pues all¨ª vas a tener m¨¢s de los que te imaginas¡±. Me ten¨ªa que haber puesto en guardia el sonsonete pero, ya lo apunt¨® Esquilo, nos pierde la vanidad y yo me las doy de consumado birdwatcher, as¨ª que un viernes partimos un abigarrado grupo ¡ªuna mayor¨ªa pensando m¨¢s en la ruta del vino de Somontano que en las emplumadas criaturas¡ª hacia nuestro C¨¢ucaso particular, que en este caso se encontraba en el parque natural de la Sierra y los ca?ones del Guara, en el Alto Arag¨®n.
Dado que en la aventura tambi¨¦n participaba mi competidor m¨¢s directo en la observaci¨®n de aves, Evelio P., ducho en tantas triqui?uelas como yo a la hora de dar ¨¢nsar com¨²n por barnacla cuellirroja, me document¨¦ extensamente sobre los buitres, para no perder comba y destacar en las sobremesas. Como siempre, acab¨¦ leyendo lo m¨¢s inquietante. ¡°Si usted camina deliberadamente entre un grupo de buitres cuando est¨¢n comiendo se encontrar¨¢ con unos monstruos siseantes que recelar¨¢n y escapar¨¢n volando hasta el ¨¢rbol m¨¢s cercano¡±, se?ala Roger Caras en Dangerous to man (Pelican, 1978). ¡°Pero a veces no. Debe precaverse ante algunos individuos que no les gusta ser molestados y responden agresivamente ante las interferencias¡± (el subrayado es m¨ªo). En otro de mis libros de cabecera, Deadly animals, savage encounters between man and beast (Penguin, 2010), Gordon Grice es m¨¢s concreto y, entre otras cosas, explica el caso de un motorista atacado por un buitre en Nueva Jersey y que tratando de escapar del ave se mat¨® al chocar contra un coche. Sonaba ominoso.
Pasamos la noche en Carmen de Arnas, una encantadora y rom¨¢ntica hasta decir basta casa de turismo rural en Colungo. Tuve pesadillas, pero creo que fueron los gin-tonics.
A la ma?ana siguiente partimos hacia la gran aventura. Atravesando una tierra ancha y hosca pero grandiosa llegamos a Santa Cilia de Panzano, donde Laura, una especie de Marian de Sherwood encarnada en responsable del centro de interpretaci¨®n del parque, nos puso en manos de Jos¨¦ Manuel Aguilera (sic), presidente del Fondo de Amigos del Buitre (www.fondoamigosdelbuitre.org), que no es un fondo de inversi¨®n, sino una entregada asociaci¨®n que vela por ellos, por los buitres. En pos de Manuel, un tipo notable donde los haya, caminamos por un sendero hacia el comedero en la monta?a en el que se suministra pitanza a los buitres. Cuando vi que nuestro cicerone cargaba una carretilla con despojos ensangrentados empec¨¦ a preguntarme si aquello hab¨ªa sido una buena idea. Conf¨ª¨¦ en que los buitres sabr¨ªan distinguir entre una pata de cabra y yo.
El ¨¢nimo del grupo, que hasta entonces hab¨ªa sido de qu¨¦ buenos son los padres escolapios, qu¨¦ buenos son etc¨¦tera, mezclado con efluvios de Seagram¡¯s, se fue ensombreciendo durante el ascenso hacia la pedriza de Santa Cilia, especialmente cuando empezaron a sobrevolarnos los primeros buitres, grandes como B-29, atra¨ªdos por la presencia de Manuel ¡ªque se hab¨ªa puesto un llamativo impermeable rojo sangre¡ª y su promesa de carro?a.
A la vista de que en el lance Manuel era el hombre a tener a favor trat¨¦ de intimar con ¨¦l, de especialista a especialista, haciendo ostentaci¨®n de mis binoculares Swarovski y subrayando qu¨¦ distinto era yo del resto de la tropa, incluido un ornit¨®logo ingl¨¦s que se nos hab¨ªa sumado. Manuel me mir¨® con el inter¨¦s que uno pone en un zarapito vulgar mientras yo le hablaba, jadeando al caminar, de los marab¨²es del Mara River y de la devoci¨®n de los antiguos egipcios por los buitres, que los hicieron representaci¨®n de la diosa Nekhbet y colocaban en sus garras el signo de infinito, shen.
Pero ¨¦l iba explicando cosas a su aire, aleccionando al grupo y prepar¨¢ndolo cuidadosamente para el encuentro. ¡°Los buitres son una rep¨²blica, todos vigilan, todos comen, as¨ª ha sido siempre¡±, dec¨ªa entrelazando de manera hipnotizante en su relato ciencias naturales, experiencias personales y sabidur¨ªa popular. Qu¨¦ tipo. ¡°No vienen aqu¨ª por hambre, ya lo hac¨ªan antes de que en 2005 cerraran los muladares, les gusta el sitio¡±. Manuel, que cantaba sus virtudes ¡ªson fieles a la pareja, no atacan a seres vivos, comparten, no se pelean, son sostenibles¡ª deplora que las cosas no van bien para los buitres (?toma!, ni para nadie). Les tiene un cari?o especial. ¡°Son muy limpios, tienen que serlo dado su oficio; se est¨¢n acicalando continuamente y tienen un ¨¢caro que se les come los restos de carne podrida que les queda entre las plumas. Tambi¨¦n se orinan y excrementan en las patas para desinfectarse¡±. Carlos Tr¨ªas, que le ayudaba con la carretilla, puso una cara rara. Los buitres, entretanto, se iban juntando en la pedriza emitiendo un gru?ido intranquilizador. ¡°Aqu¨ª grabaron sus voces los de Hollywood para ponerlas a los dinosaurios de Parque Jur¨¢sico¡±, apunt¨® alegremente Manuel. Sus ¨²ltimas instrucciones antes de acceder al lugar de encuentro y hacernos sentar en el gran anfiteatro natural no dejaron de parecerme inquietantes: ¡°No acerqu¨¦is las manos, los picos cortan como bistur¨ªes. Fijaros si se excitan: les sale un moquillo por la nariz y estornudan¡±. Me dije que al primer estornudo yo me lanzaba pedrera abajo, y que me pillaran.
As¨ª que de repente ah¨ª est¨¢bamos, sentados, muy quietos, entre una multitud de alados necr¨®fagos, dos centenares largos, cont¨® Manuel, que se zamparon en segundos el contenido de la carretilla volcada. Cada uno de nosotros permanec¨ªa enfrascado en sus pensamientos. Los m¨ªos eran sombr¨ªos.
¡°Bueno, pues esta es mi familia, parte de ella¡±, explicaba con voz tierna Manuel. ¡°La cigue?a se equivoc¨®, trajo a casa un ni?o en vez de un buitre. Siempre me han gustado, siempre he querido ir con ellos. De peque?o me escapaba al muladar, me met¨ªa en una carcasa vieja y los esperaba¡±. ?Y tienes todos los dedos?, inquir¨ª en un susurro. ¡°Todos¡±. Manuel continu¨® como si narrara un cuento en aquel ambiente sepulcral, en el que solo se o¨ªa el trasegar de carne y huesos. ¡°Siempre he cre¨ªdo que llevaban las almas al para¨ªso¡±. El comentario conjur¨® en m¨ª im¨¢genes mucho menos amables de descarnamiento en el T¨ªbet. Cerr¨¦ los ojos y al abrirlos me encontr¨¦ frente a frente con la mirada de un buitre que a lo mejor se pens¨® que yo estaba muerto. Pegu¨¦ un bote. Puso cara de decepci¨®n.
¡°Hora de marcharse¡±, anunci¨® Manuel. Nos dijo que ¨¦l se quedaba un poco m¨¢s, gozoso de estar a solas con ellos. ?Qu¨¦ les vas a explicar, Manuel? ¡°He de romper el hechizo, para que vuelvan a ser salvajes¡±, respondi¨®, y supe que no era una broma. Y all¨ª se qued¨®. A veces se duerme entre ellos. Al cabo de un rato volv¨ª la cabeza y me pareci¨® que hablaba con las aves. El hombre que susurraba a los buitres. Lo observ¨¦, tendido, rodeado de los grandes p¨¢jaros que parec¨ªan escucharle atentamente, con cari?o, casi con una suerte de amor. Y, para mi sorpresa, de vuelta entre la gente, me di cuenta de que sent¨ªa por el hombre de los buitres no solo una gran admiraci¨®n, sino una enorme envidia.
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