El instante at¨®nito
En los h¨¢bitos lectores cabe todo, como en la feria del libro
El libro se muestra estos d¨ªas en las casetas de los jardines de Viveros, entre leves perfumes de azahar y el azar absoluto de las querencias de presuntos lectores que lo mismo compran best sellers que se inclinan por creaciones algo m¨¢s delicadas. La lectura como entretenimiento (pero ?de qu¨¦ exactamente?) o la lectura como disfrute (pero, ?a santo de qu¨¦?). La amplitud de la oferta excede muchas veces a la demanda, y en cualquier caso un libro no es como un monumento fallero, en el que todo est¨¢ en la falla a la que los visitantes rodean con su mirada c¨®mplice hasta hacerse entre risotadas con la complejidad de las gracias que propone, ni tampoco como una pasarela de moda donde los y las modelos desfilan entre cabreados y rob¨®ticas, en un ejemplo clar¨ªsimo de desd¨¦n muy estudiado en el que solo la vestimenta querr¨ªa ser la estrella, hasta que la t¨¦trica demostraci¨®n toca a su fin y el creativo de turno sale de su escondrijo entre bambalinas para recibir los parabienes del p¨²blico en un repertorio de abrazos que muchas veces viene a ser un remedo de satisfacci¨®n.
No es menos ilusoria la complicidad ef¨ªmera que en ocasiones se establece con el escritor, sobre todo el de ficci¨®n, sentado en su caseta correspondiente a la espera de los compradores a los que habr¨¢ de firmar el libro. Es como si de ese modo el intercambio entre libro y euros gozara de cierto grado de intimidad, un libro firmado por un autor que ni te conoce ni conservar¨¢ ning¨²n recuerdo tuyo salvo que, reconvertido en groupie, hagas un seguimiento de todas las ferias del libro en las que participa tu autor, lo que viene a ser un prop¨®sito algo descabellado.
En los h¨¢bitos lectores cabe todo, como en la feria del libro, y el otro d¨ªa me sorprendi¨® que en un autob¨²s urbano una chica joven y rubia con mochila estuviera leyendo no lo ¨²ltimo de John Grisham, sino nada menos que El espejo del mar, de Joseph Conrad. Iba a preguntarle, antes de dejar el autob¨²s, si le¨ªa aquello por obligaci¨®n de estudiante o por devoci¨®n lectora, cuando se acerc¨® a la chica un adolescente con la cara llena de granos, la salud¨® como Rosario y le dijo que ten¨ªa muy mala fama en la escuela. Vaya forma de ligar, me dije, pero ella respondi¨® que ya lo sab¨ªa, que se deb¨ªa a que siempre llevaba una faca escondida en la liga. El muchacho la mir¨®, incr¨¦dulo, y acab¨® de cagarla cuando le pregunt¨® si era amiga del autor del libro que estaba leyendo. Se bajaron en la siguiente parada, pero cada uno se march¨® por su lado; respir¨¦ tranquilo.
Donde no hay error perdonable es en la lectura de obras de ficci¨®n. Ah¨ª tiene el lector avezado la posibilidad de pasar de la trama para sumergirse sin remilgos en los vericuetos, a veces asombrosos, del estilo del autor. Se trata de lo m¨¢s gozoso de una buena lectura, cuando el argumento pesa menos que las buenas maneras del autor. La perfecci¨®n est¨¢ en Shakespeare, Cervantes y, a cierta distancia, de un pu?ado de elegidos. Pero acceder a ella es como colarse de rond¨®n en la cabeza del escritor. Es el instante at¨®nito del lector.
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