Cita rom¨¢ntica con un cuadro
Tras siete a?os de espera, reuni¨®n consumada con ¡®Encuentro en la torre¡¯, la obra maestra de Frederic William Burton
Hay pocos cuadros tan arrebatadores, si tienes un esp¨ªritu rom¨¢ntico, como Hellelil and Hildebrand, the meeting on the turret stairs (1864), cuyo t¨ªtulo vamos a simplificar por obvias razones pr¨¢cticas en Encuentro en la torre.La exquisita obra de Frederic William Burton (Wicklow, 1816-Londres, 1900), que se conserva en la National Gallery of Ireland (NGI), en Dubl¨ªn, ha cautivado a millares de almas sensibles ¡ªcomo la m¨ªa, sin ir m¨¢s lejos¡ª desde que se exhibi¨® por primera vez el mismo a?o de su creaci¨®n, y, de hecho, fue votada en 2012 la pintura favorita de los irlandeses, lo que dice mucho, y bueno, del coraz¨®n de esas gentes acunadas en la poes¨ªa de Yeats y los melanc¨®licos paisajes de Hibernia, por no hablar de los Cheftains y la lluvia.
El cuadro ¡ªacuarela y gouache sobre papel, 95,5 x 60,8 cm-¡ª representa con una extra?a intensidad y gusto prerrafaelita (Burton fue un admirador del movimiento y amigo de Burne-Jones y Millais) una escena de una vieja balada medieval danesa, una historia triste de amor imposible y tr¨¢gico. La joven Hellelil, hija de un poderoso noble se enamora de uno de sus doce guardias personales, Hildebrand, pr¨ªncipe de Inglaterra, lo que por lo visto en esa ¨¦poca no era pedigr¨ª suficiente pues el padre de ella se opone radicalmente al romance con el guardaespaldas. Tanto que ordena a sus siete hijos varones matar al caballero. ?ste, crecido en la dificultad, mata en duelo al padre y a seis de los hermanos de Hellelil, perdonando la vida al m¨¢s joven, por intercesi¨®n de la chica. No obstante, Hildebrand muere a causa de las heridas recibidas y poco despu¨¦s lo hace, de pena, Hellelil. Un completo desastre, como se ve.
Los amantes se despiden por ¨²ltima vez de una manera tan conmovedora que encoge el coraz¨®n
Burton, que accedi¨® al poema a trav¨¦s de una traducci¨®n hecha por su amigo Whitley Stokes, el gran especialista en estudios celtas, no escogi¨® para plasmar la leyenda sus obvios momentos dram¨¢ticos sino que imagin¨® una escena ¨ªntima en el espacio cerrado y estrecho de las escaleras de la torre de un castillo. Ah¨ª los amantes se despiden por ¨²ltima vez de una manera tan conmovedora que encoge el coraz¨®n. No se miran. Ella gira la cabeza compungida y ¨¦l, envuelto en cota de malla, espada al cinto, se aferra a su mano mientras, con los ojos cerrados, deposita un beso en el c¨¢lido interior de su antebrazo, que ya es zona. "El rostro del caballero", dijo al respecto George Eliot (cuyo retrato hizo el propio Burton) es el de un hombre para el que el beso es un sacramento". Hermosas cosas eminentes, apostillar¨ªa Yeats. Desde luego, Burton, al pintar la escena, estaba en estado de gracia.
Burton es un hombre que cae bien, no solo, obviamente, por haber pintado Encuentro en la torre: fue uno de los fundadores de la Sociedad Arqueol¨®gica Irlandesa y apoy¨® las exploraciones egiptol¨®gicas. Cuando lo nombraron director de la National Gallery de Londres (cargo que ocup¨® durante veinte a?os, durante los cuales no pint¨®) adquiri¨® para la entidad, adem¨¢s de numerosas? obras maestras, algunas momias.
Encuentro en la torre fue pasando por diferentes manos hasta que la compr¨® la hermana de Stokes, Miss Margaret McNair Stokes, que al parecer ten¨ªa un inter¨¦s por Burton que no se circunscrib¨ªa al arte. Al morir en 1900, leg¨® el cuadro a la NGI.
He pasado los ¨²ltimos siete a?os tratando obsesivamente de ver la pintura original. Infructuosamente, pues se da la circunstancia de que en raz¨®n de su fragilidad, Encuentro en la torre no se exhibe m¨¢s que en contados momentos. Son mi destino los amores imposibles, y no me refiero a los de Hellelil y Hildebrand sino a los m¨ªos por un cuadro que se encuentra en Dubl¨ªn (que ya es a trasmano) y que solo puedes ver lunes y viernes de 11.30 a 12.30 y adem¨¢s se except¨²a el lunes de Pascua. He protagonizado varias carreras absurdas para llegar hasta el museo en las fechas y franjas horarias se?aladas siempre con mala fortuna (incluido un lunes de Pascua y el que el cupo de visitantes estuviera completo).
Hace unas semanas me las promet¨ªa muy felices porque ten¨ªa un viaje a Dubl¨ªn un lunes con llegada a tiempo para acudir a la cita. Por fin ¨ªbamos a consumar la relaci¨®n, tan postergada. Pero entonces me enter¨¦ de que la pintura no se exhib¨ªa en absoluto, a causa de las reformas de las alas hist¨®ricas del museo. As¨ª que decid¨ª cortar por lo sano y concertar una cita formal. Me dirig¨ª por v¨ªa oficial al museo, present¨¢ndome por escrito ante varios departamentos como un desapasionado informador interesado en Burton y su obra y procurando que no se me viera demasiado el plumero. Finalmente consegu¨ª arrancar la vaga promesa de que cuando estuviera en Dubl¨ªn ver¨ªamos qu¨¦ se pod¨ªa hacer.
Reci¨¦n llegado a la ciudad llam¨¦ al centro y me respondieron, para mi sorpresa, que fuera para all¨ª sin m¨¢s tardanza. Sal¨ª a la carrera hacia el museo. Llegu¨¦ sin respiraci¨®n, m¨¢s a¨²n a causa del polen que desprend¨ªan los jardines del Trinity College. Me esperaba Emma Person, de la oficina de prensa, que sin mayor dilaci¨®n me condujo hasta una zona reservada a la que accedimos mediante una tarjeta. Entramos en un amplio despacho en el que me aguardaba la historiadora del arte e investigadora del museo Kathryn Milligan. Con un gesto r¨¢pido y decidido abri¨® una especie de armario o caja grande y apareci¨® en todo su esplendor El encuentro en la torre.
En raz¨®n de su fragilidad, Encuentro en la torre solo se exhibe dos horas a la semana
Entre la carrera, la alergia y el s¨ªndrome agudo de Stendhal que me provoc¨® ver por fin el amado cuadro casi me da un pasmo. Permanec¨ª ante la imagen estupefacto, conmocionado, tr¨¦mulo.
La escena se me ofrec¨ªa en todo su esplendor, rodeada por un marco dorado que no aparece en las reproducciones. Los colores eran indescriptibles, nada que ver con las copias, vagos remedos de la visi¨®n que se abr¨ªa ante mi mirada. El azul del vestido de ella, el rojo de la sobrevesta del caballero. Me abism¨¦ en los detalles. La flor deshojada en el suelo. La trenza. El bigotito rubio, apenas entrevisto, de Hildebrand. Qu¨¦ maravilla. "?Quieres que te dejemos solo?", pregunt¨® amablemente Milligan. Negu¨¦ con la cabeza sin apartar la mirada. Hubiera sido capaz de cualquier tonter¨ªa. Qui¨¦n sabe si incluso de comerme la pintura, como hace Francis Dolarhyde (Ralph Fiennes) con la de Blake en El Drag¨®n Rojo. Con el rabillo del ojo distingu¨ª en la pared junto a la pintura dos extintores, quiz¨¢ en prevenci¨®n de gente tan incendiada como yo.
La estudiosa se situ¨® a mi espalda. Con suavidad, casi con ternura, me fue se?alando algunas particularidades. ¡°Lo que m¨¢s me gusta es la mano derecha de ella, ese tri¨¢ngulo de carne apoyado desmayadamente sobre la malla de acero que cubre los brazos de ¨¦l¡±, apunt¨®.
Es suficiente, dije al cabo de un largo rato, aunque me pod¨ªa haber quedado frente al cuadro hasta el fin de los tiempos. Volvieron a encerrarlo. No s¨¦ ni c¨®mo sal¨ª de all¨ª.
Antes de irme, como consuelo, Milligan me hab¨ªa dicho que Encuentro en la torre podr¨¢ verse en el marco de una gran exposici¨®n sobre su autor que se inaugurar¨¢ el 25 de octubre en el museo. Pero yo, embebido de la melancol¨ªa del cuadro, supe que jam¨¢s volver¨ªa a verlo, porque nunca ser¨ªa lo mismo de aquella primera cita esplendorosa, como irrepetibles son los amores que dejamos atr¨¢s en la escalera de la torre de nuestras fugaces vidas.
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