La enloquecedora posibilidad de la dicha
Todo puede ser ¡®fake news¡¯, pero no los ca¨ªdos, no la bomba que tritura a un ni?o
Para las v¨ªctimas todas las guerras son simult¨¢neas, y en ese carrusel sin fin de im¨¢genes que nos muestra la televisi¨®n: noticiarios, transmisiones en directo, comentarios, debates, nos damos cuenta de que esos seres que vemos huir, agonizar, morir no son noticias falsas, como no lo son los hombres que mueren y el misil que los est¨¢ matando. Todo puede puede ser fake news...
Para las v¨ªctimas todas las guerras son simult¨¢neas, y en ese carrusel sin fin de im¨¢genes que nos muestra la televisi¨®n: noticiarios, transmisiones en directo, comentarios, debates, nos damos cuenta de que esos seres que vemos huir, agonizar, morir no son noticias falsas, como no lo son los hombres que mueren y el misil que los est¨¢ matando. Todo puede puede ser fake news, pero no los ca¨ªdos, no la bomba que tritura a un ni?o, no el rostro de ese padre que grita al lado de ¨¦l.
Son las im¨¢genes de la desolaci¨®n. En una de ellas un grupo de socorristas recorren un barrio perif¨¦rico de Kiev llevando alimentos y haci¨¦ndoles un poco de compa?¨ªa a aquellos seres postrados, ya imposibles de evacuar, que sobreviven entre los escombros de los subterr¨¢neos. En uno de ellos, una mujer casi ciega, muy anciana, intenta levantarse al escuchar sus voces y le toma la mano a un socorrista. Todo dura apenas unos instantes. Al final, cuando ella siente que la mano se desprende de la suya, se pone a llorar y le dice al socorrista que se quede un poco m¨¢s porque lo ¨²nico que tiene es el calor de la gente, y que cuando se vayan se quedar¨¢ totalmente sola, despierta toda la noche sin poder moverse, aterrada escuchando el estruendo de las bombas. Les hab¨ªa dicho tambi¨¦n que desde que naci¨® esa era su casa y que nunca pens¨® que se iba a morir sin siquiera un serm¨®n.
Vislumbramos entonces que en esos l¨ªmites extremos del sufrimiento, las fronteras entre un antes y un despu¨¦s se borran para quedar solo el presente absoluto lleno de campos incendiados, de cad¨¢veres y seres que lloran, de carreteras atestadas de autom¨®viles tratando de salir, de filas y filas de gente que camina entre los escombros y el barro mientras las largas humaredas de las explosiones se elevan recort¨¢ndose contra la indiferencia total que tienen todos los cielos en las guerras.
Como si esa imagen casi instant¨¢nea, lanzada entre millones de otras en la televisi¨®n ya hubiese estado escrita en una saga inexorable de v¨ªctimas y victimarios, de venganzas sobre venganzas, alcanzamos a distinguir a miles de millones de otros seres que lloran en todas las batallas perdidas de la tierra y entre ellas, como si fuese un sue?o, vemos a un hombre que tambi¨¦n se ha puesto a llorar. No hay nada que lo una con la anciana de las afueras de Kiev, salvo el pertenecer ambos a la comunidad universal del dolor.
Se llama Arjuna, es uno de los h¨¦roes del Mahabharata, ese poema infinito que constituye uno de los troncos del hinduismo. La guerra ha sido interminable y en uno de sus cap¨ªtulos se ven dos enormes ej¨¦rcitos, solo los separa un valle y el comienzo de la batalla es inminente. Arjuna, es el comandante m¨¢ximo de uno de ellos y de pronto al mirar el valle, siente una profunda aflicci¨®n por todos los que all¨ª van a morir y se pone a llorar. A su lado est¨¢ Krishna, el Dios hecho hombre, que gu¨ªa su carro de combate, quien al verlo le dice: ¡°Arjuna, no llores, porque t¨² creer¨¢s que est¨¢s matando a tu enemigo y tu enemigo creer¨¢ que est¨¢ siendo muerto por ti, pero ambos estar¨¢n equivocados, porque lo que no tiene comienzo no tiene final y lo que nunca ha nacido no puede morir¡±.
Es solo el llanto de un hombre, pero independiente de nuestras culturas, lenguas y creencias, hay algo en esa escena que resulta sobrecogedor. Es como si esas magnitudes incolmables de la vida, la ilusi¨®n y la muerte, hubiesen sido escritas porque en su entramado se est¨¢ representando la totalidad de nuestra existencia. Intuimos por un segundo que existen infinidades de mundos en este mundo y que las ciudades arrasadas que cre¨ªamos en el pasado, son las mismas ciudades arrasadas que nos aguardan en el futuro, como si aquello que hemos denominado historia no fuera sino la reiteraci¨®n de un error.
Vemos entonces las incontables im¨¢genes del sufrimiento, mutilaciones y da?os que seres humanos cometen contra otros seres humanos, y entre el vendaval de las noticias, desmentidos, amenazas nucleares, nos damos cuenta de que lo que estamos mirando son im¨¢genes planas, pero no la planicie de un valle que separa a dos ej¨¦rcitos, sino la planicie de una pantalla de televisi¨®n y que detr¨¢s de ella, est¨¢n no solo las muestras vivas del horror y del dolor, sino que estamos todos nosotros, nuestros cuerpos, nuestras bocas, entremezclados en esas ruinas, en esos despojos, en esos rostros que lloran o gritan.
M¨¢s all¨¢, como las aguas de un inmenso r¨ªo entrando en el mar, el Mahabharata concluye con una imagen esplendente: en ella, el ¨²ltimo de los sobrevivientes, al morir, prefiere el Infierno al Para¨ªso porque en ese Infierno -imagino que es el Infierno de la tierra- estaban los seres que hab¨ªa amado, porque, con todo su horror, es preferible el Infierno junto a los que amas que un Para¨ªso sin amor.
En un pasado o en un futuro inescrutable, una anciana casi ciega, despierta por unos segundos y en medio de su agon¨ªa siente la mano que sigue tomando la suya, no la han dejado sola, y escucha a su lado el serm¨®n que la unir¨¢ a la cadena inmemorial de la vida y de la muerte. Al fondo todas las batallas han cesado y los dos ej¨¦rcitos que se iban a enfrentar se disuelven.
Pero es apenas un sue?o; el sue?o de la enloquecedora posibilidad de la dicha.
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