Regreso a la Luna: la aventura del ¡®Apolo 12¡ä
Extracto del nuevo libro de Rafael Clemente ¡®Los otros vuelos a la Luna¡¯, sobre los secretos de las exploraciones lunares tras el ¡®Apolo 11¡ä
14 de noviembre de 1969. El d¨ªa hab¨ªa amanecido gris y las condiciones empeoraban hora a hora. Un frente fr¨ªo avanzaba desde el noroeste, trayendo lluvia y actividad el¨¦ctrica. Una espesa capa de nubes cubr¨ªa ya la costa occidental de Florida, y las instalaciones del Centro Kennedy, por lo general resplandecientes bajo el sol, mostraban un tono sombr¨ªo. Solo los 110 metros de altura del cohete se recortaban contra el horizonte. El Saturn V llevaba el n¨²mero de serie SA-507 rotulado en las ale...
14 de noviembre de 1969. El d¨ªa hab¨ªa amanecido gris y las condiciones empeoraban hora a hora. Un frente fr¨ªo avanzaba desde el noroeste, trayendo lluvia y actividad el¨¦ctrica. Una espesa capa de nubes cubr¨ªa ya la costa occidental de Florida, y las instalaciones del Centro Kennedy, por lo general resplandecientes bajo el sol, mostraban un tono sombr¨ªo. Solo los 110 metros de altura del cohete se recortaban contra el horizonte. El Saturn V llevaba el n¨²mero de serie SA-507 rotulado en las aletas de la primera etapa. Erguido sobre su plataforma de lanzamiento, era la estructura m¨¢s alta que pod¨ªa verse a lo largo de muchos kil¨®metros del litoral.
Hac¨ªa cuatro meses del ¡°peque?o paso¡± de Neil Armstrong en la llanura de Mare Tranquillitatis. Si no hubiese tenido ¨¦xito su misi¨®n la NASA todav¨ªa dispon¨ªa de otros dos intentos, quiz¨¢s en septiembre y noviembre, pero el compromiso de Kennedy ya se hab¨ªa satisfecho. Y ahora, la agencia quer¨ªa demostrar que no fue un mero golpe de suerte. El segundo vuelo a la Luna tambi¨¦n iba a tener lugar dentro del t¨¦rmino fijado: ¡°Antes de que termine el decenio¡±.
Pese a los malos pron¨®sticos meteorol¨®gicos, miles de autom¨®viles se acumulaban a lo largo de los arcenes en la A1A, la autov¨ªa que corre de oeste a este, cruzando los dos r¨ªos que separan Cabo Ca?averal del continente. Sin duda, el mejor lugar donde dejar el coche o plantar la tienda y disfrutar del espect¨¢culo. Aunque la rampa de lanzamiento estuviera a m¨¢s de 20 kil¨®metros hacia el norte.
Mejor emplazamiento ten¨ªan unos cuantos millares de invitados de lujo, entre ellos, el propio presidente Nixon. Hab¨ªa seguido el despegue del Apolo 11 por televisi¨®n desde la Casa Blanca; esta vez no quer¨ªa perderse el espect¨¢culo en directo.
La tribuna de invitados estaba ¡ªest¨¢ a¨²n¡ª junto al centro de control de lanzamiento, casi a la sombra del VAB, el inmenso edificio de ensamblaje de los cohetes. Las plataformas quedan a 5 km, una distancia considerada segura: es el m¨¢ximo alcance al que se calculaba podr¨ªa llegar un fragmento de 50 kg despedido por una eventual explosi¨®n del Saturn V.
Esos 5 km har¨ªan que el encendido de los motores pareciera transcurrir en absoluto silencio, ya que su rugido tardar¨ªa m¨¢s de 15 segundos en llegar a los espectadores. Pese a estar construida sobre s¨®lidos pilotes de acero hincados en el suelo, toda la tribuna se estremec¨ªa a medida que el cohete iba ganando altura.
Amigos
Cuando Nixon lleg¨® al centro de control faltaba menos de una hora para el lanzamiento. Lloviznaba. Los astronautas llevaban desde mucho antes encerrados en su nave. Charles Pete Conrad, Richard Gordon y Alan Bean. Tres nombres que dif¨ªcilmente quedar¨ªan en el imaginario colectivo. Si uno de los vuelos anteriores hubiese fallado su objetivo ellos habr¨ªan podido ser los primeros en la Luna. Pero el compromiso hab¨ªa reca¨ªdo sobre Armstrong y Aldrin. Esa p¨¢gina de los libros de Historia ya estaba escrita.
El equipo del Apolo 12 era muy distinto de su antecesor. La relaci¨®n entre Armstrong, Aldrin y Collins se mantuvo siempre dentro del plano estrictamente profesional. Nunca establecieron una verdadera camarader¨ªa. Eran compa?eros y se profesaban un mutuo respeto, pero no pod¨ªa decirse que compartiesen un mayor v¨ªnculo afectivo.
Por el contrario, los tripulantes asignados al Apolo 12 se conoc¨ªan desde mucho antes de incorporarse a la NASA. Todos eran aviadores navales, reciclados en pilotos de pruebas. Conrad hab¨ªa sido compa?ero de vuelo de Gordon e instructor de Bean. ?l fue el primero en ser aceptado en el programa de entrenamiento de futuros astronautas y convenci¨® a sus dos colegas para presentar sus candidaturas en la siguiente convocatoria. Ambos fueron admitidos. A?os despu¨¦s Conrad compartir¨ªa con Gordon tres d¨ªas en ¨®rbita a bordo del Gemini 11. Y cuando lleg¨® el momento reclam¨® a los dos como acompa?antes en el viaje a la Luna.
El equipo del Apolo 12 era muy distinto de su antecesor. La relaci¨®n entre Armstrong, Aldrin y Collins se mantuvo siempre dentro del plano estrictamente profesional. Nunca establecieron una verdadera camarader¨ªa
Donald Deke Slayton, el director de la oficina de astronautas y responsable de asignar las tripulaciones, solo acept¨® a Gordon. Como tercer tripulante escogi¨® a Clifton Williams, un aviador del cuerpo de Marines. Por desgracia, Williams falleci¨® en 1967 al estrellarse el caza que pilotaba, por lo que Alan Bean lo remplazar¨ªa. As¨ª, ahora eran ante todo un grupo de amigos que, liberados de la responsabilidad hist¨®rica que hab¨ªa reca¨ªdo sobre Armstrong y Aldrin, iban a disfrutar del viaje de sus vidas.
Preparativos
Ahora, la cuenta atr¨¢s entraba en su fase final. A bordo de la c¨¢psula, los tres astronautas estaban sujetos a sus asientos con los cinturones de seguridad. Como siempre, G¨¹nter Wend, el jefe de plataforma, les hab¨ªa dado el ¨²ltimo tir¨®n que comprobaba su enganche antes de cerrar la portezuela.
Los sistemas de guiado y control ya estaban verificados. En especial, que los pistones hidr¨¢ulicos que ajustaban la orientaci¨®n del motor del m¨®dulo de servicio, tres metros por debajo, respond¨ªan bien a las ¨®rdenes emitidas por el ordenador. Si todos los componentes de a bordo eran importantes, ese era cr¨ªtico: frenar¨ªa la nave para forzar la entrada en ¨®rbita lunar y, m¨¢s tarde, la acelerar¨ªa rumbo a casa.
Gordon, en el asiento del centro, se encargaba de comprobar los diecis¨¦is motores de orientaci¨®n, repartidos en cuatro grupos alrededor del m¨®dulo de servicio. Con ellos podr¨ªan orientar su nave en cualquier direcci¨®n o introducir peque?as correcciones de trayectoria. Ahora, los dep¨®sitos que los alimentaban ya estaban bajo presi¨®n.
Alan Bean, que ocupaba el asiento de la derecha, era el novato del grupo. Sus dos compa?eros ya hab¨ªan volado antes por el espacio: Conrad dos veces; y Gordon una. Para ¨¦l, esta ser¨ªa una experiencia nueva. ?Y qu¨¦ experiencia! En su calidad de piloto del m¨®dulo lunar ¨¦l acompa?ar¨ªa al comandante en el descenso a la Luna.
Bean ten¨ªa asignadas muchas otras tareas. Entre ellas, vigilar los conmutadores e indicadores que reflejaban el estado del sistema de producci¨®n de energ¨ªa el¨¦ctrica. Lo compon¨ªan tres pilas de combustible, unos recipientes cil¨ªndricos coronados por un amasijo de conductos, v¨¢lvulas y tuber¨ªas, ocultos en las entra?as del m¨®dulo de servicio. En ellos se inyectaba hidr¨®geno y ox¨ªgeno a presi¨®n que, al combinarse, generaban electricidad. Y, adem¨¢s, agua potable como subproducto. La que los astronautas beber¨ªan durante el viaje.
A medida que progresaba la cuenta atr¨¢s, muchos otros sistemas cobraban vida. Los motores de la torre de salvamento ya estaban armados, por ejemplo. En caso de producirse alg¨²n desastre durante el despegue ser¨ªan los encargados de arrancar c¨¢psula y tripulantes del resto del veh¨ªculo y llevarlos a una distancia segura. Las v¨¢lvulas de purga de las tres etapas del cohete, cerradas para permitir que los tanques adquiriesen la presi¨®n de trabajo. Alrededor de los pisos altos del Saturn V ya no se ve¨ªan las caracter¨ªsticas nubes blancas de los gases que escapaban al exterior.
En la tercera etapa se estaba inyectando helio en el dep¨®sito de hidr¨®geno l¨ªquido y en la c¨¢mara de combusti¨®n del motor. Hab¨ªa que reducir su temperatura de forma que no fuera tan brusco el contraste al recibir la primera oleada de propergol a menos de 250?C bajo cero. El manejo de grandes vol¨²menes de fluidos criog¨¦nicos hab¨ªa sido uno de los m¨¢s complicados problemas en su desarrollo.
El mecanismo de voladura tambi¨¦n se hab¨ªa activado. Una serie de cargas explosivas a lo largo del Saturn V que lo abrir¨ªan en canal si se desviaba de su trayectoria para impedir su ca¨ªda en ¨¢reas habitadas. Detonarlas o no era decisi¨®n del oficial de seguridad, el mismo que acababa de instalar el encriptador del sistema. La se?al de radio que provocar¨ªa la desintegraci¨®n del cohete iba cifrada con una clave distinta en cada vuelo. Y es que ante la inminencia de un lanzamiento, en la costa frente a Cabo Ca?averal sol¨ªa aparecer alg¨²n arrastrero sovi¨¦tico. Pese a presentarse como simples barcos de pesca, iban erizados de antenas, lo que delataba cierto inter¨¦s en las transmisiones originadas en la zona. Nadie cre¨ªa que fuesen a interferir con los dispositivos de gu¨ªa o destrucci¨®n; pero la prudencia aconsejaba adoptar ciertas precauciones.
El tiempo no mostraba indicios de mejorar. Las reglas de seguridad prohib¨ªan lanzar en medio de una tormenta (aunque no se hubiera detectado actividad el¨¦ctrica) o cuando los vientos en altura fuesen excesivos. Quiz¨¢s la presencia de Nixon en el Centro Kennedy movi¨® a los directores de vuelo a no aplazar el despegue. Cierto que lloviznaba y que el nivel de nubes estaba muy bajo, pero un cohete como el Saturn V deb¨ªa superar sin dificultad esos inconvenientes.
El resto del conteo sigui¨® sin incidencias. Tres minutos antes del despegue empezaba la secuencia autom¨¢tica, en la que los ordenadores se hac¨ªan cargo de todo el proceso. Los centenares de t¨¦cnicos reunidos en la sala de control de lanzamiento ten¨ªan poco que hacer, salvo monitorizar las operaciones que iban encaden¨¢ndose unas con otras.
Sesenta segundos: En la c¨¢psula, Bean activa las bater¨ªas de reentrada, las que, en caso de un fallo catastr¨®fico, desplegar¨¢n los paraca¨ªdas y otros sistemas de recuperaci¨®n. Tienen poca capacidad; por eso se ha esperado hasta el ¨²ltimo minuto antes de ponerlas en l¨ªnea. Luego, sube el volumen de su micro y auriculares. Es probable que el estruendo de los motores le dificulte o¨ªr y ser o¨ªdo.
30 segundos: Conrad pulsa el bot¨®n que desconecta la referencia externa de la unidad inercial. Se trata de un haz de l¨¢ser que llega desde un proyector a cientos de metros de distancia de la rampa de lanzamiento. Es parte del calibrador del sistema de orientaci¨®n.
La dificultad estriba en el movimiento de la Tierra. En la latitud del Centro Kennedy, su rotaci¨®n arrastra plataforma y cohete a m¨¢s de 1.000 km por hora hacia el este. Y al mismo tiempo var¨ªa su orientaci¨®n con respecto a las estrellas, las que definen el marco de referencia absoluto. Hay que compensarlo para mantener la unidad inercial fija en el espacio. Ese rayo de luz invisible es quien proporcionaba a los gir¨®scopos informaci¨®n actualizada sobre la posici¨®n absoluta del veh¨ªculo. Ahora el enlace se ha interrumpido y el sistema de navegaci¨®n del Apollo 12 ya es aut¨®nomo. Su ¨²nica referencia es la b¨®veda celeste.
Lanzamiento
El proceso de ignici¨®n arranca cuando faltan solo nueve segundos para el ?cero?. Los generadores de gases, uno en cada uno de los cinco motores, se ponen en marcha. Consumen lo mismo que los impulsores principales: queroseno y ox¨ªgeno l¨ªquido. Pero su llama, aunque enorme, no se ve: est¨¢ confinada en una envoltura met¨¢lica donde los productos de la combusti¨®n adquieren una presi¨®n elevad¨ªsima antes de ser dirigidos hacia las turbobombas.
Bajo su impulso, las bombas empiezan a girar. Son una de las maravillas de la ingenier¨ªa del Saturn V. Una inyecta el queroseno y otra el ox¨ªgeno hacia la c¨¢mara de combusti¨®n de su motor; 3 toneladas por segundo y 55.000 caballos de potencia en cada una. Los gases que las han accionado se descargan al exterior y forman una primera nube de humo oscuro que envuelve la base del cohete.
No resulta f¨¢cil encender cinco colosales motores cada uno de los cuales desarrolla m¨¢s de 700 toneladas de empuje. Es un ballet coreografiado hasta sus m¨¢s m¨ªnimos detalles que culmina cuando una ducha de combustible y oxidante entra en la c¨¢mara de ignici¨®n. Lo hace a trav¨¦s de 3.000 orificios practicados en su parte superior. Al mismo tiempo, se inyecta en ella medio litro de un c¨®ctel de productos qu¨ªmicos (trietilborano y trieltilaluminio) que arde al mero contacto con el ox¨ªgeno. Eso provoca la inflamaci¨®n de la nube de propergol.
Conrad lo intuye: un rayo. Una descarga el¨¦ctrica les ha alcanzado
Los cinco motores se encienden con unas cent¨¦simas de segundo de intervalo entre s¨ª. El objeto es reducir el impacto sobre la estructura del cohete. Por debajo de la plataforma, un deflector gigante desv¨ªa los chorros de fuego a trav¨¦s de dos trincheras abiertas, una hacia el norte y otra hacia el sur.
La succi¨®n que generan los motores por efecto Venturi [el fen¨®meno en el que un fluido en movimiento dentro de un conducto cerrado disminuye su presi¨®n cuando aumenta la velocidad al pasar por una zona de secci¨®n menor] absorbe la humareda que rodea al cohete y su base se hace visible de nuevo durante un instante. Un diluvio de agua inunda la plataforma para protegerla de los escapes y amortiguar el estruendo. El impacto s¨®nico comprime los millones y millones de burbujas del l¨ªquido disipando parte de su energ¨ªa en forma de calor. De no adoptar esta precauci¨®n, las ondas de presi¨®n al rebotar contra el suelo de hormig¨®n podr¨ªan destruir los motores. Con m¨¢s de 190 decibelios, el ruido de un Saturn V es pr¨®ximo al m¨¢ximo que puede soportar la atm¨®sfera.
La vibraci¨®n hace desprender grandes trozos de hielo. Es humedad del aire condensada en los flancos del cohete por efecto de las bajas temperaturas del combustible. En particular, los dep¨®sitos de hidr¨®geno l¨ªquido est¨¢n aislados por una capa de poliuretano depositado en su interior, pero los de ox¨ªgeno, no. La propia escarcha que se forma sobre ellos les sirve de aislante. Y ahora esas toneladas de hielo caen derriti¨¦ndose en las llamaradas de los escapes.
Al ¡°cero¡±, los motores alcanzan su empuje nominal, y se liberan los cuatro ganchos de retenci¨®n que sujetaban el Saturn V a la base. Los brazos de la torre de servicio se retiran y los conductos umbilicales que le abastec¨ªan de consumibles y electricidad se desconectan. El combustible gastado en estos segundos ha aligerado al veh¨ªculo en varias docenas de toneladas. El impulso de los cinco F-1 supera a su peso y empieza a elevarse. Muy poco a poco al principio, pero ganando velocidad a cada instante. La humareda envuelve toda el ¨¢rea de lanzamiento. En ella se mezclan los gases de la combusti¨®n del queroseno con nubes blancas de vapor de agua del sistema de refrigeraci¨®n que protege la plataforma.
El momento en que el cohete supera la altura de la torre de lanzamiento marca un punto de inflexi¨®n: Kennedy deja de controlar el vuelo y la responsabilidad pasa al centro de Houston. A los 36 segundos est¨¢ ya a m¨¢s de 1 km sobre el suelo, casi a la velocidad del sonido. Los espectadores lo han perdido de vista entre las espesas nubes. Pese al mal tiempo, todo parece ir desarroll¨¢ndose a la perfecci¨®n.
Crisis
Pero no es as¨ª. Por su ventanilla, Conrad ve un fogonazo cegador. Y el panel de mandos se ilumina con un enjambre de luces de alarma. Las esferas del horizonte artificial se vuelven locas. Acaban de perder el alineamiento de la unidad inercial, el coraz¨®n del sistema de navegaci¨®n. Los indicadores de voltaje marcan muy por debajo de su nivel normal. Se encienden los pilotos de mal funcionamiento de las pilas de combustible. No uno ni dos: los tres. Sigue habiendo corriente porque las bater¨ªas han entrado en acci¨®n de modo autom¨¢tico, aunque no pueden atender a la demanda de todos los equipos. De ah¨ª las ca¨ªdas de tensi¨®n. ?Qu¨¦ est¨¢ pasando aqu¨ª?, se pregunta Gordon.
Conrad lo intuye: un rayo. Una descarga el¨¦ctrica les ha alcanzado. Sobre su cola de llamas, que deja tras s¨ª un canal de aire ionizado y, por tanto, muy conductor, el cohete es un pararrayos gigante. La tensi¨®n acumulada entre nubes y tierra ¡ªdecenas de miles de voltios¡ª encuentra un camino perfecto por donde escapar: la afilada punta del veh¨ªculo, el fuselaje, los gases de escape, la torre met¨¢lica¡ El resultado es un destello de cincuenta mil, quiz¨¢s cien mil amperios, que salta desde lo alto hasta el suelo h¨²medo. Ante la sobrecarga, las tres c¨¦lulas de combustible que alimentan los equipos de a bordo, y todo el sistema el¨¦ctrico de la c¨¢psula, se viene abajo.
Los otros vuelos a la Luna
Autor: Rafael Clemente
Editorial: Libros C¨²pula
P¨¢ginas: 392
Precio: 19,50€
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