¡®Apolo 12¡¯: 50 a?os del segundo viaje a la Luna
La segunda misi¨®n al sat¨¦lite fue muy distinta de la primera en complejidad, objetivos e incluso en la relaci¨®n que manten¨ªan entre s¨ª sus tripulantes
Tras el ¨¦xito del alunizaje del Apolo 11, la NASA decidi¨® programar el siguiente vuelo dentro del mismo a?o, siguiendo la consigna de Kennedy de alcanzar la Luna ¡°antes de que termine el decenio¡±.
Pero la misi¨®n del Apolo 12, que alunizaba hace hoy 50 a?os, iba a ser muy distinta en complejidad, objetivos e incluso en la relaci¨®n que manten¨ªan entre s¨ª sus tripulantes. Armstrong y Aldrin se hab¨ªan tratado siempre con un respeto distante. Quiz¨¢ imbuidos de la trascendencia hist¨®rica de su viaje, en ¨¦l no hubo lugar para bromas ni comentarios relajados. El Apolo 11 fue un viaje de ingenier¨ªa, cuyo principal objetivo era demostrar que el descenso en la Luna (y posterior regreso) era posible. No importaba mucho la precisi¨®n de la maniobra, mientras ¨¦sta fuera segura. Y el hecho de permanecer en la superficie s¨®lo durante un par de horas no dejaba mucho margen a hacer ciencia. Buena parte de ¨¦l se consumi¨® en ceremonias protocolarias, desde el izado de bandera y posterior conferencia telef¨®nica con Nixon hasta el descubrimiento de la placa conmemorativa. Despu¨¦s de su aventura, Armstrong, Aldrin y Collins siguieron sus respectivos caminos, sin apenas volver a coincidir salvo en las contadas ocasiones en que la NASA los convocaba para alguna celebraci¨®n.
Desde el primer momento estaba claro que este ser¨ªa un equipo muy diferente. Dispuestos a realizar una misi¨®n impecable, los tres hombres eran conscientes de que iba a ser el viaje de sus vidas e iban a disfrutarlo
La tripulaci¨®n del Apolo 12 (Pete Conrad, Richard Gordon y Alan Bean) era otra cosa. Los tres eran aviadores navales y Conrad hab¨ªa sido el instructor de Gordon y Bean en la escuela de pilotos de prueba donde establecieron una buena amistad; en cuanto a experiencia en el espacio, Conrad hab¨ªa servido como copiloto en la Gemini 5 y volvi¨® a volar en la Gemini 11, llevando a su lado al mismo Gordon. Bean nunca hab¨ªa salido al espacio pero Conrad ten¨ªa tan buena opini¨®n de ¨¦l que pidi¨® expresamente que fuera asignado a la tripulaci¨®n del Apolo. Como piloto del m¨®dulo lunar, le corresponder¨ªa bajar a la Luna junto con el comandante.
Desde el primer momento estaba claro que este ser¨ªa un equipo muy diferente. Dispuestos a realizar una misi¨®n impecable, los tres hombres eran conscientes de que iba a ser el viaje de sus vidas e iban a disfrutarlo.
Pocas semanas antes del lanzamiento, Conrad tuvo un encuentro con Oriana Fallaci, una periodista italiana esc¨¦ptica de que la primera frase de Armstrong (¡°El primer paso para un hombre...¡±) no hubiese sido dictada por el departamento de Relaciones P¨²blicas de la NASA. Conrad le asegur¨® que ten¨ªan plena libertad para decir lo que quisiera y cruz¨® una apuesta de quinientos d¨®lares con ella. Cuando llegase a la Luna se lo demostrar¨ªa.
Cuando por fin pis¨® suelo lunar, la primera fase de Conrad ¨Cnada ¨¦pica, por cierto- fue una broma: ¡°?Yuuupi! Este quiz¨¢s fue un peque?o paso para Neil pero desde luego es uno bien grande para m¨ª¡±
De todo el equipo de astronautas, Conrad era el m¨¢s bajito; Neil Armstrong pasaba del metro ochenta. Cuando por fin pis¨® suelo lunar, su primera fase ¨Cnada ¨¦pica, por cierto- fue una broma: ¡°?Yuuupi! Este quiz¨¢s fue un peque?o paso para Neil pero desde luego es uno bien grande para m¨ª¡±. Fallaci nunca pag¨® la apuesta.
Pero no fue f¨¢cil llegar a ese momento. Las complicaciones empezaron ya desde el lanzamiento, al que asist¨ªa el presidente de EE UU como espectador de honor. Nixon hab¨ªa recibido a los astronautas del Apollo 11 a su llegada al portaaviones; ahora no quer¨ªa perderse el espect¨¢culo del despegue.
En el Centro Kennedy el tiempo era mal¨ªsimo. Llovizna, nubes bajas y amenaza de tormenta el¨¦ctrica. En esas condiciones las normas de seguridad aconsejaban aplazar el lanzamiento. Pero ¨Cquiz¨¢ por la presencia de Nixon¨C, se decidi¨® continuar de todas maneras. No hab¨ªa transcurrido un minuto de vuelo cuando un rayo alcanz¨® el cohete. Diez segundos y otro m¨¢s.
En la atm¨®sfera cargada de est¨¢tica, el Saturn 5 se hab¨ªa convertido en un pararrayos perfecto. No s¨®lo por sus ciento diez metros de metal sino por la cola de llamas que dejaba atr¨¢s. El plasma de los escapes a alt¨ªsima temperatura era un magn¨ªfico conductor que casi llegaba al suelo. Desde la c¨¢psula y recorriendo todo el cohete, dos descargas de quiz¨¢s 50.000 amperios se abrieron paso hasta tierra. Justo cuando se aproximada a la zona de m¨¢xima presi¨®n aerodin¨¢mica.
Los indicadores luminosos del panel de mandos se iluminaron como un ¨¢rbol de Navidad. Las tres c¨¦lulas que suministraban energ¨ªa el¨¦ctrica se hab¨ªan desconectado. Sin alimentaci¨®n, la plataforma inercial perdi¨® todas sus referencias. La se?al de alarma reson¨® en los cascos de los tres pilotos. Y en Houston, los monitores de las consolas que segu¨ªan el curso del cohete cambiaron para mostrar una serie de signos absurdos y sin sentido.
El encargado de monitorizar los sistemas el¨¦ctricos era John Aaron, un ingeniero de 26 a?os que llevaba cuatro trabajando en Houston. Probablemente era el ¨²nico en la sala que hab¨ªa visto ese mismo problema antes, en el transcurso de una simulaci¨®n. Sin alimentaci¨®n, los equipos que preparaban los datos de telemetr¨ªa se hab¨ªan apagado; de ah¨ª el caos que ve¨ªa en su pantalla. Y sab¨ªa que exist¨ªa una bater¨ªa de reserva.
¡°Probad SCE a AUX¡±
Nadie, ni siquiera el director de vuelo ni Conrad sab¨ªan de qu¨¦ estaba hablando cuando dijo ¡°probad SCE a AUX¡±. SCE era un oscuro conmutador en la nave, apenas utilizado. Fren¨¦ticamente, Alan Bean lo busc¨® en su zona del panel, dio con ¨¦l y lo accion¨®. Como por milagro, todo volvi¨® a la normalidad. El apag¨®n sufrido por la nave no hab¨ªa afectado al computador que guiaba la trayectoria del cohete, situado 20 metros m¨¢s abajo. A bordo, toda la adrenalina acumulada se descarg¨® en forma de carcajadas.
En Houston tambi¨¦n hubo suspiros de alivio, pero no del todo. Imposible saber si las descargas hab¨ªan da?ado el sistema de apertura de paraca¨ªdas. En ese caso, no hab¨ªa soluci¨®n, as¨ª que mejor no comentar nada.
El resto del viaje transcurri¨® sin incidentes. El Apolo 12 ten¨ªa por objetivo posarse en un punto concreto del Oc¨¦ano de las Tormentas, en el hemisferio occidental de la Luna. All¨ª hab¨ªa ido a parar, dos a?os y medio antes, la sonda?Surveyor 3. Conrad y Bean deb¨ªan recuperar algunas piezas cuyo desgaste quer¨ªan analizar los ingenieros. Pero, para eso, tendr¨ªan que descender a no m¨¢s de trescientos metros de distancia. La autonom¨ªa de sus escafandras aconsejaba no exceder ese l¨ªmite.
Se hab¨ªa preparado una modificaci¨®n del programa de aterrizaje que permitir¨ªa ajustes de ¨²ltimo minuto. As¨ª, cuando el m¨®dulo lunar (bautizado?Intrepid) apareci¨® tras el disco de la Luna, ya en trayectoria de descenso, las antenas de seguimiento determinaron que iba a sobrepasar su objetivo por un kil¨®metro y medio. M¨¢s que recalcular toda la trayectoria, Conrad introdujo una orden para enga?ar al ordenador, simulando que el objetivo se hab¨ªa movido esa misma distancia m¨¢s all¨¢. Unos minutos despu¨¦s, el m¨®dulo lunar se posaba en el mismo borde del cr¨¢ter en cuyo interior esperaba la Surveyor. La distancia entre ambos era de un centenar de metros.
Conrad y Bean permanecieron en la Luna cosa de un d¨ªa y medio y realizaron dos paseos, con un total de m¨¢s de siete horas de actividad en la superficie, repartidas en dos salidas. En la primera, instalaron un conjunto de instrumentos alimentados por un peque?o reactor nuclear; era la primera estaci¨®n cient¨ªfica propiamente dicha que quedaba en nuestro sat¨¦lite. La segunda la dedicaron a recoger m¨¢s de 30 kilos de muestras y, sobre todo, a visitar la solitaria Surveyor.
Esta vez, el Apollo 12 llevaba una c¨¢mara de televisi¨®n muy mejorada con respecto a la que transmiti¨® las fantasmales vistas de Armstrong bajando a la Luna. Pero no sirvi¨® de nada: Al? instalarla en su tr¨ªpode, Bean la apunt¨® directamente hacia el Sol (o hacia un reflejo del m¨®dulo lunar), lo que quem¨® sin remedio el tubo de imagen.
Y no fue el ¨²nico problema que Bean sufri¨® con el equipo ¨®ptico. Durante la visita a la Surveyor, y por un error en su libro de instrucciones, los astronautas olvidaron cambiar la pel¨ªcula de sus c¨¢maras por otra de color. Las espectaculares fotos de los astronautas junto al robot s¨®lo existen en blanco y negro.
Y hubo m¨¢s: el disparador de la c¨¢mara que llevaba Conrad perdi¨® un tornillo y qued¨® inutilizado. M¨¢s tarde, uno de los carretes de color que pasearon por la Luna qued¨® olvidado all¨ª. La c¨¢mara cinematogr¨¢fica que deb¨ªa filmar la maniobra de atraque entre los dos m¨®dulos se atasc¨®. Y, para colmo, al aterrizar el impacto de la c¨¢psula con el agua fue tan violento que otra c¨¢mara instalada en la ventanilla se solt¨® y fue a dar en la cara del propio Bean, quien lleg¨® a perder el sentido unos segundos. Necesitar¨ªa seis puntos de sutura.
Bean volvi¨® a volar como comandante de una de las misiones Skylab. Despu¨¦s, se retir¨® de la NASA para seguir una carrera de pintor, su otra gran afici¨®n. Es posible que, dada su poca suerte con los equipos de fotograf¨ªa, prefiriese manejar pinceles y ¨®leos.
En las celebraciones del 50 aniversario de este vuelo, la NASA no ha podido contar con la presencia de ninguno de sus astronautas. Conrad falleci¨® en 1999, a consecuencia de un accidente de motocicleta. Gordon, en noviembre de 2017, menos de dos meses despu¨¦s de enviudar. Y Bean, hace tan s¨®lo cuatro meses, poco despu¨¦s de cumplir 86.
Rafael Clemente es ingeniero industrial y fue el fundador y primer director del Museu de la Ci¨¨ncia de Barcelona (actual CosmoCaixa). Es autor de Un peque?o paso para [un] hombre (Libros C¨²pula) en donde se detallan estos y otros episodios de los vuelos a la Luna.
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