Lev Dav¨ªdovich, turista accidental
"La primera vez que tuve en mis manos Mis peripecias en Espa?a, de Le¨®n Trotski, fue en la sala de lectura de la Biblioteca Nacional..."
La primera vez que tuve en mis manos Mis peripecias en Espa?a, de Le¨®n Trotski, fue en la sala de lectura de la Biblioteca Nacional, hace ya algunas d¨¦cadas, y por muy poco tiempo. En aquel entonces dirig¨ªa los destinos de Espa?a un grotesco y sanguinario dictador de voz atiplada cuyo m¨¢s c¨¦lebre ministro de Informaci¨®n acaba de ser enterrado, tras recibir el sonoro homenaje de 300 gaiteros (Juli¨¢n Grimau y Enrique Ruano, sobre cuyos apiolamientos tan c¨ªnicamente ¡°inform¨®¡± al pa¨ªs, carecieron de despedida musical en sus respectivas exequias) y de casi toda la llamada clase pol¨ªtica, incluyendo a sus herederos directos, que son los que acaban de anunciar una reforma laboral ¡°revolucionaria¡± que vuelve a colocar a los trabajadores espa?oles a solo media docena de pelda?os de la servidumbre de la gleba. Traigo a rencorosa colaci¨®n aquel remoto pasado para contarles que, cuando me dispon¨ªa a iniciar la lectura de aquel libro escasamente trotskista (y solo autobiogr¨¢fico) en la vetusta y fr¨ªgida sala, se me acerc¨® un funcionario ¡ªdel que solo recuerdo un bigotito negro trazado con tiral¨ªneas sobre una boca poblada de desconchados huesecillos¡ª y comenz¨® a interrogarme sobre mi identidad y pretensiones. A lo mejor se apiad¨® de m¨ª y de mi susto porque, tras amonestarme y arrebatarme el libro (me dijo que, por mi edad, necesitaba un permiso especial), me permiti¨® largarme sin ¡°dar aviso¡± (todav¨ªa ignoro cu¨¢l y a qui¨¦n). Recuerdos (y nostalgias) aparte, el libro, publicado originalmente en 1926, cuando Trotski hab¨ªa perdido la batalla que le conducir¨ªa al exilio y al pico de partir hielo, ha sido reeditado (en la misma traducci¨®n de Andreu Nin publicada por Endymion en 2007) por Reino de Cordelia (pr¨®logo de Pepe Esteban). Se trata de un aut¨¦ntico y ¡ªa ratos¡ª divertido travelogue que el revolucionario compuso a partir de las notas tomadas durante su estancia en la Espa?a neutral de 1916, a la que lleg¨® tras ser expulsado de Francia y donde permanecer¨ªa un par de meses (m¨¢s de la mitad confinado en C¨¢diz) ¡°financiado¡± por el Gobierno de Romanones, hasta su definitiva expulsi¨®n en enero de 1917, un a?o importante en su biograf¨ªa. Ignorante de la lengua y las costumbres, hu¨¦rfano de amigos o contactos que le orientaran, sin m¨¢s entretenimiento que los libros de historia que le acercaba a su pupitre un viej¨ªsimo empleado de la Biblioteca de C¨¢diz (donde todav¨ªa se conservan las papeletas de pedido que cumpliment¨®), Trotski dirige su mirada (a menudo ir¨®nica, a veces sarc¨¢stica, siempre curiosa) hacia aquel remot¨ªsimo pa¨ªs (¡°una especie de Ruman¨ªa, pero con pasado¡±) que se niega a darle asilo permanente porque, tal como le explic¨® un funcionario de polic¨ªa, ¡°sus ideas son demasiado avanzadas para Espa?a¡±. Por cierto que Trotski, al que su tr¨¢gico destino ha proporcionado atractivo literario, funciona como personaje (real o evocado) en varias novelas recientes. Les se?alo El joven Liova, de Marcos Aguinis (Plaza & Jan¨¦s); El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura (Tusquets), y Laguna, de Barbara Kingsolver (Lumen). Mucho m¨¢s pedorra (e inencontrable en las librer¨ªas) es La casa azul de Coyoac¨¢n, de la australiana Meaghan Delahunt (Plaza & Jan¨¦s, 2002), en la que, entre otras muchas y apelotonadas situaciones, Frida Kahlo se acuesta con Trotski para darle celos a Diego Rivera, siempre tan mujeriego y abstra¨ªdo en sus cosas. Y es que los pol¨ªticos (incluyendo a don Manuel Fraga) tambi¨¦n son seres humanos.
Cineastas
Fue durante la Transici¨®n cuando la novela espa?ola inici¨® su mete¨®rica carrera hacia la hegemon¨ªa del mercado del libro. A partir de los a?os ochenta, la ¡°nueva narrativa¡± consigui¨® restablecer el pacto del novelista con los lectores, fatigados de las historias sin historia (pero con Historia) del ¨²ltimo socialrealismo y de los redundantes experimentos narrativos de los setenta. Con La verdad sobre el caso Savolta (Eduardo Mendoza, 1975) como modelo y reclamo, la novela empez¨® a ganar clientela, y el novelista a convertirse en personaje p¨²blico. El aura de lo literario se apoder¨® de la prensa, que ofreci¨® columnas y tribunas de opini¨®n a los nuevos novelistas. El camino era de doble direcci¨®n: los periodistas descubr¨ªan que su voz se amplificaba (y su bolsillo se beneficiaba) si publicaban novelas, de modo que los cat¨¢logos se poblaron de ¡°nuevos narradores¡± procedentes de los medios. He recordado aquellos trasvases a prop¨®sito de un peque?o fen¨®meno que vengo detectando y que, aunque no tiene nada que ver con aquel momento ¡ªmuy relacionado con el clima de euforia cultural suscitado por los primeros Gobiernos socialistas¡ª, me resulta significativo. Algo tiene que pasar en el cine espa?ol cuando, de repente, coinciden varios cineastas en el refugio de la novela. Que yo (y mis topos) sepamos, Augusto Mart¨ªnez Torres (que nunca dej¨® de escribirlas), Alfonso Ungr¨ªa, Agust¨ªn D¨ªaz Yanes y Manuel Guti¨¦rrez Arag¨®n (que ya va por su segunda) han acabado o est¨¢n a punto de acabar novela. Y tambi¨¦n est¨¢ en ello la directora (y exministra) ?ngeles Gonz¨¢lez-Sinde. Si lo piensan, constatar¨¢n que todos han sido guionistas antes de frailes (o abadesa) tras la c¨¢mara, de modo que lo de escribir no les es ajeno. Y que cuatro superan los sesenta tacos, una edad que parece establecer un punto de dif¨ªcil retorno en un sistema en que la experiencia parece tener el mismo valor que un diario de anteayer. Ah, un aviso para navegantes-editores: ninguno de los cinco, que yo sepa, tiene firmado contrato. De nada.
Romanos
A finales del siglo XIX, y al calor de las nuevas filosof¨ªas sociales, se puso de moda el debate acerca del ¡°papel del individuo en la historia¡± y de las relaciones entre masas y l¨ªderes. Hoy sabemos que la historia la hacen los de abajo, pero la maniobra la dirigen los de arriba. Los grandes personajes existen, s¨ª, pero conseguir¨ªan muy poco sin los que no pueden serlo. Sesenta millones de romanos (subt¨ªtulo: ¡®La cultura del pueblo en la antigua Roma¡¯), de Jerry Toner (Cr¨ªtica), es un estupendo y entretenido ensayo centrado en la ¡°no-¨¦lite¡± romana, es decir, de esa inmensa poblaci¨®n situada en la base de la pir¨¢mide social (esclavos incluidos). A pesar de la escasez de documentaci¨®n (s¨®lo los de arriba se preocupan por dejar huella), Toner consigue trazar un fresco apasionante de la ideolog¨ªa, los h¨¢bitos culturales y el imaginario del pueblo romano. Y de su humor, a menudo c¨¢ustico y salvaje, reflejado en grafiti e inscripciones. Incluso en las que garabateaban en los proyectiles destinados al enemigo, algo que siguen haciendo las actuales tropas imperiales. Les transcribo, s¨®lo para abrir boca, un par de ellas encontradas en las balas de plomo que los defensores de Perugia lanzaron con hondas a sus atacantes durante el sitio al que les someti¨® Octaviano (a?os 41-40 antes de Cristo): ¡°Estoy apuntando al culo de Octaviano¡±. Y, todav¨ªa mejor: ¡°Eh, Octaviano, c¨®meme la polla¡± (lamentablemente, Toner no proporciona el original latino). En fin, nada nuevo bajo el sol.
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