Dios bendiga a James Salter
A menudo se dice que un gran escritor no puede pasar inadvertido. Es mentira. Entre innumerables ejemplos refulge el caso de James Salter, a quien el reconocimiento le lleg¨® cumplidos los setenta. Cuesta de creer que libros tan extraordinarios como A?os luz o Juego y distracci¨®n tan solo vendieran unos pocos miles de ejemplares en la inmensa Norteam¨¦rica, y que todav¨ªa se hable de ¨¦l como de un ¡°escritor para escritores¡±, eufemismo para indicar que solo interesa a cuatro gatos.
Salter comenz¨® a ser m¨ªnimamente conocido por sus dos libros de cuentos (hab¨ªa cumplido los ochenta cuando public¨® el segundo, el magistral y definitivo La ¨²ltima noche) y por sus grand¨ªsimas memorias, Quemar los d¨ªas, que debo de haber rele¨ªdo una docena de veces. Susan Sontag dec¨ªa: "Quiero leer absolutamente todo lo que escriba Salter". Yo he le¨ªdo incluso Life is meals: a food lover¡¯s book of days, el breviario que escribi¨® con su esposa Kay, donde las recetas alternan con las reminiscencias de maravillosas comidas en Par¨ªs, en Roma, en Aspen, en las casas de sus amigos. Entre ellos, Alfonso Armada y Corrina Arranz, de quien ofrece su receta de gazpacho segoviano. Y pido desde aqu¨ª que alguien reedite A?os luz, porque la edici¨®n de El Aleph est¨¢ inencontrable, y la primera traducci¨®n de Sudamericana es directamente ilegible.
A menudo, por la ma?ana, antes de ponerme a escribir, leo unas p¨¢ginas de Salter, como el diapas¨®n que ha de darme la nota exacta, el impulso y el tono. Leo a Salter para que me limpie la mirada, como aquellos espejos negros que utilizaban los impresionistas cuando no ve¨ªan con claridad los colores. Consejo para escritores j¨®venes: si alguna vez os encontr¨¢is bloqueados, leed a Salter. Si est¨¢is perdidos y cre¨¦is que lo que est¨¢is haciendo ya no vale, leed a Salter. Si cre¨¦is que habeis conseguido una p¨¢gina insuperable y no hay forma mejor de expresarlo, leed a Salter.
Leo a Salter para que me ensanche el coraz¨®n. Leo a Salter porque sus p¨¢ginas arrojan la certeza, tan com¨²n en los grandes escritores, de que conoce un buen pu?ado de verdades sobre la vida y los hombres; verdades que te atraviesan como un rayo e iluminan, de repente, un fragmento de realidad haci¨¦ndote verla como nunca la hab¨ªas visto. No: como entreviste una vez y luego olvidaste. Leo el comienzo de Los ojos de las estrellas, que tiene la misma acrob¨¢tica libertad formal de Las joyas de los Cabot, de Cheever. Leo el final de Cometa, con la esposa empeque?eci¨¦ndose, tropezando en los escalones de la cocina. Vuelvo a los encuentros de Philip y Anne-Marie en Juego y distracci¨®n, y los paseos del grupo en las noches parisinas, comiendo en los restaurantes de Les Halles antes del amanecer. Vuelvo a leer la evocaci¨®n de Irwin Shaw, y el fantasma flotante de Sharon Tate en Rodeo Drive (lo mejor que se ha escrito sobre ella, lo m¨¢s hermoso, lo m¨¢s conmovedor) en Quemar los d¨ªas. Leo el final de A?os luz. Hay muchos finales de novela que me parten el alma, pero ninguno como este. Viri, el marido, vuelve a la antigua casa familiar, cerrada, abandonada. Su esposa muri¨®, sus hijas se casaron. Lleva un traje gris comprado en Roma, las suelas de los zapatos ennegrecidas por la humedad. Camina con paso lento, los ojos fijos en el suelo. Le parece escuchar todav¨ªa las risas imposibles de las ni?as en el bosque. De repente percibe un movimiento entre las hojas: es su vieja tortuga, avanzando hacia ¨¦l, el ojo claro, transparente como el cristal, el caparaz¨®n en el que todav¨ªa puede leer las antiguas iniciales, avanzando como si quisiera depositar a sus pies el bosque entero, el pasado entero. Dios bendiga a James Salter.
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