Los de dentro
![William Carlos Williams](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/PTF5S5SUZG7QIHA5RLS6KPXGVY.jpg?auth=dd2b5c6e515e54e9797ce49796e9ccf68a6e2172cfe254f31118da17ed55e43f&width=414)
Dec¨ªa Borges que los seres humanos nacen aristot¨¦licos o plat¨®nicos; yo he pensado muchas veces que nacen, nacemos, acreedores o deudores, de modo que hay quien se pasa toda la vida exigiendo lo que se le debe y quien vive angustiado por las deudas urgentes que se le est¨¢n reclamando siempre. Tambi¨¦n empiezo a sospechar que se nace para estar dentro o para quedarse o sentirse fuera, para creerse instalado sin incertidumbre o para temer a cada momento que lo expulsen a uno de donde acaba de llegar, que vayan a rechazarlo cuando se acerca al control de pasaportes de un aeropuerto, incluso que no se le vayan a abrir unas puertas autom¨¢ticas. La paradoja es que la mayor parte de los logros m¨¢s valiosos, en las artes o en las ciencias, suelen deberse a personas que est¨¢n fuera, o al menos al margen, o en una esquina no privilegiada; y que quienes se encargan de juzgar y de extender certificados de legitimidad son los que est¨¢n dentro, los situados, los instalados, los que mucho antes de llegar a su posici¨®n inapelable ya la present¨ªan, ya la ejerc¨ªan, ya estaban entren¨¢ndose.
Hay quien desconf¨ªa tanto de los grupos que nunca aceptar¨ªa, a la manera de Groucho Marx, pertenecer a ning¨²n club que admitiera a gente tan deplorable como ¨¦l mismo. Aunque ni siquiera hace falta desconfiar: basta con sentirse inc¨®modo, con carecer de ciertas habilidades sociales; basta incluso con una predisposici¨®n no necesariamente melanc¨®lica a la soledad. Hay quien cuadra perfectamente en un grupo, en una generaci¨®n, en una minor¨ªa sexual, en una patria, y ejerce voluntaria o espont¨¢neamente de portavoz o de figura representativa. A los amigos pintores de Robert Motherwell ¡ªgente tan desatinada como Jackson Pollock o tan hura?a como Willem de Kooning o Mark Rothko¡ª les sorprend¨ªa que Motherwell abrazara con tanto entusiasmo las teor¨ªas sobre expresionismo abstracto elaborado por algunos cr¨ªticos, que sin ninguna vacilaci¨®n hablara y escribiera en nombre de algo, un grupo, una generaci¨®n, que para los dem¨¢s no era m¨¢s que una confluencia azarosa de amistades, conversaciones, noches de bebida, solitarios afanes est¨¦ticos.
Los dos m¨¢s grandes compositores americanos del siglo XX, Charles Ives y George Gershwin, estaban fuera o al margen, cada uno a su modo. Ives era un directivo muy competente en compa?¨ªas de seguros; Gershwin, un hijo de emigrantes jud¨ªos rusos que siempre sinti¨® cierta incomodidad entre las personas de clase alta a las que lo acerc¨® su ¨¦xito. Pero ni siquiera el ¨¦xito le permiti¨® el alivio o la conformidad de pertenecer. Ganaba mucho dinero componiendo musicales para Broadway, pero quer¨ªa escribir tambi¨¦n m¨²sica de concierto y ¨®peras. Entre la gente pr¨¢ctica de Broadway y de Hollywood, que Gershwin quisiera ser visto como un compositor serio provocaba desconcierto, y tal vez recelo. Viaj¨® a Europa para aprender m¨¢s de cerca una tradici¨®n que reverenciaba con la entrega del advenedizo e intent¨® ser disc¨ªpulo de Maurice Ravel. Compuso Porgy and Bess y los instalados, los guardianes de la ortodoxia cl¨¢sica, los que estaban dentro y lo ve¨ªan como a alguien de fuera ¡ªcon un desd¨¦n ayudado de manera conveniente por la envidia, porque Gershwin ganaba much¨ªsimo dinero¡ª lograron amargarle eficazmente la vida.
El pobre Gershwin muri¨® de un tumor cerebral a los 37 a?os sin librarse de la amargura por el rechazo cr¨ªtico de Porgy and Bess, que ahora es una de las pocas ¨®peras del siglo XX ineludibles en cualquier repertorio. Los que est¨¢n dentro deciden cu¨¢ndo admiten al que est¨¢ fuera y cu¨¢ndo no, y no tienen el menor reparo en condecorarse con el prestigio de alguien a quien no mucho tiempo atr¨¢s hab¨ªan rechazado. Quiz¨¢s a un muerto es m¨¢s f¨¢cil no tenerle envidia.
Hay quien publica un tomo liviano de verso o prosa y enseguida se llama a s¨ª mismo poeta, escritor, escritor joven, y va a congresos de poetas vestido de poeta o de escritor joven, y firma manifiestos de j¨®venes poetas o j¨®venes narradores, y es incluido en antolog¨ªas generacionales o identitarias, y habla con aplomo de los escritores en primera persona del plural, y muy pronto se hace jurado en premios y ant¨®logo y dirigente de congresos, cada vez m¨¢s en el meollo, en el centro, en el ajo. El formidable Wallace Stevens fue tambi¨¦n, como Ives, ejecutivo de seguros, y parec¨ªa exactamente eso. La foto que m¨¢s me emociona de Primo Levi es esa en la que aparece en un laboratorio, vestido con su mandil de qu¨ªmico. Esa profesi¨®n que le gustaba tanto era un ant¨ªdoto contra las vaguedades de la literatura y contra las tentaciones gremiales del oficio de escritor. Y es precisamente su mirada exterior, de cient¨ªfico, una de las razones de su originalidad.
La qu¨ªmica era tan importante como la experiencia de Auschwitz en la literatura de Primo Levi, en su desasosiego de no encontrar nunca un sitio al que pertenecer indudablemente. El ejercicio de la medicina es igual de decisivo en la poes¨ªa de William Carlos Williams, el menos previsible, el menos clasificable de los grandes poetas de la lengua inglesa en el siglo XX. Leyendo su biograf¨ªa m¨¢s reciente, escrita por Herbert Leibowitz, me gusta comprobar la constancia con que Williams cultiv¨® su posici¨®n lateral, menos por voluntad que por temperamento, por amor al ejercicio diario y muchas veces agotador de sus tareas de m¨¦dico, por apego al paisaje entre rural y provinciano de la peque?a ciudad de New Jersey en la que viv¨ªa. No era un ermita?o y le gustaba mucho cruzar el r¨ªo hacia Manhattan. Ve¨ªa a otros escritores, iba al teatro o a conciertos, visitaba exposiciones, se conced¨ªa aventuras er¨®ticas m¨¢s o menos secretas. Pero le bastaba regresar a Rutherford y era de nuevo el doctor Williams, y ninguno de sus pacientes, que sol¨ªan pertenecer a familias trabajadoras de emigrantes, imaginaba que aquel m¨¦dico bondadoso y eficaz que cobraba tan poco tuviera otra vida volcada en algo tan ajeno a ellos como la literatura, como la poes¨ªa.
Se reconoce en seguida a los que est¨¢n dentro, a los que han nacido para estarlo. Es un club en el que por ahora todav¨ªa est¨¢ representado mayoritariamente el sexo masculino. Hay quien sin haber publicado nada o casi nada ya ha aprendido todas las maneras, que en su variante espa?ola incluyen una jactancia ¨¢spera, un lenguaje de clan, una destreza para situarse y repartir juego, para intercambiar favores, una soltura para citar el t¨ªtulo de lo que uno mismo ha escrito como si fuera de dominio p¨²blico, para pronunciar nombres de pila. La literatura es un local que ellos controlan desde la barra; acodados en ella, intercambiando claves, inapelablemente aprobando o descartando, volvi¨¦ndose a medias para mirar de soslayo a la concurrencia, administrando el sarcasmo, contando anecdotillas denigratorias ya muy manoseadas, detectando candidatos posibles a los que quiz¨¢s convenga admitir en el club. Les pasa como dec¨ªa Augusto Monterroso que les pasa a los enanos, que tienen un sexto sentido que les permite reconocerse entre ellos. Siempre est¨¢n en el secreto de algo que los dem¨¢s ignoran.
Virginia Woolf, que los padeci¨® bastante, sab¨ªa que su dominio es imperfecto, y, al menos a la larga, tal vez irrisorio. Por eso escribi¨®: ¡°La literatura est¨¢ abierta a todo el mundo¡±. Basta leer con atenci¨®n y fervor para estar dentro de la literatura.
Something urgent I have to say to you. The Life and Works of William Carlos Williams. Herbert Leibowitz. Farrar, Straus & Giroux, 2011. 496 p¨¢ginas.
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