La brisa Dickinson
Envidio un bell¨ªsimo libro que Isabel N¨²?ez acaba de publicar, Mis postales de Barcelona (Triangle), descripci¨®n de un ¨ªntimo paisaje urbano, la ciudad que mi generaci¨®n ha perdido. Leerlo ha sido una experiencia extra?a porque llegu¨¦ a ¨¦l tras haberme conmovido con Emily Dickinson y El viento comenz¨® a mecer la hierba (N¨®rdica) y cre¨ªa que tardar¨ªa en registrar emociones tan altas. Pero no fue as¨ª. Quiz¨¢s mecido por la hierba alta del efecto Dickinson, percib¨ª una continuidad natural entre un libro y otro.
Como si el mar se retirase y mostrara un mar m¨¢s lejano y al final s¨®lo vi¨¦ramos la conjetura de series de mares no visitados por las costas. Puede que ¨¦ste sea el efecto o, mejor dicho, la brisa Dickinson. La ¨ªntima inmensidad de la conciencia fue la inquietud m¨¢s permanente de esta escritora a la que en su ensayo Cajas y marionetas Charles Simic imagina sentada en un cuarto durante interminables horas, con los ojos cerrados, examinando su interior, dici¨¦ndose que el hecho mismo de estar consciente ya nos convierte en seres m¨²ltiples, divididos.
Hay tantos otros yo dentro de nosotros mismos que el mundo entero viene a visitarnos a nuestra rec¨¢mara interna, creo que pensaba ella. Qu¨¦ extra?o fue todo, ya no solo Dickinson, sino sus visiones y misterios y pensamientos secretos en d¨ªas y a?os de encierro radical en la habitaci¨®n de su casa con jard¨ªn en Amherst.
Y cu¨¢ntas cajas. Emily Dickinson sab¨ªa que todo universo est¨¢ contenido dentro de otro universo, y pasaba horas abriendo cajas de Pandora. En unas encontraba el terror; en otras el ¨¦xtasis; en otras, ciudades donde un d¨ªa ocurri¨® algo. Dickinson no pod¨ªa apartarse de esas cajas. En cada una ve¨ªa un teatro y en ese teatro todas las siluetas que el yo y el Mundo y el Universo infinito proyectan; ve¨ªa en cada una de ellas la misma obra, siempre en plena representaci¨®n, y quiz¨¢s s¨®lo la escenograf¨ªa y el vestuario difer¨ªan en cada una de las cajas.
Leer El viento comenz¨® a mecer la hierba (ilustrado por Kike de la Rubia) es comprobar con asombro c¨®mo su autora llega en ocasiones a una ¨²ltima caja, aunque a la larga esta impresi¨®n acabe siempre resultando falsa, porque siempre vemos que termina quedando otra por abrir. ¡°Era v¨ªctima de un truco como lo somos todos los que deseamos llegar a la verdad de las cosas¡±, dice Simic al respecto.
Dickinson escribi¨® que no pod¨ªa estar sola, pues le visitaban multitudes, incontables visitantes que irrump¨ªan en su cuarto. Lo mismo parece ocurrir en Mis postales de Barcelona, donde las almas dolientes de los visitantes toman la forma de paseos err¨¢ticos y nos van describiendo un muy personal mundo urbano de teatros y cajas de la memoria que el tiempo ha intentado ir anulando. En esos itinerarios van despert¨¢ndose fachadas de casas que, aunque s¨®lo sea por su aire exterior, a¨²n permiten so?ar: ¡°Imagino que las habitan viejos humanistas con bibliotecas generosas y sillones donde se lee y escucha m¨²sica celestial. Gente cultivada como hubo en la Rep¨²blica, amantes de los libros y las tertulias¡±. Son las ¨²ltimas fachadas de la ciudad perdida, estancias iluminadas, donde todav¨ªa es posible imaginar una Barcelona que ya no est¨¢ y que nos recuerda aquello que dec¨ªa Gil de Biedma: encontrarte que has sobrevivido a la ciudad de tu juventud es una experiencia moderna, bien desconocida en otros tiempos.
A quienes sobrevivimos en rincones que hemos perdido nos queda, por fortuna (quiz¨¢s sea tambi¨¦n el efecto, la brisa Dickinson), un mundo de cajas y marionetas y de puertas siempre abiertas a los incontables visitantes sin ropas ni nombres, sin tiempo ni ciudad: esos fantasmas cuya llegada se nos comunica de un modo bien sutil en el libro de Isabel N¨²?ez, casi desde nuestro propio interior, desde las ¨²nicas entra?as donde nada parece todav¨ªa haberse derrumbado. Y es que leer Postales de Barcelona es a veces como visitar una ciudad donde un d¨ªa ocurri¨® algo.
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