De la necesidad, virtud
"Creo que alguna mente preclara deber¨ªa montar un curso para que los escritores nos ajustemos a los nuevos tiempos"
De todo parece que hace un siglo. Uno de los extraordinarios dibujantes de la revista The New Yorker resum¨ªa el anacronismo en el que estamos sumidos: un n¨¢ufrago melanc¨®lico en una peque?a isla desierta rodeado de objetos obsoletos o a punto de serlo: un buz¨®n, una cabina, una librer¨ªa, un tel¨¦fono fijo, una m¨¢quina de escribir, una tele sin mando a distancia, un tocadiscos¡ No se sabe si el n¨¢ufrago est¨¢ en la isla por el hundimiento de su barco o por decisi¨®n propia, por su deseo de permanecer en un ayer m¨¢s comprensible. De todo parece que hace un siglo, pero no. Se pasa una actualizando el disco duro a diario. Tal vez sea bueno para renovar las neuronas, que solo se estancan con el sedentarismo y la falta de est¨ªmulo mental, pero, francamente, no s¨¦ si tanto sobresalto es aconsejable para el coraz¨®n. Casi desear¨ªa una la felicidad de los tontos, o esa otra felicidad envidiable de aquellos que, en los malos tiempos, deciden dedicarse a cultivar su peque?o jard¨ªn. Pero lo m¨¢s com¨²n es que nos resulte dif¨ªcil abstraernos de lo que a diario escupe la actualidad. En lo que al mundo de la cultura se refiere, creo que alguna mente preclara deber¨ªa montar un curso para que los escritores nos ajustemos a los nuevos tiempos.
Parece que hace un siglo, pero fue ayer. Fue ayer, en los noventa, hace apenas una d¨¦cada, cuando comenc¨¦ a viajar al extranjero y me asombraba la austeridad con la que se organizaban los eventos culturales. En las universidades americanas o en las inglesas el final de una conferencia se cerraba con un vino en vaso de pl¨¢stico y las sempiternas bandejas de queso ins¨ªpido con uvas. Y cada uno a su casa. La cena para los conferenciantes se ofrec¨ªa en la casa del jefe del departamento, a la que no asist¨ªan m¨¢s de diez personas. Confieso que al principio, a los que ven¨ªamos de un pa¨ªs que se hab¨ªa inventado una Concejal¨ªa de Festejos, esta parca cuchipanda nos parec¨ªa algo cutre. El tiempo fue pasando y los escritores espa?oles fuimos invitados aqu¨ª y all¨¢ (s¨ª, ya s¨¦ que algunos hab¨ªan salido mucho antes), y ocurre que cuando se viaja con los ojos bien abiertos es l¨®gico cuestionarse si las costumbres propias son las m¨¢s adecuadas. Porque, seamos sinceros, ven¨ªamos de un pa¨ªs en el que cada presentaci¨®n de un libro exig¨ªa su c¨®ctel; tanto es as¨ª que el escritor primerizo al que no se le organizaba una fiesta se sent¨ªa ligeramente maltratado. Hab¨ªa cenas, hab¨ªa grandes cenas en las partes traseras de los restaurantes; hab¨ªa mucho canap¨¦, tanto que renaci¨® el canapetista profesional, ese amante rancio de los actos culturales que espera irse a casa cenado. Y si hubo un tiempo, este s¨ª muy lejano, en el que una ardilla pod¨ªa atravesar la pen¨ªnsula Ib¨¦rica de ¨¢rbol en ¨¢rbol sin pisar el suelo, en la d¨¦cada de los noventa un escritor, un cr¨ªtico o un cronista de cultura pod¨ªa atravesar dicha Pen¨ªnsula sin gastarse un puto duro, ni en comida, ni en eso que se llama de manera ordinaria producto cultural. Porque hab¨ªa muchas entradas gratis.
Los Ayuntamientos subvencionaban en su totalidad teatro y conciertos, pero lo m¨¢s delirante es que las primeras filas de cada teatro o sala estaban reservadas para las autoridades y sus respectivos acompa?antes porque era costumbre que los concejales no pagaran jam¨¢s una entrada. Tambi¨¦n hab¨ªa escritores e intelectuales que, tras confesar en una charla que su coraz¨®n no tendr¨ªa un momento de reposo mientras el poder no estuviera en manos de los desfavorecidos, se iban a reposar su infelicidad sobre las almohadas del Ritz y, siendo de todo punto incapaces de dar los pasos necesarios que separan dicho hotel de un restaurante c¨¦ntrico, exig¨ªan a la editorial que les colocara un coche en la puerta para estos necesarios desplazamientos. Hab¨ªa grandes cenas (que han llenado algunas sepulturas), hab¨ªa canapetismo, hab¨ªa piques entre las fiestas de unos y otros, hab¨ªa arquitectos estrella y algunos cient¨ªficos estrella, hab¨ªa premios literarios en cada Ayuntamiento y hab¨ªa promociones culturales en el extranjero a las que solo asist¨ªan espa?oles que viv¨ªan en el extranjero.
Cuando se viaja es l¨®gico cuestionarse si las costumbres propias son las m¨¢s adecuadas
Tambi¨¦n hab¨ªa, eso s¨ª, profesores de instituto que requer¨ªan tu presencia y se disculpaban por no poder pagarte m¨¢s que el peque?o emolumento que para esos actos ten¨ªa previsto el Ministerio de Educaci¨®n. Est¨¢ claro que la cuchipanda nunca lleg¨® a la educaci¨®n p¨²blica. Y es que parec¨ªa que hab¨ªa que pagar siempre mucho dinero por la presencia de una figura conocida. Hab¨ªa que llevar a Bisbal a cada pueblo. Pero tambi¨¦n a Vargas Llosa. Hab¨ªa como una especie de locura colectiva, de despilfarro asumido, exigido por unos y aceptado por otros. Y ahora, ahora hay un gran vac¨ªo. ?Con qu¨¦ lo llenamos? Ya no hay dinero municipal para contratar a los m¨²sicos. Ni para el teatro. Ya no hay cenas en las traseras de los restaurantes (aunque las sepulturas, ay, se siguen llenando); el canapetismo se ha reducido hasta el punto de que los canapetistas est¨¢n muriendo; la figura del intelectual figur¨®n que clama a la justicia social mientras exige coches a la puerta del hotel est¨¢ en peligro de extinci¨®n. Pero seguiremos escribiendo, dibujando, creando, componiendo y actuando. Sacaremos de la necesidad virtud. Es de lo ¨²nico de lo que estoy segura.
El intelectual que clama a la justicia social mientras exige coches a la puerta del hotel est¨¢ en peligro
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