Nuestro hombre en Waterloo
Ildefonso Arenas revive la decisiva batalla en una novela monumental centrada en el general espa?ol Miguel de ?lava, ayuda de campo de Wellington
Piso en este d¨ªa gris el embarrado campo de batalla de Waterloo y la tierra parece rezumar sangre bajo mi bota. Hasta donde alcanza la vista estamos solos a excepci¨®n de una bandada de cuervos que aparecen en nuestro flanco izquierdo como un remedo de los negros jinetes de Bl¨¹cher, los h¨²sares de la muerte, llegando a tiempo aquel 18 de junio de 1815 para el fest¨ªn de la victoria al grito de ¡°?keine gefangenen!¡±, (?sin prisioneros!). Impasible entre la ventisca, con las espesas cejas que le dan un aire de mariscal ruso casi heladas, Ildefonso Arenas revive el combate, la carga devastadora de Ney contra los cuadros ingleses, el ataque final de la Vieille Garde, y el aire se llena del ensordecedor tronar de los ca?ones, el chasquido de los fusiles y el retumbar de la caballer¨ªa. Le pedir¨ªa al escritor que nos refugi¨¢ramos bajo el c¨¦lebre olmo de Wellington, pero ¨¦l ¨¢rbol ya hace mucho que no est¨¢.
Desde ayer recorro esforzadamente con Arenas, autor de una novela monumental sobre Waterloo, los escenarios, algo dejados de la mano de Dios, de la batalla que desbarat¨® a Napole¨®n y cambi¨® el destino de Europa. Hemos visitado, en una galopada digna de Si hoy es martes esto es B¨¦lgica tantos parajes, pueblos y monumentos (a veces camuflados cerca de un Media Markt o discutibles como el de la caballer¨ªa holandesa en Quatre-Bras) que hasta durante una parada piadosa en el Museo Herg¨¦ de Louvain- la-Neuve, que nos pillaba de paso, me ha parecido escuchar entre las vi?etas de Tintin el temible fragor de los coraceros. En el museo Wellington de Charleroi (antiguo cuartel general del duque), agotado, he estado a punto de echar una cabezadita en una cama, pero Arenas me ha advertido de que en ella expir¨® el coronel sir Alexander Gordon tras parar con la pierna en Waterloo un proyectil franc¨¦s de ocho libras y quedarle el f¨¦mur sali¨¦ndole por el calz¨®n...
Ildefonso Arenas (Madrid, 1947), una figura pr¨¢cticamente desconocida hasta ahora de nuestras letras pero que cuenta ya con Carmen Balcells como agente, ha alumbrado una novela extraordinaria: por el tama?o (1.214 p¨¢ginas: imaginen lo que es llevarla en Ryanair y arrastrarla por media B¨¦lgica, lloviendo), el asunto (la ¨²ltima campa?a de Napole¨®n y el antes y el despu¨¦s de la misma) y la calidad literaria. Es ?lava en Waterloo (Edhasa) una novela hist¨®rica de las importantes, grand¨ªsimo fresco de toda una ¨¦poca, en la que caben sutilezas pol¨ªticas, escenas de cama (o ba?era: ?Talleyrand y su sobrina!) y bailes, junto a grandes maniobras, sanguinarias acciones b¨¦licas y salvajes amputaciones. Pese a todas las atrocidades que, al cabo relato de una guerra, no puede evitar, el libro est¨¢ atravesado por una fina iron¨ªa y un gran sentido del humor.
Adem¨¢s, se centra en un personaje sensacional de nuestra historia al que resucita y reivindica: el militar y diplom¨¢tico espa?ol ¡°injustamente olvidado¡± Miguel de ?lava (Vitoria, 1772-Bar¨¨ges, 1843), que no s¨®lo fue la ¨²nica persona que estuvo, ag¨¢rrense, en Trafalgar (como capit¨¢n de corbeta en el Pr¨ªncipe de Asturias) y en Waterloo, sino que en la segunda batalla, agregado al Estado Mayor brit¨¢nico, lo hizo (ataviado con uniforme de general ingl¨¦s) en calidad de ayuda de campo y amigo del gran vencecedor de la jornada, Wellington, al que ya hab¨ªa asistido en la campa?a de la Pen¨ªnsula. Si ?lava fue como lo pinta Arenas ¡ª¨¦l asegura que s¨ª¡ª, valiente, leal, efectivo (¡°decisivo en Waterloo, Wellington le debe parte de su gloria¡±) y simp¨¢tico, vive Dios que habr¨ªa valido la pena conocerlo. ¡°Era como Guti¨¦rrez Mellado, esa clase de hombre¡±, afirma el escritor, que considera a ?lava ¡°el militar m¨¢s internacional que hemos tenido¡±. Liberal, ilustrado y sospechoso de mas¨®n, Fernando VII lo hizo encerrar aunque luego se lo cedi¨® a Wellington, al que no pod¨ªa negarle nada.
El itinerario con Arenas, tras encontrarnos en el aerop¨´erto de Charleroi, comienza de manera bastante poco prometedora en Fleurus, donde nos perdemos en busca del molino Naveau desde el que Napole¨®n ote¨® a los prusianos el 16 de junio, antes de pegarles una paliza en Ligny (¡°en realidad Waterloo son cuatro d¨ªas y seis batallas¡±). Al final damos con el dichoso molino. ¡°Ah¨ª arriba, en una plataforma que le montaron, se situ¨® el Emperador con el catalejo mientras las pasaba putas a causa de un c¨®lico nefr¨ªtico. Ligny podr¨ªa haber sido una batalla decisiva, pero Napole¨®n dej¨® escapar luego a los prusianos. Ah¨ª empez¨® a perder la batalla de Waterloo¡±. Arenas, que manifiesta una curiosa predilecci¨®n por los prusianos (¡°fueron los verdaderos vencedores de Napole¨®n, pero Wellington era un genio del marketing¡±) quiere que sigamos la ruta de retirada de ¨¦stos. Lo hacemos, en coche, al pass de charge de los grenadiers-¨¤-pied, mientras el escritor va brindando informaciones. ¡°Napole¨®n ten¨ªa el ej¨¦rcito lleno de prima donnas, hasta 25 mariscales en 1815; piensa que los prusianos, gente seria, ten¨ªan solo dos¡±. ¡°Aquella fue una campa?a de locos, todos cometieron errores, los franceses y la S¨¦ptima Coalici¨®n de los Aliados, aunque al final pas¨® lo que era l¨®gico: el ej¨¦rcito de 220.000 hombres derrot¨® al de solo 125.000¡±. En Ligny ¡ªlugar de la derniere victoire de Bonaparte¡ª, el museo dedicado a la atroz batalla est¨¢ cerrado, pero paramos en una curva para retratar un ca?¨®n de 12 libras (¡°Napole¨®n los llamaba belles filles, este se le conoce como Le Formidable) en la cuneta. Le pregunto a Arenas, para calentarme, por ese mundo de la alta sociedad que retrata en su libro, lleno de arist¨®cratas rijosos y duquesas y princesas casquivanas. ¡°Si no fuera inmoral no ser¨ªa interesante, en todo aquello hab¨ªa intereses y pol¨ªtica, pero tambi¨¦n mucho vicio¡±.
M¨¢s tarde, precisamente mientras comemos unas boulettes ¨¤ la li¨¦geoise en Lasne, Arenas explica lo de la herida de ?lava. ¡°En la campa?a de Espa?a, recibi¨® un tiro en un mal sitio, malo de verdad, y qued¨® averiado para procrear¡±. Cambio de tercio y le pregunto por la aportaci¨®n de su libro a la infinidad de relatos sobre Waterloo. ¡°He explicado la campa?a en tramos horarios, algo que es original y la hace muy comprensiva, aparte de devolver a ?lava su importancia en los acontecimientos¡±, dice. De vuelta a la batalla, admiramos en el Museo Wellington la pr¨®tesis de Lord Uxbridge, sables hallados en el campo de batalla, y el uniforme de un Royal Scot Grey, entre otras maravillas.
Al d¨ªa siguiente, tras dormir entre pesadillas de dragones y lanceros, ascendemos la vertiginosa escalera del monte artificial de la Butte du Lion para ver el campo de batalla, entramos en el tan grandioso como hoy na¨ªf panorama y nos pateamos todos los monumentos conmemorativos vecinos: a la legi¨®n alemana, a Gordon, a los belgas muertos aquel 18 de junio, al ¨²ltimo cuadro de la Garde Imp¨¦riale ¡ªdit de l'Aigle Bless¨¦¡ª... Pero es frente a la Haye Sainte, la granja ensangrentada clave de la posici¨®n de Wellington y que vivi¨® uno de los combates m¨¢s feroces, donde la historia, pese a los autom¨®viles que discurren velozmente ante el edificio, parece materializarse con mayor fuerza. A los pies de los muros el ladrillo desencalado presenta un siniestro tono rojo oscuro. Es f¨¢cil evocar los ¡°miles y miles de cuerpos, de hombres y de caballos, retorcidos en posturas imposibles¡± de los que habla Arenas. En la iglesia de Saint Joseph, en el pueblo de Waterloo, leemos con emoci¨®n las estelas conmemorativas de los ca¨ªdos, como Alexander Hay, de 18 a?os, corneta del 16? de Light Dragoons.
Mientras cae la tarde visitamos el monumento a los prusianos en Plancenoit, que es el lugar favorito de Arenas, y el cementerio de la iglesia del pueblo donde la Jeune Garde masacr¨® a un centenar de prisioneros (¡°Hago la guerra¡±, dec¨ªa Napole¨®n, ¡°no sin horror¡±). Con el ¨¢nimo ya muy sombr¨ªo llegamos a Genappe y en el peque?o puente sobre el r¨ªo Dyle, hoy junto a una mercer¨ªa, el escritor revive magistralmente el terrible embotellamiento de los franceses en fuga, incluida la comitiva imperial ¡ªNapole¨®n abandon¨® aqu¨ª sus carruajes para montar uno de los caballos de sus lanceros rojos y huir¡ª perseguidos por los prusianos tras Waterloo. Fue una debacle. ¡°Aqu¨ª desaparece la Gran Arm¨¦e. Aqu¨ª acaba en realidad Waterloo¡±. Las vecinas Galeries du Meuble ponen una nota premeditadamente escalofriante con su letrero de Liquidation totale. Y se hace de noche.
Babelia
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