Un hombre entero
Supongo que para la mayor¨ªa de la gente de letras no puede haber nada m¨¢s grato que ser invitado por el Hay Festival a Cartagena de Indias, en Nueva Granada (Colombia). Alojarse en pleno casco viejo de la ciudad y desayunar en un delicioso patio todas las ma?anas, junto a Mario Vargas Llosa o Julian Barnes¡ Hace mucho calor, incluso en enero, aunque vale la pena sudar un poco para o¨ªr luego disertar a Herta M¨¹ller o John Lee Anderson. No crean que no aprecio tales ventajas, todo lo contrario. Pero sin embargo en cuanto pude librarme de mis obligaciones me escap¨¦, tom¨¦ un taxi y dije: ¡°Por favor, ll¨¦veme a la estatua de don Blas¡±. El taxista asinti¨® sonriendo.
All¨¢ en Cartagena conocen mucho m¨¢s que en Espa?a a don Blas de Lezo y Olabarrieta (1689-1741), el ilustre guipuzcoano de Pasajes. Me he pasado la vida leyendo novelas de aventuras, de modo que pueden creerme: ni Salgari, ni P¨¦rez-Reverte, ni Patrick O¡¯Brian, ni nadie habr¨ªa sido capaz de inventar peripecias de riesgo y hero¨ªsmo como las que protagoniz¨® ese pasaitarra. Los mares no han conocido marino tan intr¨¦pido ni estratega tan genial. Era solo un ni?o (?12 a?os!) cuando embarc¨® por primera vez y un adolescente (17 a?os) cuando un ob¨²s le destroz¨® la pierna izquierda en una batalla: se la cortaron por debajo de la rodilla, sin anestesia ni una sola queja. Despu¨¦s, una serie de hechos de armas a cual m¨¢s glorioso por el Mediterr¨¢neo (G¨¦nova, Or¨¢n¡), por el oc¨¦ano Pac¨ªfico limpiando de piratas las costas de Per¨², por el Caribe¡ Otros se especializan en disculparse o justificar sus derrotas, ¨¦l prefiri¨® dedicarse a ganar cuando lo ten¨ªa todo en contra. Pagando un alto precio, eso s¨ª: tras la pierna perdi¨® un brazo y un ojo. Sus compa?eros de traves¨ªa, que le hab¨ªan motejado de joven Patapalo, le llamaban despu¨¦s Medio Hombre tras sus mutilaciones. Era una forma descarnada y ruda de elogiarle, claro, porque todos sab¨ªan que en lo que cuenta no hubo nunca hombre m¨¢s entero que don Blas.
Nadie ser¨ªa capaz de inventar peripecias de hero¨ªsmo como las que protagoniz¨® Blas de Lezo
Su ¨²ltimo destino, siendo ya general de la Armada, fue defender contra los ingleses Cartagena de Indias, la llave de las posesiones espa?olas en Am¨¦rica. La Royal Navy dispuso para el caso la mayor flota que nunca se hab¨ªa visto ni volvi¨® a verse hasta el desembarco de Normand¨ªa: casi doscientos barcos y treinta mil hombres. Lezo contaba con seis buques y menos de tres mil soldados. Edward Vernon, el almirante ingl¨¦s, estaba tan convencido de su aplastante superioridad que al primer atisbo favorable en el combate envi¨® noticia a su rey de la victoria en Cartagena. Y este, ni corto ni perezoso, mand¨® acu?ar una moneda conmemorativa en la que se ve¨ªa a Lezo arrodillado ante su supuesto vencedor, con la leyenda: ¡°La arrogancia de Espa?a humillada ante el almirante Vernon¡±. Tuvo que arrepentirse luego de tanta precipitaci¨®n, cuando llegaron noticias m¨¢s fiables: aunque pareciese incre¨ªble, Blas de Lezo se las arregl¨® para diezmar a la flota brit¨¢nica, que no volvi¨® a levantar cabeza hasta Trafalgar, y provoc¨® una aut¨¦ntica matanza entre sus tripulantes. Y eso que no solo tuvo en contra la desproporci¨®n de fuerzas, sino tambi¨¦n la hostilidad del virrey Sebasti¨¢n de Eslava, que obstaculiz¨® sus decisiones y despu¨¦s envi¨® a la corte de Madrid informes desfavorables sobre el inc¨®modo subordinado. Lo ha contado noveladamente P¨¦rez-Foncea en El h¨¦roe del Caribe (LibrosLibres) y antes el senador colombiano Pablo Victoria Vilches en El d¨ªa que Espa?a derrot¨® a Inglaterra (?ltera).
Ya estoy ante la estatua de don Blas, bajo la mole del castillo de San Felipe. Oscura y desafiante, con su pata de palo, su manga vac¨ªa y su parche en el ojo, blandiendo la espada. A mi lado, el taxista comenta: ¡°Cuando yo era ni?o, mi padre me trajo aqu¨ª, como su padre le hab¨ªa tra¨ªdo a ¨¦l¡¡±. Y yo pens¨¦ que nadie se hubiera atrevido a decirle en la cara a este vasco aguerrido que no era espa?ol.
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