Emmet Gowin, lejano y pr¨®ximo
El fot¨®grafo es uno de esos raros artistas que hacen muy bien dos cosas en apariencia opuestas La c¨¢mara tiene tanta cercan¨ªa emocional que la mirada casi se confunde con el tacto
Emmet Gowin es uno de esos raros artistas que hacen muy bien dos cosas en apariencia opuestas entre s¨ª. Gowin es el fot¨®grafo de las cercan¨ªas ¨ªntimas y de las inmensas distancias, de los lugares familiares y de los paisajes de amplitud planetaria en los que se hace visible la escala, para nosotros pavorosa, del tiempo geol¨®gico. Hay artistas sedentarios y artistas viajeros: Emmet Gowin es las dos cosas al mismo tiempo, o lo ha sido sucesivamente con la misma convicci¨®n. Durante a?os retrat¨® el breve mundo confinado de su vida familiar en un rinc¨®n boscoso del Estado de Virginia. Despu¨¦s se lanz¨® a viajar por el mundo y tom¨® fotos de los desiertos de Turqu¨ªa y Jordania, de las tierras de huertos f¨¦rtiles de Italia, de las soledades sin l¨ªmite en el coraz¨®n de Estados Unidos, que parecen, fotografiadas desde el aire, como paisajes de otros planetas.
En una de sus fotos de la primera ¨¦poca el eje visual es el poste pintado de blanco de un porche. Esa delgada columna de madera blanca determina un l¨ªmite, entre lo que est¨¢ dentro y lo que queda fuera, entre el espacio protegido de la habitaci¨®n humana y la naturaleza exterior. A m¨ª la foto me recuerda, con mucho menos dramatismo evidente, esos cuadros de Edward Hopper en los que se ve la frontera entre el d¨ªa y la noche, entre lo que ilumina una farola de la calle o el globo de luz de una gasolinera y el bosque que empieza tan s¨®lo unos pasos m¨¢s all¨¢.
Hay artistas sedentarios y artistas viajeros: Emmet Gowin es las dos cosas al mismo tiempo o lo ha sido sucesivamente
En los cuadros de Hopper las mismas fronteras se alzan entre los seres humanos: entre los personajes del interior de los cuadros, entre ellos mismos y el espectador. En Emmet Gowin hay siempre una conexi¨®n apasionada. La c¨¢mara tiene tanta cercan¨ªa emocional que la mirada casi se confunde con el tacto, una inmediatez tan sin premeditaci¨®n como las fotos copiosas que toman los padres j¨®venes en las celebraciones infantiles de sus hijos. Como Hopper, como Pierre Bonnard, Gowin lleva toda la vida retratando asiduamente a la misma mujer, Edith, su esposa. Pero, a diferencia de ellos, Gowin tiene siempre presente a la mujer real, y se compromete con ella en un juego mutuo de confidencias y miradas mucho m¨¢s rico que el v¨ªnculo unidireccional del artista y la modelo. Hopper transfiguraba a Josephine, la rejuvenec¨ªa, la disfrazaba, la volv¨ªa abstracta, herm¨¦tica como una desconocida vista al pasar o como una estatua primitiva. Bonnard espiaba a Marthe en las habitaciones de la casa en las que los dos viv¨ªan encerrados, solos, apartados del mundo, como prisioneros y rehenes de s¨ª mismos; por la puerta entornada del cuarto de ba?o la ve¨ªa dedicada a sus abluciones solitarias, el pelo corto de muchacha tap¨¢ndole la cara, el cuerpo detenido a lo largo de muchos a?os en una especie de pubertad intemporal.
La Edith de Emmet Gowin es la mujer cercana y tangible de la que uno se enamora y con la que comparte la casa y la vida y tiene hijos, la mujer deseada que lo desea a uno y le devuelve la mirada. Posa como ensimismada, pero no ausente a la manera de las mujeres de Hopper: en su ensimismamiento hay una sonrisa que es la conciencia complacida de estar siendo observada no por un artista sino por el hombre al que ama. En una de las mejores fotos de Emmet Gowin, una de esas im¨¢genes en las que la sencillez de la composici¨®n tiene la maestr¨ªa definitiva del perfil en una moneda, Edith est¨¢ de espaldas, con un jersey de lana, la cara ligeramente vuelta hacia la derecha, mostrando el dibujo de un p¨®mulo, el pelo recogido en un mo?o, el cuello gr¨¢cil y despejado, delante de una l¨¢mina de agua en la que se refleja vagamente un cielo nublado. La sensaci¨®n de quietud contemplativa es perfecta. Las l¨ªneas del pelo, del cuello, de la barbilla y el p¨®mulo, la curva de los hombros, el tejido del jersey, tienen una delicadeza como de dibujo de Botticelli. Pero esa mujer no es una criatura vaporosa, sino una persona real, y aunque est¨¢ de espaldas uno intuye que est¨¢ sonriendo, y aunque su cara no se ve de frente uno la reconoce: es esa cara joven de tantas fotograf¨ªas, la frente ancha, el pelo liso, los ojos rasgados, los p¨®mulos muy modelados con los juegos de grises.
La Edith de Gowin es la mujer cercana y tangible de la que uno se enamora y con la que comparte la casa y la vida
En esa foto Edith est¨¢ sola, como una amada de estampa rom¨¢ntica, pero en muchas otras es una mujer rodeada de conexiones familiares, padres, abuelos, hijos, sobrinos, hermanas, sumergida en un ajetreo de tareas y celebraciones dom¨¦sticas. Y su cuerpo no permanece inm¨®vil en una belleza de modelo: a veces la cara tiene el brillo cobrizo de los largos d¨ªas de sol; la edad se va mostrando en ella con esa franqueza de las caras americanas muy trabajadas por la intemperie; la delgadez gr¨¢cil se convierte en una gozosa hinchaz¨®n de embarazo colmado; con perfecta naturalidad, en el contraluz de la puerta de un cobertizo, Edith se levanta el camis¨®n debajo del cual no hay nada, separa las piernas desnudas y orina de pie ¡ªy el ojo ¨¢vido y la c¨¢mara del amante registran la felicidad de observar ese gesto imp¨²dico, ese regalo¡ª.
Una ma?ana, en una gran sala subterr¨¢nea en la que no hay nadie m¨¢s que yo, en un espacio de silencio y luz muy matizada ¡ªla pupila va adapt¨¢ndose despacio al claroscuro de los grises¡ª voy recorriendo sin prisa la exposici¨®n de Emmet Gowin que ha organizado en Madrid Carlos Gollonet: de las escenas familiares en una casa de Virginia a las visiones de Petra o de los desiertos con cr¨¢teres de explosiones nucleares; de los desnudos de Edith a lo largo de los a?os a esas geometr¨ªas extra?as de los campos de regad¨ªo en las llanuras de Kansas o de las ciudades abandonadas por culpa de la contaminaci¨®n nuclear. Lo concreto y lo cercano de la vida se vuelve mucho m¨¢s valioso cuando uno contrasta su fragilidad con las fuerzas brutales desatadas por la explotaci¨®n irracional de la tierra y la megaloman¨ªa del poder pol¨ªtico. Las ruinas de Petra o las de un peque?o pueblo italiano destruido por los terremotos prefiguran, a una escala muy menor, la capacidad aniquiladora de las explosiones nucleares. Vistas desde el aire, a una cierta altitud, las huellas de la presencia humana se vuelven irrisorias por comparaci¨®n con la belleza org¨¢nica de los paisajes, con sus ondulaciones de dunas y sus ramificaciones de torrenteras o de deltas de r¨ªos que repiten, con delicadeza misteriosa, el patr¨®n de las ramas de un ¨¢rbol, de las nervaduras de una hoja, de los bronquios en un pulm¨®n, de los vasos sangu¨ªneos.
El cuerpo amado, la vida en com¨²n, la pasi¨®n que dura sin gastarse, merecen todav¨ªa m¨¢s ser celebrados por el arte porque est¨¢n hechos no de s¨®lida permanencia, sino de cambio perpetuo y fugacidad. Los ni?os que se ba?aban en una piscinilla hinchable en 1967 son ya hombres maduros y tienen hijos y oficios. La mujer joven de 1964 tiene exactamente el mismo gesto complacido y reservado en una foto de 2009. A los setenta y tantos a?os, Emmet Gowin dispara su c¨¢mara con la misma codicia por captarlo todo.
Emmet Gowin. Fundaci¨®n Mapfre. Sala Azca. Avenida del General Per¨®n, 40. Madrid. Hasta el 1 de septiembre.
www.antoniomu?ozmolina.es
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