Testigos del derrumbe
John Gray celebra la heroicidad de no dejarse llevar ni por los impulsos ni por la corriente colectiva
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Cada vez que sale un libro nuevo de John Gray el placer de leerlo es inseparable de la irritaci¨®n que produce en el n¨²mero creciente de sus adversarios. C¨®mo no va uno a comprender que haya gente que se enfurezca contra John Gray, si eso es algo que le sucede tambi¨¦n a uno mismo. Gray es un escritor muy brillante pero tambi¨¦n muy repetitivo, a la manera de esos artistas que han encontrado un fil¨®n y no llegan a agotarlo nunca, y cuanto m¨¢s lo frecuentan m¨¢s se engolfan en ¨¦l, descubriendo nuevos matices pero tambi¨¦n repitiendo lo obvio y lo ya dicho muchas veces, tan mani¨¢ticamente como repet¨ªa John Coltrane en sus ¨²ltimos a?os la melod¨ªa de My Favourite Things.Desde hace muchos a?os, John Gray se dedica a una diatriba encarnizada contra la idea sobre la que se sustenta el edificio entero de la modernidad, la idea o el mito o la superstici¨®n del progreso, que a su vez est¨¢ conectada con otro malentendido, a juicio de Gray todav¨ªa m¨¢s insensato, el de la capacidad de los seres humanos para dejarse guiar por la raz¨®n.
Uno se considera a s¨ª mismo progresista porque cree que los seres humanos, emancipados del conformismo de la tradici¨®n y de sus guardianes oscurantistas y en su mayor parte eclesi¨¢sticos, pueden superar la ignorancia y la injusticia, y organizarse en sociedades en las que la vida pueda ir siendo cada vez mejor, y en las que quede desacreditada y se vaya apagando poco a poco la idea religiosa de que solo en el otro mundo y con el fin de los tiempos quedar¨¢n remediados los sufrimientos y las infamias. Nada despierta m¨¢s vivamente el sarcasmo de Gray que esa autosatisfacci¨®n progresista o modernizadora, que no es la refutaci¨®n de la creencia religiosa, sino una m¨¢s de sus variantes, la m¨¢scara secular del cristianismo y de su promesa de una futura plenitud que traiga consigo la salvaci¨®n universal. Para el creyente, el ser humano culmina la creaci¨®n, y la gobierna a su propio servicio por encargo divino. Para los darwinistas sociales, hasta bien entrado el siglo XX, la supremac¨ªa humana no ven¨ªa dictada por la revelaci¨®n b¨ªblica, sino por las leyes de la selecci¨®n natural, pero las consecuencias eran m¨¢s o menos las mismas. El evolucionismo, abrazado con tanto entusiasmo por los movimientos emancipatorios, ofrec¨ªa al mismo tiempo una interesante ense?anza colonial: del mismo modo que la especie humana coronaba la evoluci¨®n, la raza blanca era la cima de la especie, y por lo tanto estaba biol¨®gicamente destinada a dominar a las otras, gui¨¢ndolas ¡ªa latigazos, si era preciso¡ª en el camino inevitable de la civilizaci¨®n.
La idea puritana de la predestinaci¨®n y de la innata maldad nos parece inaceptable a las personas progresistas
Para el cristianismo, un solo proyecto de salvaci¨®n abarca por igual a todos los seres humanos. Para los modernizadores, sean de derechas o de izquierdas, las soluciones son igualmente definitivas y universales, y responden a una necesidad hist¨®rica tan inapelable como el mesianismo cristiano. Antiguos trotskistas convertidos al catecismo de la globalizaci¨®n econ¨®mica y la democracia universal organizaron la entrega de las econom¨ªas a los intereses financieros y las guerras en Afganist¨¢n y en Irak con un celo redentor id¨¦ntico al que pusieron de j¨®venes en sus alucinaciones sobre la Revoluci¨®n Mundial. George W. Bush estaba convencido de que obedec¨ªa el mandato divino, quiz¨¢s con una vehemencia mayor de la que pon¨ªa Jos¨¦ Mar¨ªa Aznar en imaginarse que continuaba las batallas de la Reconquista. Pero la agresi¨®n b¨¦lica o el despotismo o la tortura no son m¨¢s nobles si se practican en nombre de la justicia o de la emancipaci¨®n de los pueblos, y ofrecen resultados igual de criminales y de catastr¨®ficos. Y en un caso y en otro habr¨¢ una mayor¨ªa de personas que aprueben o disculpen el abuso aunque no tomen parte activa en ¨¦l, o que teni¨¦ndolo delante de los ojos finjan no verlo y hasta mientan activamente para encubrirlo. La idea puritana de la predestinaci¨®n y de la innata maldad nos parece inaceptable a las personas progresistas: pero puede que no sea m¨¢s s¨®lida la convicci¨®n de que los seres humanos, prefieren el conocimiento a la ignorancia, la raz¨®n a la ceguera, la libertad a la servidumbre.
Un nuevo libro de John Gray siempre es m¨¢s de lo mejor y m¨¢s de lo mismo. Ahora la editorial Sexto Piso publica en espa?ol El silencio de los animales, en traducci¨®n de Jos¨¦ Antonio P¨¦rez de Camino, y yo me acuerdo de las cr¨ªticas tan irritadas que tuvo cuando sali¨® en ingl¨¦s y vuelvo a leerlo con la misma sensaci¨®n de desasosiego, con una mezcla de admiraci¨®n y de alarma, y a veces de inquina, porque a uno no siempre le gusta que le socaven sus convicciones m¨¢s queridas. Est¨¢ claro que la historia no avanza en la direcci¨®n salvadora de los cristianos, ni en la de los marxistas, ni en la de los creyentes en la felicidad del consumo global: pero a pesar de John Gray y de todas las calamidades que no han dejado de sucederse a lo largo de los siglos creo que no es inveros¨ªmil la convicci¨®n de que las cosas pueden ir gradualmente a mejor para la mayor¨ªa de los seres humanos. Con el tiempo, la escritura de Gray se vuelve m¨¢s fragmentaria, cercana por una parte al epigrama y por otra al collage, y m¨¢s apegada a la literatura, m¨¢s empapada en la sobriedad de los grandes esc¨¦pticos y en la agudeza de los mejores testigos, los que supieron mirar y contar cuando casi nadie lo hac¨ªa, los que vieron certeramente lo miserable y lo fr¨¢gil que permanec¨ªa oculto bajo fachadas de nobleza y de solidez. En El silencio de los animales est¨¢ el Joseph Conrad que vio con sus propios ojos la barbarie y la carnicer¨ªa de la dominaci¨®n colonial en el Congo, y est¨¢ tambi¨¦n Arthur Koestler descubriendo una misteriosa iluminaci¨®n de serenidad en una celda de condenado a muerte en la c¨¢rcel de M¨¢laga, y Freud aceptando el c¨¢ncer de mand¨ªbula con una entereza en la que no hab¨ªa sitio ni para el enga?o ni para el ascetismo, porque sigui¨® fumando hasta el final los puros que le gustaban tanto, y el Sebastian Haffner que fue testigo del embrutecimiento hitleriano de sus compatriotas y se neg¨® a contagiarse de ¨¦l, y tambi¨¦n el J.?G. Ballard que asisti¨® de ni?o en Shangh¨¢i al derrumbe de un d¨ªa para otro de todas las comodidades y todas las normas de la civilizaci¨®n. Paralela a la idea del progreso es la de la satisfacci¨®n ilimitada e inmediata de cualquier apetencia: Gray celebra el ideal antiguo y adulto de la moderaci¨®n, la heroicidad menor de no dejarse llevar ni por los propios impulsos ni por la corriente colectiva. En el fondo, lo que est¨¢ proponiendo, sin decirlo del todo, es una actitud de contemplaci¨®n y digno retiro. Termino el libro pensando en Montaigne, fundador de la racionalidad esc¨¦ptica en medio de un paisaje de matanzas religiosas. Y en el Bernardo Soares de Pessoa, rebelde y pasivo, fugitivo y sedentario, viviendo entre los otros, en soledad y sin misantrop¨ªa, en su oficina comercial y en su habitaci¨®n alquilada en un cuarto piso de la Rua dos Douradores de Lisboa.
El silencio de los animales. John Gray. Sexto Piso. 2013. 178 p¨¢ginas. 17 euros.
www.mu?ozmolina.es
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