El poeta de las paredes felices
F¨¦lix Grande caminaba tocando los libros de su biblioteca infinita como quien rasguea la vida
Felicidad y rabia hab¨ªa en F¨¦lix Grande. En Madrid vivi¨® siempre en la misma casa, con Paca Aguirre, con Guadalupe. All¨ª hab¨ªa siempre agua y vino; fue la casa de los transe¨²ntes a los que la vida convirti¨® en exiliados (Onetti, Di Benedetto, Moyano, tantos¡) y el buz¨®n de correos de un n¨²mero infinito de latinoamericanos que hicieron de esta geograf¨ªa grande su sitio espiritual, un continente de afecto.
La ¨²ltima vez que lo vi, cuando acababa el a?o pasado, me pase¨® por esa casa, me ense?¨® papeles y me los dej¨®, para que yo escribiera acerca de Blanco Spirituals, aquel diario de 1966, cuando Vietnam era un horno moral de la humanidad y cuando, todav¨ªa, Cuba era una posibilidad resplandeciente. Ese libro estaba tambi¨¦n lleno de vino, de humo, de rosas rojas, de amor y de estupor; era, a la vez, un homenaje a Louis Armstrong y a Cesare Pavese, o a C¨¦sar Vallejo, que esta en el esqueleto feraz de su poes¨ªa.
Ten¨ªa razones para hablar
Aquella vez me habl¨® tambi¨¦n del flamenco, de sus libros sobre flamenco, que era su suma artis de la m¨²sica que ¨¦l eligi¨® para estudiar en los tonos ajenos su propio ritmo. Y este ritmo era el de la melancol¨ªa agravada por la sensaci¨®n, que era real, ¨¦l la toc¨®, de que el mundo era un ente esquivo y a veces cabr¨®n, que de pronto amanec¨ªa soleado o de pronto te daba una patada en el culo. ?l pensaba, me lo dijo entonces, que la transici¨®n del universo trist¨®n del franquismo a la esperanza de la democracia lo tuvo a ¨¦l en el apeadero, pero despu¨¦s ese autob¨²s, o esa guagua, se precipit¨® al vac¨ªo y a ¨¦l lo dej¨® en la nada, pregunt¨¢ndose por qu¨¦ ocurre el olvido, por qu¨¦ ¨¦l, que hab¨ªa hecho tantas cosas, ya no estaba en Cuadernos Hispanoamericanos, en el que hab¨ªa sido fundamental, por qu¨¦ ya los medios y los fines se le hab¨ªan obturado.
Exageraba, quiz¨¢, como exageran los poetas y en general todos los ciudadanos, pero es cierto que ¨¦l ten¨ªa razones, las exhib¨ªa, para hablar de desdenes insalvables que lo tuvieron a ¨¦l como protagonista. Al final de este tiempo, y de su tiempo, editores generosos volvieron a sus libros, los reeditaron y los publicaron bellamente, j¨®venes regresaron a su poes¨ªa, hicieron recitales de sus versos, escribieron libros que lo ten¨ªan a ¨¦l como objeto de estudio, y ¨¦l observaba esa buena novedad con el regocijo de quien se reencuentra consigo mismo.
Al final, editores generosos
Diciendo estas cosas, record¨¢ndolas o insinu¨¢ndolas, me pase¨® por esa pared largu¨ªsima que era el aleph borgiano, su biblioteca infinita, contando de cada libro (Rulfo, Rosales, Cort¨¢zar, Onetti, Di Benetto, Moyano, Paz, Borges¡) una historia personal que ¨¦l vivi¨® como si estuviera bebiendo una larga bebida estupenda. Esa pared, ordenada al mil¨ªmetro, era la expresi¨®n de su historia, y en ese momento era el n¨²cleo de su felicidad. Como si me dijera, ante estos libros ajenos, y tambi¨¦n ante los suyos, ordenados hasta en los sitios m¨¢s inveros¨ªmiles de la casa de Alenza, esta es mi vida y esto lo he hecho yo. Ese d¨ªa en que lo vi por ¨²ltima vez era hacia la una, no era tiempo de vino ni de otra cosa que de palabras, as¨ª que bebimos agua y estuvimos repasando, sentados donde alguna vez, lo dijo, Cort¨¢zar hizo m¨²sica con ¨¦l, u Onetti se ri¨® como sol¨ªa, esa vida y tambi¨¦n sus incertidumbres de entonces.
?l estaba preocupado por la salud de los pr¨®ximos, no por la suya, de que esa le acechara creo que entonces no ten¨ªa ni idea; su pelo era el de siempre, blanco y ensortijado, y hablaba delicadamente hasta para decir lo menos grave de una conversaci¨®n, como si le quedara de la poes¨ªa el gusto por decir la palabra justa. Luego me escribi¨®, me llam¨®, esperaba que el final del verano nos encontrara m¨¢s felices. En aquel instante, cuando me llev¨® hasta la puerta, a mi me parec¨ªa que su felicidad era esa pared por la que caminaba tocando los libros como quien rasguea la vida.
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