Regreso a Salterlandia
Lo primero que se advierte en la obra de James Salter es que es un hombre que ha vivido atentamente y cree en la literatura como una forma de atrapar y recuperar la vida: ¡°Solo las cosas conservadas por escrito¡±, dice, ¡°tienen alguna posibilidad de ser reales¡±. La solapa de Todo lo que hay, su nueva novela (Salamandra, traducci¨®n de Eduardo Jord¨¢) nos informa de que tiene 89 a?os, o sea que todav¨ªa hay esperanza: los que nos dedicamos a esto quiz¨¢s podamos escribir as¨ª alg¨²n d¨ªa. Su estilo es ahora menos l¨ªrico, menos ext¨¢tico que en la preciosa A?os luz. Ha ganado ligereza sin perder precisi¨®n ni profundidad: se nota que entre una y otra est¨¢ la destilaci¨®n extrema de los grandes cuentos de La ¨²ltima noche.
Todo lo que hay avanza como un r¨ªo ancho y majestuoso. Reconoces ese curso, su placidez, su densidad de miel oscura. Sus destellos: ¡°Tardes incandescentes en Espa?a, con las persianas cerradas y una cuchilla de sol ardiendo en la penumbra¡±. De nuevo, una sensaci¨®n de plenitud, de querer volver al libro cada noche como quien vuelve a casa.
Me gusta que los cap¨ªtulos cambien de forma. El cap¨ªtulo casi documental de la guerra en el Pac¨ªfico, que abre la novela. El cap¨ªtulo sobre Vivian, con el erotismo fulminante de Juego y distracci¨®n: ¡°No se lo quit¨® todo, solo los zapatos, las medias y la falda. No se atrev¨ªa a m¨¢s. Se besaron, hablaban entre murmullos. Cuando resbalaron las bragas blancas, un blanco que parec¨ªa sagrado, ¨¦l apenas respiraba¡±. El cap¨ªtulo sobre el fin de semana en la casa de Liz Bohannon, durante la nevada, que recuerda un cruce entre un cuento de Chejov y La regla del juego de Jean Renoir.
Me gusta que la c¨¢mara vaya pasando de unos a otros y ampliando su foco; que de repente abandone al protagonista para seguir al editor Eddins y su romance con Dena. Me gustan los cap¨ªtulos en los que apenas hay acci¨®n: Azul empieza con una avispa, sigue con una tormenta el¨¦ctrica, salta a la ciudad, Eddins y Bowman hablan en un restaurante, han envejecido, y luego Bowman sale, solo, al ¡°fracasado crep¨²sculo de Nueva York¡±, como dir¨ªa Capote, y pasea por Madison Avenue y vuelve a un bar de su juventud. Hay algo del Fr¨¦deric Moreau de La educaci¨®n sentimental en el perfil de Bowman, y algo de Newland Archer, el protagonista de La edad de la inocencia, de Edith Wharton. Un hombre educado, apasionado, enamorado de su trabajo, pero que no logra encontrar el verdadero amor (Y me gusta que Salter se arriesgue, hacia el final, a que le rechacemos moralmente). Me gustan los di¨¢logos, tan cercanos al ¨²ltimo Hemingway de M¨¢s all¨¢ del r¨ªo y entre los ¨¢rboles e Islas en el golfo. El patr¨®n de otros cap¨ªtulos, casi relatos, recuerdan, en cambio, al mejor Fitzgerald: la portentosa obertura de La se?ora Armour tiene la irremediable desesperanza de Otra visita a Babilonia. Vuelven los estallidos de vida y de tristeza furiosa. El dolor con el freno de la dignidad como ¨²ltimo puerto: ¡°No dejes que me convierta en un borracho¡±, dice un personaje que ha sufrido una terrible p¨¦rdida. La narraci¨®n anterior de esa tragedia (la calma enga?osa, la dosificaci¨®n de la amenaza, el mazazo que te hiela la nuca) deber¨ªa ense?arse en las escuelas de escritura. Como el libro entero.
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