Llave
?Ser¨¢ el arte lo ¨²nico que nos resta para escrutar el misterio de nuestro ser, nuestra ¨²ltima oportunidad de mantener viva la interrogaci¨®n en un mundo que solo admite respuestas?
Tras unos treinta a?os de casados, un maduro matrimonio japon¨¦s ¡ª¨¦l por los 55 a?os y ella por los 45¡ª decide franquearse mutuamente, en lo que concierne a sus respectivos gustos er¨®ticos, a trav¨¦s del tortuoso procedimiento de escribir sendos diarios como si se tratara de secretos desahogos ¨ªntimos puestos a buen recaudo, aunque con la aviesa intenci¨®n de que el otro fraudulentamente los lea y as¨ª se informe de lo que el pudor ha dejado velado en directo. ?sta es, en principio, la trama de la novela del escritor Junichir? Tanizaki (1886-1965) titulada La llave (Siruela), que, como era de esperar, encierra otros aspectos inconfesables, porque el sexo humano suele expresar m¨¢s de lo que aparenta, como el erosivo paso del tiempo, la ansiedad ante el atisbo de la muerte y la indeclinable conciencia de la soledad. En realidad, el m¨®vil del marido, un intelectual, y quien toma la iniciativa en este asunto, es simult¨¢neamente avivar su propio apetito sexual y el de su m¨¢s joven esposa, a la que considera adem¨¢s soterradamente insaciable. De esta manera, entran ambos en una din¨¢mica imparable de excitantes revelaciones a escondidas, en las que la imaginaci¨®n desempe?a un papel crucial, y que les lleva a paroxismos er¨®ticos como por casualidad, pero que ponen al f¨ªsicamente m¨¢s d¨¦bil marido al borde de la muerte. Maravillosamente trenzada la intriga, que atrapa al lector de principio a fin, no es preciso revelar m¨¢s sus enredos, ni el talante melanc¨®lico que subyace a todo el relato, cada uno de cuyos misterios sucesivamente desvelados muestra otro m¨¢s oculto y profundo.
Sacando punta a la cuesti¨®n del encerrar para mejor proclamar lo oculto, no se puede dejar de pensar en la pat¨¦tica necesidad contempor¨¢nea de intimidad, que ha crecido en relaci¨®n directa con la publicidad que rodea a todo cuanto hacemos e incluso a lo que pasa por nuestra mente de sonrojante, para la que no hay cerrojo, llave o encriptaci¨®n que valga, porque nos va la vida precisamente en dejar entrever lo inconfesable. No en balde esta equ¨ªvoca paradoja muele nuestra existencia mortal, a la vez, ¨¢vida de saber y no saber.
Hay un maravilloso cuadro de Jean-Honor¨¦ Fragonard (1732-1806), artista libertino de la misma estirpe que Tanizaki, titulado Le verrou (El pestillo), en el que un joven introducido subrepticiamente en la alcoba de su amada, no se sabe si intenta abrir o cerrar el pestillo que all¨ª los encierra al resguardo, dejando como en ascuas la historia de si lo hace para culminar su prohibido anhelo o, por el contrario, si trata de escapar una vez saciado el mismo. Se trata, as¨ª, pues, de un buen ejemplo de la ambig¨¹edad que nos corroe por dentro y por fuera, y, a la postre, de nuestra radical indecisi¨®n, raz¨®n de ser, por otra parte, de nuestra complejidad y riqueza.
?Ser¨¢ entonces hoy el arte lo ¨²nico que nos resta para escrutar el misterio de nuestro ser, nuestra ¨²ltima oportunidad de mantener viva la llama de la interrogaci¨®n en un mundo que solo admite respuestas, que obviamente son tales mediante un programa? En cualquier caso, la raz¨®n de ser del arte, mientras dure, es hurgar entre lo insoportable, el env¨¦s de lo que llamamos, con insufrible paciencia, ¡°pol¨ªticamente correcto¡±.
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