Una historia antigua
En el coraz¨®n de cualquier relato est¨¢ el misterio de lo que no llega a decirse
Nos contamos historias a nosotros mismos para seguir viviendo¡±. Me acord¨¦ de esas palabras de Joan Didion conversando con una mujer que probablemente hab¨ªa le¨ªdo muy poco o nada y que sin embargo era una excelente narradora y hablaba un espa?ol empapado de literatura: de novelas sentimentales, de boleros, de telenovelas. Es una mujer de casi sesenta a?os que no ha tenido mucha suerte en su vida, pero que la cuenta con esa extraordinaria desenvoltura narrativa del habla colombiana, en la que nunca falta el humorismo, y en la que la guasa amortigua o endulza hasta lo m¨¢s cruel. Emigr¨® a Nueva York cuando era muy joven. Tuvo un hijo con un hombre que desapareci¨® en seguida. Con la esperanza de poder pagarse los estudios de Medicina, su hijo se alist¨® en el ej¨¦rcito cuando empezaba la invasi¨®n de Irak. Lo enviaron all¨ª, y ella dice que le rezaba todos los d¨ªas al Se?or pidi¨¦ndole que se lo devolviera vivo y entero. ¡°Dios m¨ªo, no me lo devuelvas quemado, o sin piernas, eso no¡±. Hablaba con ¨¦l de vez en cuando por Skype y lo notaba trastornado por dentro, horrorizado de lo que ve¨ªa. ¡°Mam¨¢, esto es el infierno¡±. Ten¨ªa 22 a?os y se hab¨ªa casado un poco antes de viajar a Irak, ¡°con una gringuita rubia, linda, con los ojos azules¡±. El hijo la llam¨® cuando ya solo le quedaba una semana en la zona de guerra. Uno o dos d¨ªas despu¨¦s de hablar con ella, el blindado en el que viajaba rebot¨® sobre una mina y murieron ¨¦l y sus tres compa?eros de patrulla.
¡®La Odisea¡¯ irrumpe por primera vez en la imaginaci¨®n de alguien, no como una obra solemne, sino como una f¨¢bula
A?os despu¨¦s de perder a su hijo, ella sigue extraviada en el mundo, en una rara viudedad que no le impide te?irse el pelo, arreglarse, vestirse con colores claros y oros, con una casi exuberancia muy habitual en esta zona entre colombiana e indost¨¢nica donde vive, Jackson Heights, en Queens. Ten¨ªa dolores muy fuertes de espalda y le dieron el disability, como ella dice, de modo que pudo jubilarse y cobra una pensi¨®n. Pasa temporadas largas en Colombia, en la ciudad querida de su origen, Pereira. A la entrada de su apartamento hay una estanter¨ªa baja en la que se alinean ordenadamente zapatillas caseras, calzado de deporte, tacones. En medio del calzado femenino hay unos zapatos grandes masculinos que fueron de su hijo. Para seguir viviendo, esta mujer cuenta lo buen chico que fue siempre, lo estudioso en la escuela, siempre alejado de las malas compa?¨ªas del barrio, resuelto a llegar a ser un buen m¨¦dico.
Pero no quiere dar por terminada su vida. Sue?a, dice, con encontrar a un hombre que la quiera de verdad, que le hable con dulzura al o¨ªdo y, si hace falta, le cuente mentiras bonitas. ¡°?No es eso lo que nos gusta a las mujeres?¡±, dice medio en broma, entre la guasa y la melancol¨ªa, ¡°?que nos cuenten mentiras?¡±. Y entonces, ya empapada sin saberlo de literatura, nos cuenta que de joven vivi¨® un gran amor, un verdadero amor, no con el padre de su hijo, sino antes, una vez que se fue a Espa?a con todos sus ahorros para buscar trabajo. ?l era de Barcelona, pero se conocieron en Canarias. ¡°Recorrimos en su carro las siete islas, una por una¡±. Terminaban de visitar una isla y embarcaban el coche para explorar la pr¨®xima. Buenos hoteles, restaurantes. Luego viajaron por toda la Pen¨ªnsula, durante un a?o entero. Dice el nombre y los dos apellidos, complicados y prometedores como los de un gal¨¢n de telenovela. En vez de buscar trabajo, gast¨® con ¨¦l todos sus ahorros, en plena felicidad, yendo a todas partes, comiendo y bebiendo muy bien, a veces demasiado, porque los espa?oles toman vino con todas las comidas, y adem¨¢s usan mucho el ajo, de modo que a ella le parec¨ªa a veces que le ol¨ªa un poco a ajo el sudor.
¡°?No es eso lo que nos gusta a las mujeres?¡±, dice medio en broma, ¡°?que nos cuenten mentiras?¡±
Volvi¨® a Colombia enamorada y en quiebra. Hab¨ªan planeado seguir vi¨¦ndose, pero hab¨ªa demasiada distancia. ¡°Y entonces no era como ahora, no hab¨ªa celulares, nada m¨¢s que cartas, que tardaban tanto, y una llamada de tel¨¦fono costaba car¨ªsima¡±. Al hablar de ¨¦l siempre dice su nombre y sus dos apellidos, como para confirmar la realidad administrativa de su existencia. Dice que sigue so?ando con ¨¦l. Sue?a con ¨¦l como era entonces, exactamente as¨ª. No lo sabe imaginar gordo, mayor, calvo, con el pelo blanco. Sue?a que vuelven a encontrarse. Pero se queda pensativa y dice que ha pasado tanto tiempo que si lo viera quiz¨¢ no lo reconocer¨ªa. Su hermana, muy acostumbrada a sus historias, la mira con iron¨ªa y le dice: ¡°Eres una Pen¨¦lope¡±.
Pero ella no ha escuchado nunca ese nombre y no conoce la historia. Me veo cumpliendo la singular tarea narrativa de contar la espera de Pen¨¦lope y el regreso de Ulises a ?taca a una persona que la est¨¢ escuchando por primera vez, y que me mira con una expresi¨®n muy atenta, con la curiosidad pura de saber qu¨¦ sucede a continuaci¨®n, asombrada y conmovida por la obstinaci¨®n de los dos esposos a lo largo de 20 a?os, Ulises sobreviviendo a aventuras y naufragios, Pen¨¦lope destejiendo de noche lo que ha tejido de d¨ªa para prolongar la espera, el perro viejo y ciego que reconoce antes que nadie a su amo. La Odisea est¨¢ irrumpiendo por primera vez en la imaginaci¨®n de alguien, no como una obra literaria solemne, sino como una f¨¢bula, una m¨¢s entre los relatos que nos contamos los unos a los otros a diario, o que nos contamos en silencio a nosotros mismos, fantaseando, mintiendo. Pero lo prodigioso y lejano resulta de inmediato familiar: hay un hijo que abandona muy joven la casa en la que se crio sin la presencia de un padre; hay un soldado que est¨¢ punto de no volver de una guerra que no parec¨ªa terminar nunca; hay un hombre y una mujer que se encuentran despu¨¦s de haberse esperado y recordado tanto y ahora no se reconocen, porque han pasado 20 a?os. Para estar segura de que el reci¨¦n llegado es Ulises, Pen¨¦lope lo pone a prueba. Hay una sola cosa ¨ªntima que solo ¨¦l puede saber. El reconocimiento indudable sucede en el secreto de la c¨¢mara nupcial. En la pesadumbre del relato surge un indicio de picard¨ªa que a nuestra interlocutora le hace sonre¨ªr, porque ni la soledad ni el luto le han apagado una cr¨¦dula expectaci¨®n de los placeres de la vida. Se pregunta qu¨¦ prueba podr¨ªa ponerle ella a su amante espa?ol si volviera a encontrarse con ¨¦l, si lo mirara y no estuviera segura de reconocerlo, al cabo de una ausencia m¨¢s larga ya que la de Ulises. Y comprende instintivamente que en el coraz¨®n de cualquier historia est¨¢ el misterio de lo que no llega a decirse.
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