Llega la hora de leer sin reloj
En verano somos m¨¢s indulgentes, menos atentos. Es la hora de leer sin reloj
Las lecturas de verano son diferentes de las lecturas de invierno, como las de d¨ªa lo son de las que hacemos por la noche. Algo en el aire y la luz que nos rodea afecta al texto y su comprehensi¨®n, y todo lector sabe que no es lo mismo leer una novela que nos deleita tendido en el pasto, al sol, que leerla acurrucado bajo una manta en la penumbra de un cuarto invernal. En verano, la relaci¨®n con un libro se hace ¨ªntima, t¨¢ctil, cari?osa, las p¨¢ginas se contagian de la humedad de los dedos, adquieren el olor de un cuerpo, la textura de la piel humana. En cambio, bajo un cielo gris, un lector es m¨¢s severo, recatado: la lectura se hace lenta, respetuosa, reflexiva. Hasta la mala literatura cambia con las estaciones: en verano, somos m¨¢s indulgentes, menos atentos, y, mientras que en invierno nos mostrar¨ªamos implacables con un libro que comienza ¡°Jacques Sauni¨¨re, el famoso conservador, caminaba con dificultad por los pasillos del Museo del Louvre¡±, embobados por el calor y contentos como lagartos, continuamos leyendo, demasiado let¨¢rgicos para detenernos en las asombrosas faltas gramaticales y en las imbecilidades de la historia.
Poco sabemos de las lecturas estivales de nuestros antepasados. Una tarde de verano, S¨®crates propuso a Fedro que fueran a sentarse a la sombra de un pl¨¢tano donde el joven le leer¨ªa el discurso de un tal Licio, del que Fedro hab¨ªa hablado con entusiasmo, pero quiz¨¢s esa lectura singular no sea un ejemplo fidedigno de las preferencias veraniegas del fil¨®sofo. Tres siglos m¨¢s tarde, Cicer¨®n le escribe a su amigo ?tico que, aunque ¨¦ste encuentre un amante por m¨¢s apasionado que aquel sea, no le prometa su biblioteca, puesto que est¨¢ destinada a nadie m¨¢s que al mismo Cicer¨®n. Por ¡°biblioteca¡±, dicen los clasicistas, Cicer¨®n entend¨ªa ¡°colecci¨®n de obras griegas¡± que el escritor romano leer¨ªa durante los veranos, en su proyectado retiro en su villa del Lacio.
A pesar de que los ricos romanos ten¨ªan villas estivales y los emperadores chinos palacios de verano, el concepto de un periodo de ocio en los meses de calor no se oficializ¨® hasta el siglo XIX. Hasta entonces, s¨®lo la aristocracia pasaba una parte del a?o (la m¨¢s fr¨ªa) en la ciudad y otra parte (la t¨®rrida) en el campo. Pero despu¨¦s de las transformaciones sociales que siguieron a la Revoluci¨®n Francesa, la burgues¨ªa empez¨® a imitar las costumbres de los arist¨®cratas y estableci¨® la moda de la vill¨¨giature, o temporada en las provincias. Cuando en 1936 los obreros franceses obtienen el derecho a vacaciones pagadas se le da un sello oficial a la noci¨®n de reposo y entretenimiento que hoy asociamos con el periodo estival.
Una vez establecido el verano como un momento de ocio y distracci¨®n, ciertas lecturas adquieren una calidad particular, reposada y divertida, y los editores empiezan a lanzar colecciones destinadas a un p¨²blico que busca entretenerse en el tren, en la playa, en la monta?a. Aparecen as¨ª las primeras series de romans de gare en Francia, los precursores de Cor¨ªn Tellado en Espa?a, la pulp fiction en Estados Unidos, las series policiacas en Inglaterra.
Con la nueva literatura estival aparece otra categor¨ªa de lectores: el lector-turista. En el t¨ªtulo de uno de sus libros, Stendhal usa la palabra ¡°turista¡± para diferenciar a los que pod¨ªan pagarse las vacaciones de quienes no pod¨ªan hacerlo. Un contempor¨¢neo de Stendhal, el reverendo padre Francis Kilvert, anot¨® en su diario el 5 de abril de 1870: ¡°De todos los animales nocivos, el m¨¢s nocivo es el turista. Y de todos los turistas, el m¨¢s vulgar, malcriado, ofensivo y repugnante es el turista ingl¨¦s¡±. Sin embargo, fue gracias a esos turistas que una suerte de literatura universal ech¨® precarias ra¨ªces alrededor del mundo. Los maltrechos vol¨²menes que los turistas han dejado detr¨¢s de s¨ª en sus casuales peregrinaciones constituyen una prueba fehaciente de la generosa variedad del placer de la lectura. Yo mismo, en mis demasiados viajes, he encontrado abandonados en playas lejanas y en hoteles, que no merecen ser recordados, libros que hoy reposan, sanos y salvos, en mi biblioteca: El enigma de X, de Ellery Queen; Tren de Estambul, de Graham Greene; Esp¨¦rame en Siberia, vida m¨ªa, de Jardiel Poncela; El jard¨ªn de los Finzi Contini, de Giorgio Bassani; Soy leyenda, de Olaf Stapeldon; Las sandalias del pescador, de Morris West¡, y muchos m¨¢s. No todos son memorables, no todos son queridos, pero todos, sin excepci¨®n, fueron por unos d¨ªas camaradas de alg¨²n lector distra¨ªdo, perdido en un tiempo sin relojes y en un lugar sin mapas que llamamos vacaciones de verano.
Por cierto, los libros de nuestras vacaciones llevan consigo, quiz¨¢s m¨¢s que cualquier otro, trazas de memoria: de amistades perdidas, de juegos extra?os, de adultos que en el recuerdo son inconcebiblemente j¨®venes, de habitaciones que no eran nuestras. Sobre todo, memorias de olores y perfumes: de hierba reci¨¦n cortada, helado de vainilla, loci¨®n a leche coco, aire salado, sudor limpio en s¨¢banas reci¨¦n planchadas, fresas silvestres tibias, cloro, salchichas asadas, zumo de lim¨®n, juguetes de caucho que han estado demasiado tiempo al sol. Y sobre todo, el olor del papel barato de los libros de bolsillo, le¨ªdos al sol y salpicados de agua de mar.
Stendhal usa la palabra ¡°turista¡±
Las lecturas de verano de hoy tienen sus prestigiosos precursores. Como lectura de playa, Robinson Crusoe eligi¨® la Biblia, aunque esa decisi¨®n se debi¨® quiz¨¢s al hecho de que en la biblioteca del nav¨ªo naufragado no hubiera m¨¢s que obras en portugu¨¦s, lengua que, como buen caballero ingl¨¦s, Robinson se enorgullec¨ªa de ignorar. Durante los chubascos del verano japon¨¦s, el joven pr¨ªncipe Genji se deleita leyendo correspondencia femenina, ¡°sobre todo¡±, dice su secretario, ¡°las que fueron escritas en un arrebato de c¨®lera, o durante el crep¨²sculo, esperando ansiosamente el regreso de su amante¡±. En el sofocante verano de La Mancha, cuando era tiempo de siega, los segadores (cuenta el ventero en la primera parte de el Quijote) se reun¨ªan para escuchar leer, ¡°con tanto gusto que nos quita mil canas¡±, novelas de caballer¨ªa como Don Cirongilio de Tracia o Felixmarte de Hircania, obras que el ventero posee y el cura quiere quemar. Para disipar la ¡°melancol¨ªa del est¨ªo¡± de la que sufr¨ªa su pudibunda mujer, Diderot le recomendaba ¡°tres dosis diarias de Gil Blas, una a la ma?ana, otra a la tarde y una ¨²ltima por la noche¡±. Para despu¨¦s del Gil Blas, El diablo cojuelo y El bachiller de Salamanca.
Quiz¨¢s el verano convenga a la lectura porque se presta, no s¨¦ por qu¨¦, a contar cuentos. Muchas de nuestras ficciones m¨¢s conocidas transcurren en verano: Crimen y castigo, de Dostoievski, empieza ¡°una agobiante tarde de principios de julio¡±; la peste amenaza a los novios de Manzoni durante un atroz verano lombardo del siglo diecisiete; en la novela de Oscar Wilde, Lord Henry se encuentra con el apuesto Dorian Gray ¡°cuando una leve brisa estival remov¨ªa las copas de los ¨¢rboles del jard¨ªn¡±; Cien a?os de soledad, de Garc¨ªa M¨¢rquez, se abre en el mes de marzo, a fines de un h¨²medo est¨ªo colombiano; la peque?a Nell y su abuelo escapan de las garras del malvado Quilp a trav¨¦s de la campi?a estival inglesa en El almac¨¦n de curiosidades, de Dickens; el profesor Ashenbach de Thomas Mann persigue la imagen del hermoso efebo por los callejones h¨²medos y sofocantes de Venecia en verano; y en verano tambi¨¦n el joven tuberculoso Hans Castorp llega a la cl¨ªnica de Davos, en lo alto de la Monta?a M¨¢gica; el memorioso Ireneo Funes de Borges sufre su prolongado insomnio durante un caluroso est¨ªo uruguayo; Elizabeth Bennett concede el s¨ª al bello Darcy bajo un sol radiante y brit¨¢nico, dando un final feliz a tanto orgullo y prejuicio; es durante el verano que Poirot investiga los casos Muerte sobre el Nilo, El asesinato de Roger Ackroyd, Maldad bajo el sol, y tantos otros cr¨ªmenes febriles.
Quiz¨¢s el verano convenga a la lectura porque se presta a contar cuentos. Muchas de nuestras ficciones m¨¢s conocidas transcurren en verano
Sin embargo, no todos aprueban de las lecturas estivales. En el verano de 1826, en lugar de vigilar el aserradero de su padre, el adolescente Julien Sorel se pone a leer el Memorial de Santa Elena, de Las Cases. Su padre lo sorprende, lanza el libro al arroyo de un pu?etazo y con otro apuntado a la cabeza de su hijo, lo trata de harag¨¢n y de bestia. A juicio del padre de Julien, en el verano no se lee, se trabaja. No piensa as¨ª la se?ora Bovary. En la modorra de su aldea, Emma pasa sus tardes leyendo a Eug¨¨ne Sue (autor de Los misterios de Par¨ªs), a Balzac y a George Sand, para saber c¨®mo se visten las parisienses y c¨®mo amueblan sus casas. M¨¢s recatada, Do?a Perfecta, en cambio, opina que la lectura ¡°enferma de la cabeza¡± y quiere poner tasa a los doctos vol¨²menes que el joven Jacinto se divierte en consultar en la atm¨®sfera bochornosa de Villahorrenda, para escribir, nos dice Gald¨®s, su Influencia de la mujer en la sociedad cristiana. No conocemos el t¨ªtulo del libro que le¨ªa la hermana de Alicia una cierta tarde dorada de julio a orillas del T¨¢mesis, s¨®lo que no ten¨ªa ni di¨¢logos ni ilustraciones, y (como bien acota Alicia) ¡°?para qu¨¦ sirve un libro sin di¨¢logos ni ilustraciones?¡±. El 16 de junio, en el d¨ªa m¨¢s c¨¦lebre de toda la literatura moderna, Molly Bloom lee en la cama Ruby, orgullo del rey y El ba?o de la ninfa: su autor favorito es Paul de Kock. Las lecturas de verano son generosamente ecl¨¦cticas.
?Qu¨¦ recomendar a un lector para el verano? Los ejemplos precedentes muestran que no hay par¨¢metros. Quiz¨¢s no sean los libros mismos los que poseen calidades propias a una atm¨®sfera estival, o incluso a una atm¨®sfera cualquiera. Somos nosotros, lectores, quienes transformamos el libro seg¨²n nuestras circunstancias y deseos, haciendo de el Quijote o de Viaje al centro de la Tierra un libro de viajes, una cr¨®nica de aventuras, una novela psicol¨®gica, una historia de violencia o de humor. A cada cual su libro de verano, y s¨®lo podemos desear a los lectores que no les toque en suerte el destino de Tony Last, quien, perdido en el eterno verano del Amazonas, como cuenta Evelyn Waugh, es retenido en la jungla por un mulato amoroso de Dickens, quien le obliga a leerle, volumen tras volumen, las obras completas del autor de Oliver Twist, una y otra vez, para siempre.
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