El arte de la ficci¨®n
La literatura recurre a la creaci¨®n pl¨¢stica como tema ante la inundaci¨®n visual que lo anega todo
Nunca real y siempre verdadero¡±. Esta frase de Artaud forma parte de un dibujo y ha quedado hasta hoy como un estandarte. Un manifiesto comprimido sobre el valor del arte como verdad y, al mismo tiempo, sobre la escasa virtud de relacionarlo con la realidad. (O eso que asumimos como tal).
Nunca y siempre. Magnitudes rotundas atravesadas por escalas algo m¨¢s ambiguas, como arte y escritura, verdad y realidad¡
A esta ¨²ltima dimensi¨®n pertenece la ciudad de Kassel. O casi, porque esta certeza tambi¨¦n se desdibuja en un caf¨¦ llamado, precisamente, Artaud. All¨ª, Enrique Vila-Matas se interroga sobre los misterios del arte contempor¨¢neo en alg¨²n pasaje de Kassel no invita a la l¨®gica. La novela, que sigue sus peripecias como artista invitado a la documenta 13, ha sido celebrada en estos d¨ªas como el punto culminante de una cierta normalizaci¨®n del arte en la narrativa. Un corolario que, al menos en t¨¦rminos iberoamericanos, tuvo que esperar lo suyo, pues en ese ¨¢mbito el arte posterior a Picasso casi siempre ha sido tratado como un fen¨®meno m¨¢s extempor¨¢neo que contempor¨¢neo; con manga ancha para el escarnio, la sorna y el menosprecio.
No es la primera vez que Vila-Matas enfoca una historia en ese mundo. Un cuento suyo de 1991 ¡ªMe dicen que diga qui¨¦n soy¡ª ya daba cuenta de Panizo del Valle, un artista multicultural capaz de fusionar sin rubor compromiso y colonialismo, ¨¦xito y cinismo. (El personaje no desentonar¨ªa en un documental de Renzo Martens). Es curioso que este relato haya sido pasado por alto cuando se habla del arte en la ficci¨®n. Sobre todo porque, entre ese cuento de entonces y esta novela reciente, es posible establecer una historia del arte contempor¨¢neo como tema narrativo.
No es, desde luego, el autor barcelon¨¦s el primero ¡ªni el ¨²ltimo¡ª que abarca este asunto, convertido, con el paso del tiempo, en una especie de g¨¦nero literario. All¨¢ lejos, encontramos las obras fundadoras de Oscar Wilde y Henry James, Chesterton o D¡¯Annunzio. Un poco m¨¢s cerca nos quedan Guy Davenport, Aldous Huxley, Marc Saporta. Ya en nuestros d¨ªas, Paul Auster y Don DeLillo, Patrick McGrath y Michael Cunningham, Michel Houellebecq y Gr¨¦goire Bouillier¡
Dona Tartt acaba de ganar el Pulitzer por El jilguero, una novela que tiene su punto de partida en el Museo Metropolitano de Nueva York, justo en el mismo lugar en el que hace m¨¢s de veinte a?os David Markson situ¨® alguna vez al ¨²ltimo ser vivo sobre la tierra en La amante de Wittgenstein.
En Latinoam¨¦rica, podemos citar a Juli¨¢n R¨ªos y Arturo P¨¦rez-Reverte, Ignacio Vidal-Folch y Juan Abreu, ?lvaro Enrigue y Javier Calvo, C¨¦sar Aira y Juli¨¢n Rodr¨ªguez, Agust¨ªn Fern¨¢ndez Mallo y Juan Francisco Ferr¨¦¡ La diversidad de estos autores indica que la presencia del arte en las novelas actuales no responde en exclusiva a un estilo, corriente, aproximaci¨®n o calidad, sino a la irrevocable inundaci¨®n visual que ha anegado todos los ¨¢mbitos, incluida la literatura.
A efectos de la lectura, el name-dropping es m¨¢s nocivo que la injusticia, as¨ª que es mejor detener aqu¨ª la catarata de nombres que, en las dos ¨²ltimas d¨¦cadas, han conseguido engordar esa colecci¨®n imaginaria que no encontraremos en ning¨²n museo, aunque s¨ª en cualquier biblioteca. Un arte que no est¨¢ hecho para el espectador sino para el lector, y que parece explayarse desde la mirada hipercr¨ªtica de anta?o hasta la fascinaci¨®n acr¨ªtica del presente.
Esta colecci¨®n de autor no solo est¨¢ enfocada en los artistas (imaginados o no) o en sus obras (imaginadas o no). Tambi¨¦n cuenta con sus museos ¡ªOrhan Pamuk¡ª, directores ¡ªIgnacio Vidal-Folch¡ª, coleccionistas ¡ªSteve Martin¡ª o proyectos de arte social ¡ªMiguel ?ngel Hern¨¢ndez Navarro¡ª. Incluso dispone de una musa, Sophie Calle, que ha fijado la mirada de Auster, Vila-Matas o Gr¨¦goire Bouillier.
No sobra advertir que los motivos de esa fascinaci¨®n son diversos y, por lo general, beneficiosos tanto para el enriquecimiento de las tramas literarias como para la excavaci¨®n en mecanismos internos del arte, que no siempre resultan visibles. Muchas de estas novelas crecen en un terreno rec¨®ndito que se sit¨²a entre la biograf¨ªa y el curr¨ªculo; un espacio tan inc¨®modo como fruct¨ªfero a la hora de explorar andanzas y motivaciones de los artistas que jam¨¢s encontraremos en los cat¨¢logos.
Si uno quiere saber qu¨¦ hace un artista, basta con visitar galer¨ªas y museos. Pero si uno quiere saber qui¨¦n es ese artista, tal vez deba leer estas novelas. Porque si bien el curr¨ªculo tiende a sublimar los honores, estas piezas narrativas nos acercan a los fracasos, miserias y vaivenes de las trayectorias. El curr¨ªculo, para cumplir sus objetivos, est¨¢ obligado a velar, mientras que la biograf¨ªa, si es honesta, precisa desnudar. Frente a la asepsia profesional del curr¨ªculo, se levantan los vicios y obsesiones, vanidades y rencores, que pueblan esa novela del arte que no ha dejado de inflarse en los ¨²ltimos a?os.
Para saber qu¨¦ hace un artista, basta con ir a galer¨ªas; para saber qui¨¦n es ese artista, tal vez uno deba leer estas novelas
La complejidad biogr¨¢fica no es la ¨²nica clave para comprender el ¨¦xito creciente de esa literatura dedicada al arte. El incremento de una presencia no es suficiente para certificar un subg¨¦nero ni explica con solvencia la contaminaci¨®n que hoy tiene lugar entre estas dos esferas que alguna vez llegaron a tratarse con hostilidad o distancia. Los encuentros recientes nos hablan de un arte y una literatura que se perciben, respectivamente, en una situaci¨®n l¨ªmite, propia de esta era de la imagen en la que la distribuci¨®n de conocimientos rebasa a la escritura y se realiza, cada vez m¨¢s, desde los contenidos visuales. Un momento en que esa escritura ya no puede acaparar en exclusiva la disposici¨®n de nuestro saber, y el arte todav¨ªa no es capaz de suplantarla en esa labor.
De manera que esta promiscuidad, m¨¢s que extravagante, deber¨ªa entenderse como natural, necesaria e inevitable. Si las preocupaciones art¨ªsticas de Wilde o James eran excepcionales en el siglo XIX, las de cualquier escritor del siglo XXI empiezan a funcionar como una regla. (En alg¨²n caso, incluso, como una moda). Y si en el siglo XIX las novelas sobre el arte privilegiaban los tormentos creativos, la vida bohemia, el halo rom¨¢ntico que emanaba desde la condici¨®n de artista, en el siglo XXI el abanico queda amplificado en las posibilidades que ofrecen el documento y el archivo, el proceso art¨ªstico y las estrategias cr¨ªticas, el coleccionismo y el museo, los directores y los curadores, la pol¨ªtica y el dinero, las mutaciones del cuerpo y la presencia de las tecnolog¨ªas. El arte funciona como un concentrado sintom¨¢tico de las relaciones de poder y, al mismo tiempo, de los restos que quedan despu¨¦s de esas relaciones.
?C¨®mo no iba, entonces, a ocupar un espacio nuclear en la literatura?
Ahora bien, si en otros tiempos era suficiente con escribir sobre un fen¨®meno, ahora las mejores novelas son aquellas que nos hablan desde este. Cuando el arte contempor¨¢neo aparece en las narraciones de C¨¦sar Aira, no lo hace solamente como un elemento m¨¢s de la trama que necesita ser descrito a la manera de un paisaje, una acci¨®n, un personaje, sino como un recurso narrativo capaz de sostener la estructura de sus libros. Y cuando Jeff Koons o Damien Hirst asoman en El mapa y el territorio, de Michel Houellebecq, tal vez no sea para enfatizar su protagonismo, sino porque sus nombres funcionan, entre otras cosas, como un veh¨ªculo pertinente para cuestionar, en nuestros d¨ªas, la utilidad del roman ¨¤ clef. En muchos sentidos, la presencia del arte en la novela surte el efecto de una ampliaci¨®n del campo de batalla.
Igual que el arte ha entrado en la literatura, la narrativa se ha instalado en el arte como un campo en el que renovarse
Mediante ese ensanchamiento, la ficci¨®n del arte nos permite abrirnos a otras posibilidades que le han estado negadas, tradicionalmente, a la cr¨ªtica de arte.
Dif¨ªcilmente, las teor¨ªas de Arthur Danto conseguir¨ªan desmenuzar mejor que Steve Martin los ¨²ltimos veinte a?os del mundillo del arte en Nueva York. (Desde el boom de Chelsea hasta el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, pasando por la invasi¨®n japonesa, la eclosi¨®n del arte chino y el derribo de las Torres Gemelas).
No es posible obviar, por otra parte, que la entrada del arte en la literatura alcanza su cl¨ªmax justo en el momento en que este ha perdido su aura. De manera que aquello que alojan la mayor¨ªa de estos libros no es su poder, sino su vulnerabilidad. No es la fuerza del arte, sino la sospecha de su fragilidad, lo que ha multiplicado su presencia en la narrativa.
Si una de las metas del arte, en los ¨²ltimos a?os, consisti¨® en avanzar ¡°m¨¢s all¨¢ de s¨ª mismo¡± ¡ªcosa que Hegel ya estuvo recomendando en sus tiempos¡ª con vistas a extender su encomienda hasta la pol¨ªtica o la acci¨®n directa, uno de sus problemas cr¨®nicos radic¨® en su regreso inevitable al museo, que sigui¨® funcionando como el espacio definitivo de su gratificaci¨®n. La ficci¨®n del arte, en cambio, cuenta con la ventaja de que s¨ª puede sujetarlo ¡ªcomo los dioses de Roberto Calasso atrapaban a la literatura¡ª e impedirle volver, sano y salvo, a su ?taca de siempre.
La ficci¨®n del arte
Para la Bienal de Venecia de 2009, Steve McQueen y Pedro G. Romero concibieron dos obras muy distintas que, de alg¨²n modo, eran complementarias. La de McQueen consist¨ªa en un v¨ªdeo. La de Romero, en un libro. El primero nos invitaba a la ciudad previa al evento. El segundo, a la ciudad posterior. En ambos casos, se establec¨ªa un desplazamiento en el tiempo para conducirnos por una Venecia sin Bienal.
En Giardini, sirvi¨¦ndose de la vida de unos perros callejeros, McQueen lanzaba su recordatorio sobre una ciudad cuya decadencia consegu¨ªa ser aplazada c¨ªclicamente por la propia Bienal durante el verano. En Las correspondencias, Romero proyectaba hacia el futuro un relato, de g¨¦nero epistolar, con el objetivo de construir una comunidad a partir de las cartas cruzadas entre vecinos. Bajo el influjo de Blanchot, Romero insist¨ªa en remover una ciudad que McQueen daba por inamovible. Y si bien este ¨²ltimo necesitaba de toda su autor¨ªa al servicio de su denuncia, en el caso de Romero la obra s¨®lo pod¨ªa llegar a buen puerto si, por el contrario, lograba escap¨¢rsele a su autor.
El hecho de detenerme en estas dos piezas no se debe ¨²nicamente al desasosiego que, en su momento, generaron en m¨ª. Se debe, sobre todo, a lo que evidencian a los efectos de este art¨ªculo: del mismo modo en que se ha producido una implosi¨®n del arte en la literatura, as¨ª tambi¨¦n ha tenido lugar una energ¨ªa centr¨ªfuga que, en direcci¨®n opuesta e incluso m¨¢s all¨¢ de los libros, ha colocado la narrativa en el arte, ofreci¨¦ndole un nuevo campo en el que progresar y renovarse.
Eso, y m¨¢s, es lo que han conseguido desde Bill Viola hasta Lars Arrhenius, pasando por Doug Atkins, Joan Fontcuberta, Francesc Ruiz, Marina Abramovich, Val¨¦rie Mr¨¦jen, Stan Douglas o Chris Cunningham¡
Y algo de eso es lo que ha buscado, en las ¨²ltimas d¨¦cadas, la llamada literatura expandida, que sublima la condici¨®n espectacular de la escritura y su faceta gregaria, su conexi¨®n con las nuevas tecnolog¨ªas y su performance, su v¨ªnculo con la cultura pop, la televisi¨®n o las redes sociales y el lado exhibicionista del autor.
Desde luego, la literatura expandida no es, en sentido estricto, arte (su h¨¢bitat se acomoda en un terreno mixto cruzado por el teatro y el cine, el videoclip y la performance, el Spoken word y la publicidad, el graffiti e Internet). Pero lo cierto es que s¨ª se emplaza en un territorio previamente conquistado por el arte. Si alguna duda quedara sobre esto, basta con revisar el origen del propio concepto que la nombra, deudor de Rosalind Krauss y su ensayo de 1979 ¡ªLa escultura en el campo expandido¡ª en el que discern¨ªa sobre la escultura minimalista y c¨®mo esta se hab¨ªa saltado los espacios tradicionales de exposici¨®n para ir al encuentro de territorios abiertos, como la misma naturaleza, alejados del White Cube. (Esa conexi¨®n queda apuntalada por la relaci¨®n entre Agust¨ªn Fern¨¢ndez Mallo ¡ªcabeza visible de esta corriente en Espa?a¡ª y el escultor Robert Smithson, uno de los artistas cruciales para el texto de Krauss).
La literatura expandida re¨²ne, pues, malestar y renuncia; cr¨ªtica al statu quo del sistema literario y prop¨®sito para alojar las labores narrativas en otros soportes; apuesta por traspasar las fronteras gen¨¦ricas e intenci¨®n de disolverlas.
Es importante recordar que nada de esto resulta del todo in¨¦dito. (Tan s¨®lo en la poes¨ªa catalana es, pr¨¢cticamente, un rito de paso que va de Joan Brossa a Enric Casasses, pasando por Carles Hac Mor o Accidents Polipo¨¨tics). Hay que admitir, adem¨¢s, que el revuelo alrededor de la reciente literatura expandida ha sido mayor en el mundo tradicional de la narrativa que en los territorios hacia los que intenta desplazarla. Como en una inversi¨®n del efecto mariposa, su aleteo ha sido considerable en el punto de partida, pero ha provocado un escaso temblor en el punto de llegada, donde se encuentra con una tradici¨®n narrativa ya establecida que tiene sus propias reglas, su aparato cr¨ªtico, sus fronteras, su escala de autoridad, su repertorio de vanidades, su propia crisis. (Desde el punto de vista art¨ªstico, el pulso entre un booktrailer rudimentario y una narraci¨®n a seis pantallas de Doug Atkins puede resultar descorazonador).
?Quiere esto decir que las cr¨ªticas de la literatura expandida son innecesarias o exageradas? Desde luego que no. S¨®lo que en un mundo donde la sobredosis visual resulta asfixiante, quiz¨¢ valga la pena revisar las proporciones de las mezclas y preguntarse si es, precisamente, un incremento de im¨¢genes lo que necesitamos para salir del impasse en el que estamos varados.
Acaso, lo que apremia al arte contempor¨¢neo no es una multiplicaci¨®n de las im¨¢genes, sino de las palabras. Sobre todo aquellas que, ante la cascada visual, sean capaces de arraigar alg¨²n imaginario. Es ah¨ª, quiz¨¢, donde la expansi¨®n literaria consiga ser m¨¢s fecunda y descubra que la clave de su impronta no est¨¢ en que sus autores se parezcan a un artista, sino que se comporten, precisamente, como un escritor. Y esto, con todas las variantes, y todos los matices, que les haya deparado el siglo XXI.
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