Sobre paseos y paseantes
La precariedad de un oficio como la literatura est¨¢ afectando de manera grave a los escritores
Verano (¡°viol¨ªn rojo?/?nube clara,?/?un zumbido?/?de sierra?/?o de cigarra?/?te precede¡±, as¨ª lo caracterizaba Neruda en una de sus m¨¢s vibrantes Odas elementales): tiempo para la calma, para la pereza, al menos seg¨²n se empe?a el imaginario colectivo. Tiempo tambi¨¦n para (re)descubrir la ciudad: para pasearla. Como nos recuerda Carl Honor¨¦ (el autor del Elogio de la lentitud, RBA) en su pr¨®logo al brev¨ªsimo Manual del buen paseante (Kalandraka), del ilustrador Raimon Juventeny, a diferencia de las ciudades norteamericanas, donde todo el mundo va a todas partes en coche, las ciudades europeas son anteriores a la era del autom¨®vil, por lo que est¨¢n dise?adas a escala humana, a escala del viandante. Bien es verdad que aqu¨ª tambi¨¦n se est¨¢ perdiendo el arte de pasear. Casi nadie lo hace ya por mero placer: el fl?neur, ese observador impenitente y curioso de la modernidad ¡ªdescrito por Baudelaire y perfeccionado por Hessel y Benjamin¡ª se ha convertido en un raro, a menos que se trate de un jubilado, a quien se le tolera el paseo despreocupado como premio de consolaci¨®n a una vida laboral extinguida. El ¨¦xodo veraniego, que despuebla la ciudad como la purga lo hace con el intestino doliente, deber¨ªa invitar al paseo, a recorrer con parsimonia ¨¢mbitos que la premura o la rutina a menudo nos esconden. Pasear puede hacerse solo o (bien) acompa?ado, pero siempre receptivos al encuentro fortuito con otros paseantes igualmente curiosos, como aquel Apolodoro que, de camino a Atenas desde su casa portuaria de Falero, es abordado por su amigo Glauc¨®n, deseoso de informarse de qu¨¦ se dijo acerca del amor en la m¨¢s c¨¦lebre (y todav¨ªa emocionante) sobremesa de la historia de la filosof¨ªa occidental. A pasear pensando con flotante atenci¨®n en lo que vemos (el mundo), abiertos siempre a todas las sugerencias de la calle, a los m¨¢s leves sobresaltos de la conciencia, invita tambi¨¦n Montaigne, uno de esos cl¨¢sicos cuya obra, a la vez fluida y lenta, es lectura ideal para los atardeceres perezosos del verano, cuando sopla la brisa suave que alivia al paseante y al lector pero s¨®lo puede estremecer al tr¨¦bol. Antoine Compagnon, que prolog¨® la edici¨®n (1595) m¨¢s fiable de los Ensayos (Acantilado, 2007) y sabe sacar partido a sus habilidades como comunicador, ha reciclado sus populares charlas radiof¨®nicas veraniegas sobre la obra del pensador en Un verano con Montaigne (Paid¨®s), un libro que en Francia se encaram¨® en las listas de m¨¢s vendidos de no-ficci¨®n. La f¨®rmula es sencilla: 40 cap¨ªtulos de menos de tres p¨¢ginas en los que, a partir de uno o dos p¨¢rrafos extra¨ªdos de los Essais, se glosan otros tantos asuntos desarrollados por el maestro, siempre orientados a lo que se ha dado en llamar el ¡°arte de vivir¡±. En todo caso, lo de Compagnon resulta algo mucho m¨¢s leve, para entendernos, que lo que ya hab¨ªa hecho Sarah Bakewell en un ensayo tambi¨¦n muy legible, pero de mucha mayor enjundia, que en castellano recibi¨® el prolijo t¨ªtulo de C¨®mo vivir o una vida con Montaigne en una pregunta y veinte intentos de respuesta (Ariel, 2011). Por lo dem¨¢s, para lectores ultraperezosos, Taurus ha publicado De la amistad, un peque?o volumen que re¨²ne una selecci¨®n de textos provenientes de los Ensayosen los que se incluye, entre otros, el estupendo ¡®De los libros¡¯, dedicado a esos objetos cuya frecuentaci¨®n el maestro franc¨¦s pon¨ªa por delante de las otras dos relaciones m¨¢s importantes de su vida: las ¡°mujeres bellas y honestas¡± y las ¡°amistades raras y exquisitas¡±. Y recuerden que, como afirma el ya citado Juventeny en uno de los veinte consejos ilustrados de su librito, ¡°el buen paseante disfruta mirando la forma de las nubes¡±. Quiz¨¢s, al fin, ese paseante urbano y veraniego que podr¨ªamos ser usted o yo no sea m¨¢s que otro avatar de aquel enigm¨¢tico extranjero que se apasiona por ¡°las nubes que pasan all¨¢ abajo, las maravillosas nubes¡±, por poner punto final con Baudelaire.?
Griego
Hay otros paseos asociados a muy diferentes contemplaciones y lecturas. Acercarse, por ejemplo, al Museo del Prado a una hora intempestiva ¡ªcuando los turistas a¨²n no han adoptado su condici¨®n de horda y cada uno duerme la plomiza siesta de sobremesas arroceras menos apasionantes y plat¨®nicas¡ª para comprobar en la exposici¨®n El Greco y la pintura moderna la sugesti¨®n hipn¨®tica que la obra del cretense ejerci¨® sobre algunos de los pilares de la modernidad. Y, a¨²n m¨¢s: para poder contemplar en vivo esos prodigios de color, luz y temperatura que son el Laocoonte de la National Gallery (Washington) o La visi¨®n de San Juan del Metropolitan (Nueva York), dos obras maestras que podr¨ªan haber inspirado el entusiasmo pict¨®rico de Alberti: ¡°Aqu¨ª, el barro ascendiendo a v¨¦rtice de llama,?/?la luz hecha salmuera,?/?la lava del esp¨ªritu candente¡±. En cuanto a las novelas que tuvieron al gran pintor de Toledo como personaje, no hab¨ªa le¨ªdo nada interesante desde aquella olvidada El griego (Planeta, 1985), de Jes¨²s Fern¨¢ndez Santos, hasta que cay¨® en mis manos la estupenda El poeta y el pintor (Alfabia), de Ana Rodr¨ªguez Fischer. La historia se centra, en realidad, en G¨®ngora y en un conjeturable encuentro del poeta con El Greco ¡ªya cercano a su muerte¡ª en el Toledo del XVII. Pero no se trata ¡ªpara nada¡ª de una narraci¨®n hist¨®rica, sino m¨¢s bien de una fluida y breve novela de ideas ¡ªy de confrontaciones est¨¦ticas¡ª perfectamente organizada y escrita con primorosa fluidez y sentido de la visualizaci¨®n, y tras la que se adivina un concienzudo y largo trabajo de investigaci¨®n, composici¨®n y poda.?
Pobres
Existe otra clase de paseos. Los de los desempleados o de los que, sin estarlo, no tienen otras posibilidades de esparcimiento. El de la mayor¨ªa de los escritores, por ejemplo, a quienes la crisis ha aproximado a¨²n m¨¢s a la temida precariedad de un oficio donde, a menos que se sea una estrella literaria o un buf¨®n de los medios, las compensaciones son escasas y m¨¢s bien espirituales. De los de aqu¨ª no dispongo de m¨¢s datos que los que proporciona la observaci¨®n emp¨ªrica, pero es evidente que el grueso de los escritores espa?oles cada vez gana menos y se subemplea m¨¢s, entre otras cosas porque los ¡°bolos¡± que completaban tradicionalmente sus exiguos ingresos se han volatilizado o se pagan a precio de material de derribo. Quiz¨¢s den una idea aproximada de la situaci¨®n las cifras que llegan de Reino Unido. Seg¨²n un estudio de ALCS (Authors Licensing & Collection Society), en 2013 el ingreso medio anual de un escritor profesional fue de 11.000 libras brutas (unos 13.800 euros), un 29% menos que en 2005. Una cantidad bastante alejada, en todo caso, de las 16.850 libras necesarias para alcanzar lo que en Reino Unido se considera un ingreso individual ¡°adecuado¡± (minimum income standard). Lo cierto es que los escritores, aut¨¦ntica piedra angular de la cadena del libro y origen y fundamento de todo el negocio, cada vez obtienen un pedazo m¨¢s peque?o del gran pastel de la edici¨®n. Y es que, al parecer, a¨²n hay gente que cree que la literatura de un pa¨ªs la hacen s¨®lo los autores que se forran.
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