La paella como relato
Borrosos recuerdos de infancia y adolescencia en uno de los grandes manjares de dioses
El arroz en paella con caracoles de luna llena y conejo joven que preparaba mi abuela en el huerto de Rafelbu?ol se citaba como uno de esos guisos extraordinarios que no admiten r¨¦plica. En un territorio en el que se cuentan por muchos centenares los ciudadanos que aseguran cocinar no solo la mejor paella sino la ¡°aut¨¦ntica¡± paella, la excelencia de aquel arroz merece una rememoraci¨®n, aunque los a?os transcurridos y mi flaca memoria olviden algunos detalles de recetario. En realidad m¨¢s que una receta es un relato. Que comienza con el componente esencial seg¨²n se dec¨ªa: los caracoles de luna llena.
El sol, las lunas, los vientos, la lluvia, la falta de lluvia, el roc¨ªo con niebla y las temibles heladas, las tormentas... era la naturaleza, nada se pod¨ªa hacer. S¨®lo el agua de las acequias respond¨ªa a un plan. Regar, empapar la tierra de los surcos sin anegar los caballetes, nutrir las ra¨ªces sin exceso, calmar la sed para que el sol y la luna pudieran luego completar el ciclo de la vida vegetal.
En la cultura de la huerta valenciana de los a?os 50 no hab¨ªa adolescentes. O eras un cr¨ªo o eras un mozo. Cuando mi abuelo me entreg¨® mi azada para trabajar con el barro de riego de la noche de luna llena supe que hab¨ªa cruzado la frontera. Calzados con abarcas, unas sandalias que hac¨ªan ellos mismos con llantas de autom¨®vil, pantalones arremangados hasta la rodilla, iluminados por la luz blanca de la luna que casi no arrojaba sombras, abriendo canales entre el barro, cerr¨¢ndolos para que el caudal anegase otra parcela, corrigiendo derrumbes, la sensualidad gozosa del chapoteo en la arcilla.
Tras toda la noche faenando me sentaba exhausto en una mecedora del porche de la casa. Sab¨ªa que mi abuelo me tocar¨ªa en el hombro a primera hora y me dir¨ªa: ¡°Chiquet, ahora los caracoles¡±.
Amanec¨ªa con una suave luz anaranjada que pronto se volv¨ªa roja alrededor del sol. Ten¨ªa que apresurarme: con el roc¨ªo y el agua de la noche los m¨¢s espl¨¦ndidos caracoles que recuerdo se ofrec¨ªan, los cuernos erguidos, en las hojas de las coles, en los troncos de los limoneros, sobre la alfalfa brillante. Ten¨ªa la misi¨®n de seleccionar los mejores, e irlos colocando en una especie de cedazos con malla de algod¨®n, sin amontonarse, boca arriba, como en una caja de bombones. Durante las siguientes 48 horas deb¨ªa mantenerlos h¨²medos con una regadera de agua y algarrobas. La jornada siguiente a la noche del riego era de descanso pero a la otra todos sab¨ªan que mi abuela cocinar¨ªa el arroz con caracoles y conejo. Una gran celebraci¨®n.
La cocina de Mas Roig era el espacio m¨¢s grande de la casa, con altos techos abovedados, una poderosa mesa de roble en la que los aparceros dejaban hortalizas, los huevos y frutas a primera hora, el mont¨®n de harina que luego amasaban para hacer el pan, directamente sobre la madera cortaban las verduras y troceaban los pollastres, o conejos o patos para el almuerzo. Pero la presencia m¨¢s imponente era la de un gran horno ¨¢rabe con la mitad de su c¨²pula en el exterior.
El arroz de mi abuela era uno de esos guisos que no admiten r¨¦plica
La preparaci¨®n del esperado arroz con conejo y caracoles de luna llena comenzaba la tarde anterior, con los conejos despellejados y abiertos en el centro sazonados con sal, tomillo y laurel, directamente sobre el m¨¢rmol en el que reposaban toda la noche, al aire libre, una especie de bodeg¨®n elemental que ahora me recuerda a las pinturas de Soutine. Los caracoles segu¨ªan en sus cedazos, depur¨¢ndose con la ducha de mi regadera.
A primera hora de la ma?ana se activaba el fuego bajo el horno, mi abuela comenzaba haciendo el pan, met¨ªa sus fibrosas manos en la masa para darle un ¨²ltimo estruj¨®n e iba dando a las pellas formas de caracoles, peque?as hogazas con espirales, cabezas y cuernos. Las muchachas abr¨ªan las vainas de las bachoquetas, unas alubias grandes, oblongas, nacaradas en rosa y blanco manchado, el tercer componente esencial de aquel arroz.
En el horno se introduc¨ªan unas gavillas de sarmiento que crepitaban hasta estar casi consumidas. Era el momento en el que la gigantesca paella de hierro fundido, ya con el arroz, las bachoquetas, los conejos y los caracoles, era colocada en la primera zona del horno por cuatro fornidos brazos. El horno, con la gran compuerta siempre abierta y el d¨¦bil resplandor de las pavesas de sarmiento, parec¨ªa la boca de una gran ballena a punto de expulsar la paella en lugar de a Jon¨¢s.
La espera se iba atemperando con los porrones de un suave vino rosado, olivas y almendras, berenjenas y pimientos asados. Se hablaba del tiempo, de cosechas, de ofertas de los mayoristas para antes o despu¨¦s de la recolecci¨®n, de las noticias que circulaban por Valencia. Mi abuelo se las arreglaba para que siempre fu¨¦semos doce los celebrantes. Algunos aparceros que hab¨ªan ayudado al riego, alg¨²n amigo de fincas colindantes, algunos de mis t¨ªos valencianos, bastante pintorescos, el t¨ªo Enrique que me ense?¨® a jugar al ajedrez, la ¨²nica actividad digna del hombre, dec¨ªa el t¨ªo Juan, cirujano que no aceptaba que en el mundo se escuchase otra m¨²sica que no fuese Wagner, el t¨ªo Ram¨®n, que aprendi¨® ingl¨¦s para poder saborear m¨¢s a fondo la sutileza humor¨ªstica de un ya olvidado Wodehouse y su mayordomo Jeeves.
La espera se iba atemperando con vino rosado, olivas y almendras
Cuando mi abuela daba la orden de cerrar el port¨®n y empujar la paella al centro del horno sab¨ªamos que en veinte minutos se abrir¨ªa y saldr¨ªa la gran paella y que todos formar¨ªamos el c¨ªrculo de los privilegiados. Doce cucharas de madera, un privilegio valorad¨ªsimo, siempre de pie, alrededor de la mesa del di¨¢metro de la paella, hundiendo la cuchara en el arroz, la cantidad exacta que puedes saborear, masticar, la ¨²nica unidad de medida en el sistema m¨¦trico de la huerta. En los primeros momentos un murmullo gozoso, comprobar una vez m¨¢s que el placer estalla, paso atr¨¢s para coger el porr¨®n y echar un trago mirando al cielo, poco a poco la conversaci¨®n se anima, feliz por c¨®mo celebran mis caracoles, algunos viciosos hacen trampa para llegar cuanto antes al socarrat, el arroz ligeramente quemado del fondo, la servilleta colgada del cuello de la camisa y el repaso a las pr¨¢cticas de los vecinos b¨¢rbaros, los de Alzira, que llenan la paella de verduras y pollastre, los de Castell¨®n con gambas y refritos de peces, los de la Albufera con anguilas y ancas de rana y los de Alicante, a los que les queda caldoso por las alcachofas y la mezcla con sepia. El sol sigue col¨¢ndose entre el ca?izo de la p¨¦rgola, reposamos antes del ¨²ltimo ataque a la paella. Algunos van ya quit¨¢ndose la servilleta del cuello y dejan su cuchara en un cuenco de barro. Hay agua con jazmines flotando para limpiarse manos, bocas y bigotes. De la cocina viene un puchero de caf¨¦ y mi abuelo trae un botell¨®n de co?ac que se bebe en las tazas del caf¨¦ y una caja con puros. Conclusi¨®n: el verdadero arroz en paella era el de caracoles y conejo.
Viv¨ª todo aquello en mi adolescencia. Empezaba a gustarme cocinar y trataba de que mi abuela me contase sus secretos. Las unidades de medida eran un pu?ado, una pizca, una mano y los tiempos en oraciones, tres padrenuestros, una letan¨ªa, una salve y tres avemar¨ªas. Nunca fui un buen catequista pero adem¨¢s, mi abuela en su particular sistema horario-oracional mezclaba el lat¨ªn, el valenciano y el castellano. Imposible seguirla.
?La ¡°verdadera paella¡±? Al gran cocinero Abraham Garc¨ªa le preguntaron una vez cu¨¢l era el plato m¨¢s ex¨®tico que hab¨ªa probado. Su respuesta: ¡°Una paella con el arroz en su punto¡±.
Alberto Coraz¨®n es artista y dise?ador.
Babelia
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