Aprend¨ª de Gabo
Las lecciones que el Nobel colombiano nunca imparti¨®
Aprend¨ª de Gabo, antes de leer Beginnings, de Edward Said, que c¨®mo comenzar un texto es cuesti¨®n primordial, y que en toda buena novela la primera frase contiene la novela entera como en una burbuja que luego, al final, el lector hace estallar. Mi oficio consist¨ªa entonces en parapetarme cada ma?ana ante un muro de manuscritos pulidos y blancos como huevos prehist¨®ricos, y abrirlos para despu¨¦s catarlos, de modo que le¨ªa miles de primeras frases, aunque la mayor¨ªa no eran precisamente burbujas conteniendo buenas novelas, sino meras y disuasorias pompas de jab¨®n. Corr¨ªan todav¨ªa los tiempos del t¨¦lex cuando algunos s¨¢bados soleados, pero sin el perfume del tamarindo, el hijo del telegrafista hac¨ªa tiempo en la agencia, esperando a su ¨²nica donna angelicata, Mercedes Barcha, La Gaba, y, al pasar por mi despacho en mangas de camisa blanca y reluciente y ver a un mindundi veintea?ero detr¨¢s de una tapia de papel, se entreten¨ªa en preguntarme si hab¨ªa encontrado ya alg¨²n nuevo Faulkner, abr¨ªa algunos manuscritos a su antojo y apost¨¢bamos a que, leyendo solo la primera frase, sabr¨ªamos si era genio o era bodrio. Mi despachito era una met¨¢fora viva del filtro literario, y yo ve¨ªa claro que el autor novel que fue estaba siempre muy presente en el autor Nobel que era, y que jam¨¢s olvid¨® ¡°la desgracia de ser escritor joven¡±. Alguna vez, y les juro que no lo so?¨¦, me hizo algunas fotocopias antes de marcharse a almorzar, dej¨¢ndome incapacitado por el asombro para seguir abriendo y catando huevos prehist¨®ricos. Mi idea de lo que era un genio era muy distinta, y aprend¨ª de Gabo que la naturalidad desprendida no disminuye ni un ¨¢pice la calidad literaria (o, del rev¨¦s, que la lectura o la tenacidad s¨ª, pero la soberbia o la indulgencia no mejoran la prosa).
Para ¨¦l, c¨®mo comenzar un texto era primordial. En toda buena novela la primera frase deb¨ªa contenerla entera
Aprend¨ª de Gabo que entre los atributos del genio se encuentran la exactitud y la meticulosidad (¡°hasta el m¨ªnimo error de mecanograf¨ªa me duele en el alma como un error de creaci¨®n¡±, escribi¨® en El amargo encanto de la m¨¢quina de escribir), y que, aunque se dir¨ªan textos telep¨¢ticamente revelados por su abuela Tranquilina en una noche de tormenta, son el fruto de un concienzudo trabajo de correcci¨®n. Detectaba una embarazosa cacofon¨ªa o un vocablo fallido, y tach¨® en El oto?o del patriarca ¡°faroles p¨¢lidos¡± y escribi¨® ¡°faroles mustios¡± porque ¡°mustio¡± convierte al farol en vegetal y acrece una concepci¨®n irreal, vaya uno a saber, pero sus pruebas de imprenta se llenaban de correcciones raramente banales. Recuerdo el fax en el que me preguntaba, en pleno proceso de escritura de Del amor y otros demonios, si pod¨ªa yo asegurarle que se ta?¨ªa a¨²n la vihuela en el Caribe del XVII, y me recuerdo consult¨¢ndole al maestro Alberto Blecua ese preciso dato historiogr¨¢fico para una novela en la que, sin embargo, ¡°el cielo era alto y sin nubes¡± cuando un rel¨¢mpago fulmin¨® a Do?a Olalla: en el realismo m¨¢gico caben levitaciones, apariciones y nubes de mariposas amarillas, pero en la verdad de la ficci¨®n, por prodigiosa que ¨¦sta sea, no cabe la mentira por error. Aprend¨ª de Gabo que el realismo m¨¢gico no es una patente de corso para el desvar¨ªo, sino un estilo, y todo estilo trae consigo sus reglas, a pesar de que suene extra?o hablar de la l¨®gica de la fantas¨ªa. Gabo somet¨ªa cada p¨¢rrafo a un protocolo de control de su coherencia en relaci¨®n con el conjunto del texto, mimando la construcci¨®n del sentido, como hizo en la ¨²ltima p¨¢gina de las compaginadas de Del amor y otros demonios sopesando si la frase esencial que reza ¡°la encontr¨® muerta en la cama con los ojos radiantes¡± deb¨ªa mantenerse as¨ª, dejando al lector ante la inc¨®gnita de cu¨¢l fue el motivo de la muerte de la protagonista, o deb¨ªa a?adirse ¡°de amor¡± despejando toda duda. Parec¨ªa un detalle en un fresco¡ y sin embargo era cardinal.
Aprend¨ª de Gabo que los pr¨®logos son paratextos prescindibles, pues con frecuencia atan al lector a nocivos prejuicios y, comentando con ¨¦l su art¨ªculo en EL PA?S La poes¨ªa al alcance de los ni?os, que tantas veces he dado a leer a mis estudiantes tir¨¢ndome piedras contra mi propio tejado, aprend¨ª tambi¨¦n, antes de leer Los l¨ªmites de la interpretaci¨®n, del maestro Eco, que la interpretaci¨®n es terap¨¦utica pero la sobreinterpretaci¨®n es t¨®xica. El afectuoso periodista cosmopolita que en sus ratos libres escrib¨ªa obras maestras cre¨ªa tanto en la lectura ad litteram como en la lectura ad n¨¢useam. Aprend¨ª de Gabo que las lecturas que el escritor va acumulando en su vida se usan pero no se exhiben. El oto?o del patriarca es un prodigio de t¨¦cnica narrativa que demuestra, pero que no muestra, sus lecturas de autores que lo influyeron: todo estilo propio tiene deudas, pero no le corresponde al autor ventilarlas. Aprend¨ª de Gabo, leyendo sus mecanoscritos en mi despachito de la agencia antes de leer a Roth o de editar a Nabokov, que la autoparodia constituye un indicio de higiene intelectual. Yo aprend¨ª de Gabo que las etiquetas siempre resultan cicateras, y que Gabo ya era Gabo y que Gabo ya era bueno mucho antes de que le endosaran el sambenito del realismo m¨¢gico, y editores del mundo entero se obstinasen en poner palmeras y hamacas en las cubiertas de sus traducciones.
Aprend¨ª de Gabo, antes de leer a Landow y otros gur¨²s de la cultura digital, que los ordenadores afectaban al proceso creativo, a la sintaxis. Puede parecerlo ahora, entonces no era una obviedad. Una tarde estuvimos hablando un rato largo de su experiencia escribiendo con uno de esos antiguos Macintosh que entonces eran revolucionarios: ¡°F¨ªjate que el cursor parpadea en la pantalla como un coraz¨®n latiendo. Me espera, y eso me inquieta y me obliga a escribir m¨¢s r¨¢pido¡±. ?Un Nobel presionado por un diminuto guion parpadeante! El procesador de textos le facilitaba la vida al escritor, pero al mismo tiempo el ordenador, que no era inerte como una Olivetti, creaba tensi¨®n y perturbaba la creaci¨®n. Aprend¨ª de Gabo que es bueno que los genios se sepan genios y crean en s¨ª mismos hasta el paroxismo. Pero tambi¨¦n aprend¨ª de Gabo que la autoestima no debe confundirse con la arrogancia, y que antes de creer en tu propia obra a pies juntillas debes asegurarte de que es la mejor de cuantas te ves capaz de escribir. Disciplina y autocr¨ªtica feroz: ¡°Que la papelera est¨¦ llena no es mala se?al¡± no es mala ense?anza para alguien como yo, que empezaba su carrera de cr¨ªtico y ten¨ªa que saber que cualquier texto tuyo puede ser mejor. Aprend¨ª de Gabo que el compromiso pol¨ªtico o social de un escritor jam¨¢s puede superar el sagrado compromiso con sus palabras. Creo que los escritores j¨®venes tienen derecho a matar al padre, pero tienen tambi¨¦n el deber despu¨¦s de arrepentirse: las tendencias van y vienen pero el talento permanece. Lecciones que Gabo nunca imparti¨® (¨¦l nunca vino a impartir un discurso), pero que yo aprend¨ª y que ahora recuerdo, y el mismo Gabo nos dijo una vez que la vida no es la que uno vivi¨®, sino la que uno recuerda y c¨®mo la recuerda para contarla.
Ahora cambio el agua de las rosas amarillas, bajo las persianas para que parezca de noche y preparo un par de whiskys con el hielo del padre del coronel pensando en Fermina y en Florentino, que me fueron presentados en galeradas, antes de que se marcharan de viaje a las librer¨ªas, al poco de llegar yo a mi despachito de mindundi. Esas cosas no se olvidan.
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