Diarios fotogr¨¢ficos
Stephen Shore busca con su c¨¢mara no lo excepcional, sino lo contrario, lo id¨¦ntico
En un libro de entrevistas que acaba de publicar la editorial Gustavo Gili, Henri Cartier-Bresson compara varias veces la actitud del fot¨®grafo con la del que escribe un diario. Sale por ah¨ª a ver qu¨¦ se encuentra, permanece atento para no perderse lo que suceder¨¢ en una fracci¨®n de segundo, lo que desaparecer¨¢ sin rastro si la c¨¢mara no lo ha captado. Dec¨ªa que sus fotos eran su diario y sus memorias. Cartier-Bresson, que era muy aficionado al budismo zen, aspiraba a mirarlo todo con sus propios ojos muy atentos, pero esa mirada era tan absorta y tan generosa que hac¨ªa invisible la presencia a la que pertenec¨ªa, resaltando as¨ª la primac¨ªa de lo observado, la soberan¨ªa de cada vida y del mundo real. En una de las entrevistas, Cartier-Bresson dice que el trabajo del fot¨®grafo est¨¢ entre el del carterista y el del fun¨¢mbulo: como el carterista, se aproxima y sustrae lo que le interesa sin forzar nada ni alertar a su v¨ªctima; como el fun¨¢mbulo, hace gestos s¨²bitos suspendido en el aire, circula sin peso sobre un cable invisible, la c¨¢mara su herramienta tan ligera como la barra gracias a la cual el funambulista mantiene el equilibrio. En las filmaciones de Cartier-Bresson tomando fotos por la calle, en Par¨ªs o en Nueva York, es eso lo que parece: un carterista disimulado entre la gente, bien vestido y suave de modales, aunque con un aire sospechoso de b¨²squeda y alerta; un artista de circo enjuto y liviano, un maniqu¨ª de alambre con un traje ligero, fun¨¢mbulo y tambi¨¦n bailar¨ªn, a la manera de Fred Astaire, desliz¨¢ndose por una acera como por la tarima lacada de un decorado de comedia musical.
Leo las entrevistas con Cartier-Bresson en un banco del paseo de Recoletos, a mediod¨ªa, viendo pasar a la gente, reci¨¦n salido de la exposici¨®n de fotos de Stephen Shore, en la nueva sede de la Fundaci¨®n Mapfre. Stephen Shore cita entre sus maestros a Walker Evans m¨¢s que a Cartier-Bresson, pero tambi¨¦n ha dicho, y se seguir¨ªa notando mucho aunque no lo dijera, que las fotos de su serie American Surfaces fueron como las anotaciones de un diario, no uno de esos diarios de eg¨®latras obsesionados y fascinados por ellos mismos y tan miopes hacia los dem¨¢s seres humanos como hacia los lugares por los que transitan. En su diario visual, Stephen Shore se parece a Cartier-Bresson y a esos escritores que observan, sin ninguna necesidad de ensimismamiento ni de ficci¨®n, exactamente todo aquello que ven, toda conversaci¨®n que escuchan, todo encuentro que tienen, tan fascinados por la realidad y por la condici¨®n humana que casi no hay nada que no encuentren memorable. Son observadores en movimiento, c¨¢maras andantes, y el hilo de sus relatos es el de las asociaciones de ideas e im¨¢genes y el de las derivas del azar. El diario, m¨¢s que la novela, es el espejo a lo largo del camino, y quiz¨¢ por eso uno llega a la conclusi¨®n, con el paso de los a?os, de que Stendhal le satisface m¨¢s como diarista que como novelista, cuando cuenta lo que acaba de pasarle o lo que se le acaba de ocurrir, el cuadro que ha visto en una iglesia de Italia y la ¨®pera a la que asisti¨® anoche en el teatro La Fenice de Venecia, la conversaci¨®n con una dama atractiva, inteligente e inaccesible a la que ha conocido en una fiesta mundana.
Ese arte holgaz¨¢n de caminar y observar y contar empez¨® probablemente con Herodoto. Montaigne, Stendhal, nuestro Josep Pla, lo practicaron en un grado supremo. Siendo un arte ambulante, requer¨ªa un equipaje sucinto: un cuaderno, un l¨¢piz, calzado c¨®modo. Desde que se inventaron las c¨¢maras ligeras, en los a?os veinte del siglo pasado, la fotograf¨ªa instant¨¢nea llev¨® m¨¢s lejos todav¨ªa la ambici¨®n y el deleite de la escritura instant¨¢nea. Ni el boceto del dibujante m¨¢s certero y veloz ni el apunte urgente de un diarista en su cuaderno pod¨ªan competir con la inmediatez del disparo de un fot¨®grafo, con el rel¨¢mpago sigiloso de una Leica o de una Rolleiflex. El acto de mirar equival¨ªa a la plena expresi¨®n est¨¦tica. En el gesto del encuadre, en el sentido de la oportunidad de captar algo fugaz y al mismo tiempo establecer una composici¨®n, emerg¨ªa la obra entera. Con la ventaja, respecto a la escritura, de que la imagen fotogr¨¢fica ofrece una precisi¨®n visual inaccesible para las palabras. La fotograf¨ªa trajo al arte la plenitud de lo concreto; volvi¨® definitivamente memorable lo com¨²n.
La fotograf¨ªa trajo al arte la plenitud de lo concreto; volvi¨® definitivamente memorable lo com¨²n
Ese es el hallazgo de Eug¨¨ne Atget, de Walker Evans, de Cartier-Bresson. Pero quiz¨¢ nadie ha ido m¨¢s lejos por ese camino que Stephen Shore. En los primeros a?os setenta, Stephen Shore viajaba a trav¨¦s de toda la anchura continental de Estados Unidos buscando con su c¨¢mara no lo excepcional, ni lo ¨²nico, sino precisamente lo contrario, lo del todo id¨¦ntico, lo que se repite con tan aplastante monoton¨ªa visual en los paisajes de la vida americana, los lugares en serie del capitalismo y el consumo: los moteles, las gasolineras, los restaurantes de comida r¨¢pida, los centros comerciales, los aparcamientos. Hay fot¨®grafos que quieren dejar bien claro que son fot¨®grafos artistas, igual que hay escritores que espesan y retuercen la prosa para que se sepa que lo suyo es alta literatura: Stephen Shore fing¨ªa el descuido de lo impremeditado, la espontaneidad del aficionado no muy h¨¢bil que parece disparar la c¨¢mara sobre cualquier cosa y no distingue lo relevante de lo trivial. Para eludir mejor el peligro de la grandilocuencia, eligi¨® hacer sus fotos en color, en una ¨¦poca en la que todo el mundo daba por supuesto que la nobleza est¨¦tica de la fotograf¨ªa era inseparable del blanco y negro. En las grandes revistas ilustradas, s¨®lo las fotos de los anuncios aparec¨ªan en color, las fotos venales de la publicidad, tan chillonas en sus coloridos postizos como las postales tur¨ªsticas, tan vulgares como ellas. Hacer fotos en color en los primeros a?os setenta era situarse al margen de lo aceptado como arte. William Eggleston, unos a?os mayor que Shore, empez¨® a hacer lo mismo por aquellos a?os. Cuando le preguntaban por qu¨¦ hac¨ªa fotos en color, Eggleston respond¨ªa: ¡°Porque veo las cosas en color¡±.
La conquista de la naturalidad es uno de los impulsos m¨¢s poderosos en el arte, y tambi¨¦n uno de los m¨¢s incesantes. La naturalidad, apenas lograda, tiene tendencia a volverse amaneramiento, y hace falta una nueva ruptura, una manera otra vez fresca de mirar. Stephen Shore, con apenas 30 a?os, viajando casi como un fugitivo indigente por los moteles m¨¢s baratos de Estados Unidos, invent¨® una forma instant¨¢nea de mirar, pero no quiso instalarse en esa maestr¨ªa reci¨¦n lograda. En esta exposici¨®n magn¨ªfica de Madrid est¨¢ el testimonio de todos sus viajes posteriores, sus diarios visuales de las calles de Nueva York, los desiertos de Texas, las soledades y las ruinas de Ucrania, las zanjas de las excavaciones arqueol¨®gicas en Israel. Es admirable que el paso de los a?os no haya amortiguado su curiosidad, no le haya inducido a instalarse en la seguridad del oficio. Una foto de Stephen Shore de 2013 tiene la misma urgencia que una de 1973, la misma originalidad en la mirada.
Ver es un todo. Entrevistas y conversaciones 1951-1998. Henri Cartier-Bresson. Traducci¨®n de Carles Roche Su¨¢rez. Gustavo Gili. Barcelona, 2014. 127 p¨¢ginas. 14,90 euros.
Stephen Shore. Fundaci¨®n Mapfre. Sala B¨¢rbara de Braganza. B¨¢rbara de Braganza, 13. Madrid. Hasta el 23 de noviembre.
www.antoniomu?ozmolina.es
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