Los desalmados
1980. 200 atentados. Y, para mi verg¨¹enza, como casi todo el mundo, salvo las v¨ªctimas, yo prestaba una atenci¨®n distra¨ªda a todo aquel horror.
En las fiestas del pueblo, en el verano de 1980, iba a celebrarse una carrera ciclista. El tiempo tiene el color de las fotos y las pel¨ªculas familiares en super-8 de entonces, un color saturado y err¨®neo, rojos excesivos, azules el¨¦ctricos, amarillos que viran al marr¨®n. Por la ma?ana el p¨¢rroco se acerc¨® al cuartelillo de la Guardia Civil para preguntar cu¨¢l iba a ser el itinerario de la carrera y a qu¨¦ hora empezar¨ªa. Me acuerdo bien de la luz de aquel agosto porque yo estaba de soldado en San Sebasti¨¢n y porque un domingo de mediados de mes asist¨ª a una boda en el coraz¨®n de Gipuzkoa.
En la l¨ªnea de salida, mientras los ciclistas aficionados acaban de tomar posiciones, los tres guardias civiles encargados de dirigir el tr¨¢fico charlan con los organizadores. La conversaci¨®n es tan entretenida, el ambiente tan festivo, que el comienzo de la carrera se retrasa, sin que eso parezca preocupar a nadie. En el barullo, alguno de los que charlan con los guardias mira de vez en cuando su reloj y vuelve la vista hacia un recodo de la carretera. En ¨¦l aparece uno de los coches malos y angulosos de entonces, un Simca 1000, de esos que son tan ¨²tiles ahora para ambientar pel¨ªculas de ¨¦poca. El coche frena y de ¨¦l salen tres hombres j¨®venes.
Cuando las cosas muy inusuales suceden muy r¨¢pido se crea una niebla confusa en las mentes de quienes se ven envueltos en ellas. En la claridad de la ma?ana, en la bulla de la fiesta, entre las ropas de colores muy ce?idas de los ciclistas, en ese paraje familiar del pueblo en el que todos se conocen, que esos tres hombres j¨®venes lleven metralletas es un hecho m¨¢s irreal que alarmante. Hay quien no las ve y no cae en la cuenta de lo que son hasta que no empieza a o¨ªrse la granizada seca de los disparos. La gente solo ha visto armas de fuego en las pel¨ªculas y no puede identificar su sonido cuando las oye de verdad. Por otro lado, como son las fiestas, es f¨¢cil confundir los disparos con petardos. Los disparos de las armas de fuego en la realidad son mucho m¨¢s secos y breves que en las pel¨ªculas.
Desde la iglesia, el sacerdote oye con aprobaci¨®n los disparos. Puede que murmure una oraci¨®n por los ejecutores
Misteriosamente se ha abierto un espacio vac¨ªo en torno a los tres guardias civiles y a su coche patrulla. Los que hablaban con ellos mostrando tanta animaci¨®n ahora se han apartado. Los guardias civiles son muy j¨®venes y muy poco experimentados. Por ser novatos los han mandado a este primer destino. Probablemente cuando caen en la cuenta de lo que va a sucederles ya es demasiado tarde. Y en cualquier caso est¨¢n peor entrenados y mucho peor armados que los h¨¦roes que van a ejecutarlos. Desde la iglesia el sacerdote oye con aprobaci¨®n los disparos. Puede que murmure una oraci¨®n en euskera por los ejecutores, que se sienta orgulloso de su peque?a contribuci¨®n a la causa: la informaci¨®n que le dieron los propios guardias civiles ¨¦l la transmiti¨® de inmediato a quien correspond¨ªa.
Los tres j¨®venes solo aflojan los gatillos de las metralletas cuando los guardias yacen inm¨®viles en un gran charco de sangre. En ese a?o 1980 yo hab¨ªa aprendido a manejar una metralleta: a diferencia de un fusil, no pesa nada y apenas hace rozar el gatillo, y no hay que hacer punter¨ªa, porque es un arma dise?ada para disparar de cerca, para matar sin dificultad ni peligro a personas inermes. Los muertos a tiros se quedan siempre en esas posturas grotescas que luego revelan sin miramiento ni piedad las fotos de los peri¨®dicos: bocas abiertas, miembros descoyuntados. Los tres gudaris vuelven sin prisa hacia el Simca 1000 cuando uno de los vecinos que hasta hace un rato solo preve¨ªan la diversi¨®n de la carrera les avisa: un guardia est¨¢ vivo a¨²n, se ha movido. Alguien lo remata r¨¢pido mientras los otros suben al coche que ya ha arrancado.
El tiempo pasa para algunas personas, y para otras no. Treinta y tantos a?os despu¨¦s, en ese mismo paraje, en el que no hay ning¨²n recordatorio del crimen, las viudas de dos de los j¨®venes guardias asesinados cuentan como si hubiera sucedido ayer lo que vivieron entonces. Los acompa?a la c¨¢mara inquisitiva y respetuosa de I?aki Arteta, que lleva ya muchos a?os dedicado a una tarea triste, pero muy necesaria, en la que viene teniendo poca ayuda y menos compa?¨ªa: la de recoger y preservar la memoria de todas las v¨ªctimas del terrorismo vasco, sus caras, sus nombres, sus biograf¨ªas, los testimonios de los familiares que sufrieron el crimen como una amputaci¨®n irreparable que nunca llega a cicatrizar; y tambi¨¦n, m¨¢s sombr¨ªamente, a explorar las complicidades, las justificaciones, las variedades de vileza que se confabularon para arropar a los asesinos y agravar la atm¨®sfera de miedo y silencio que es el requisito fundamental de toda dominaci¨®n totalitaria o mafiosa.
1980 es la cr¨®nica del a?o m¨¢s sanguinario del terrorismo. Doscientos atentados. Un muerto cada tres d¨ªas. Yo me acuerdo. Yo estaba all¨ª. Yo abr¨ªa el peri¨®dico y ve¨ªa en ¨¦l esos titulares y esas fotos en blanco y negro que I?aki Arteta ha filmado en las hemerotecas. Y, para mi verg¨¹enza, como casi todo el mundo, salvo las v¨ªctimas, yo prestaba una atenci¨®n distra¨ªda a todo aquel horror. Lo dice Aurelio Arteta en el documental con un remordimiento lleno de nobleza: ¡°Yo tambi¨¦n era un desalmado. No ten¨ªa alma para fijarme en lo que suced¨ªa¡±. A los guardias civiles y a los polic¨ªas asesinados les dec¨ªan una misa r¨¢pida y luego embalaban sus ata¨²des en furgonetas por las puertas traseras de los cuarteles. Al hijo de un asesinado no volvi¨® a sent¨¢rsele cerca ni a hablarle ning¨²n otro ni?o en la escuela. Eran las v¨ªctimas y tambi¨¦n eran los culpables. La austera eficacia testimonial de 1980 es inseparable de su categor¨ªa est¨¦tica, su poder¨ªo de gran cine documental. La serenidad trist¨ªsima de los familiares de los asesinados es tan sobrecogedora como el examen de conciencia del profesor Aurelio Arteta, que se pregunta por qu¨¦ tard¨® en darse plena cuenta del horror, o el de Teo Uriarte, que estuvo en ETA en su primera juventud y no elude la parte de responsabilidad que le toca.
Pero nada ni nadie da m¨¢s miedo en el documental que otro fantasma l¨ªvido del pasado, monse?or Seti¨¦n, aquel obispo de San Sebasti¨¢n que nunca tuvo un solo gesto de piedad hacia ninguno de los asesinados. Monse?or Seti¨¦n enuncia fr¨ªos silogismos sobre lo que ¨¦l llama ¡°derechos colectivos¡± moviendo unas manos p¨¢lidas que parecen tan heladas como la expresi¨®n de su cara. Ronda las palabras antes de decirlas como si manejara v¨ªsceras dudosas con un bistur¨ª. Una vida entera de hipocres¨ªa vaticana y frialdad de coraz¨®n ha adiestrado sus m¨²sculos faciales en esa perfecta impasibilidad que parece exclusiva de los grandes inquisidores y de esos salvadores y l¨ªderes que por amor a una comunidad ideal ¡ªun pueblo, una patria, una clase, una raza, la Humanidad¡ª est¨¢n dispuestos a aprobar e incluso a bendecir tantas ejecuciones como sea necesario. Al fin y al cabo, como dice un patriota citado en el documental, los pueblos se hacen con sangre y con tiempo.
1980, de I?aki Arteta, se estrenar¨¢ en salas comerciales en noviembre.
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