Un paseo por la cueva de Altamira
Un redactor de EL PA?S describe su entrada a la visita a la Cueva
Dos elementos dominan la visita a Altamira: el silencio de las cinco personas que hemos tenido la suerte de acceder a la cueva acompa?ados por dos gu¨ªas y el estallido de rojo que surge cuando, apenas iluminados con l¨¢mparas de frente y una tenue luz que encienden a nuestra llegada, nos topamos con los bisontes que decoran la sala de pol¨ªcromos del yacimiento. Todo el mundo enmudece durante los ocho minutos permitidos para contemplar una de las joyas del arte prehist¨®rico mundial. Se escucha un rumor lejano de agua y algunas de las pinturas, de trazos perfectos y sabios, est¨¢n especialmente brillantes por la humedad. Todo el misterio y, a la vez, toda la fuerza del arte paleol¨ªtico se concentra en esos instantes, que representan, literalmente, un viaje en el t¨²nel del tiempo porque se llega despu¨¦s de recorrer dos largos tramos de escaleras a trav¨¦s de los que se entra en el rinc¨®n remoto de la cueva que unos artistas eligieron hace miles de a?os para recrear su mundo.
Dentro de la cueva los visitantes pasamos 37 minutos ¨Ccronometrados¨C y nos encontramos con varios aparatos destinados a medir las condiciones del yacimiento. En todo momento somos conscientes de la fragilidad del ecosistema hist¨®rico en el que estamos ingresando, desde que nos ponemos los trajes blancos y los zapatos especiales antes de entrar, pero sobre todo desde que la puerta verde de la entrada de la cueva se cierra detr¨¢s de nosotros y la luz expresionista de destellos y sombras se apodera del ambiente.
El tiempo pasa volando, en medio de una creciente expectaci¨®n seg¨²n nos vamos acercando a la sala de pol¨ªcromos. "Mira, pap¨¢, hay bueyes", dicen que exclam¨® la hija de Marcelino Sanz de Sautuola, el descubridor de la cueva en 1879, cuando mir¨® hacia el techo. "No son bueyes ?Son bisontes!", le respondi¨® su padre. Esa exclamaci¨®n se conserva ¨ªntegra cuando uno se encuentra frente a las figuras. Sorprende la perfecci¨®n de los trazos, no s¨®lo de los bisontes rojos sino tambi¨¦n de las figuras negras dibujados con carboncillo.
Tambi¨¦n es extraordinario ver de cerca ¨Capenas a medio metro¨C su uso genial de la morfolog¨ªa de la cueva para destacar y marcar las formas de unos animales que conoc¨ªan perfectamente. Al final de la sala, nos encontramos con la cierva de Altamira, casi a tama?o natural, uno de los dibujos m¨¢s extraordinarios que han llegado hasta nosotros desde la prehistoria. Su vientre est¨¢ formado sobre un relieve. El cron¨®metro avanza, se acaba el tiempo, pero el rojo y el silencio se quedar¨¢n para siempre como recuerdo de que la imagen forma parte de la humanidad desde que tiene conciencia.
Babelia
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